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Desde la derecha: los escritores Juan Villoro, Irene Vallejo y Piedad Bonnett, en conversación con Winston Manrique Sabogal, director de WMagazín, en el Hay de Cartagena de Indias 2022. /Fotografía cortesía de Daniel Mordzinski

La lectura como una forma de felicidad, según Piedad Bonnett, Irene Vallejo y Juan Villoro

Los tres escritores comparten su experiencia lectora y dicen cuál fue el libro que leyeron de jóvenes que al releerlo años después les descubrió otras claves. Una conversación del Hay Festival de Cartagena de Indias 2022

Los libros tienen vida propia y nos dicen una cosa diferente en cada momento en que los leemos. Un libro leído a los 14 o 17 años no es el mismo en su relectura a los 44 o a los 90 años. A veces, incluso, da nervios volver a leer un libro que nos ha gustado mucho por temor a que desaparezca la magia que nos dejó en su momento. La lectura va aparejada a la edad y al momento vital de cada persona, es decir, a la biografía, la curiosidad, las expectativas y la motivación de cada lector para acercarse a la obra. Esta es una de las experiencias más enriquecedoras que compartieron las escritoras Piedad Bonnett, de Colombia; Irene Vallejo, de España; y Juan Villoro, de México; en el 17º Hay Festival de Cartagena de Indias en Colombia, del 27 al 30 de enero de 2022, en la conversación Libros, la revolución que permanece, moderada por Winston Manrique Sabogal, director-fundador de WMagazín.

Esta revolución empezó hace 35 siglos con Epopeya de Gilgamesh, escrito en tablillas de arcilla, la obra literaria más antigua de la que se tiene noticia. Ahora estamos en la quinta revolución del libro: primero las tablillas, luego el papiro, después el códice, a mediados del siglo XV Gutenberg inventó la imprenta y con ella la popularización del libro y la lectura y, ahora, vivimos la quinta mutación con los libros electrónicos.

El público que asistió el viernes 28 de enero a esta conversación en el teatro Adolfo Mejía, en el casco histórico de Cartagena de Indias de la ciuda colombiana, Patrimonio de la Humanidad, vio cómo Piedad Bonnett (autora de Qué hacer con estos pedazos), Irene Vallejo (El infinito en un junco) y Juan Villoro (La tierra de la gran promesa) continuaron el diálogo abierto por otros escritores contemporáneos que, en algún momento, han planteado diferentes preguntas en sus propios libros, en una conferencia o en una entrevista y que Manrique Sabogal les trasladó.

Winston Manrique Sabogal. ¿Qué libro leído en la juventud les dio otra perspectiva al leerlo años después? Esta pregunta motivó a la cronista y escritora estadounidense Vivian Gornick a escribir su ensayo Cuentas pendientes (Sexto Piso).

Piedad Bonnett:

Espero no sonar muy pretenciosa cuando digo que esa persona que yo he leído antes y ahora me resulta muy distinta, soy yo misma. Porque cuando tuve que hacer mi poesía reunida, me tocó leer toda la poesía que he escrito desde que era muy joven, hasta ahora… Ahí vi desfilar mi vida… Ahí vi también cómo fueron afinándose mis gustos y empecé a ver cuando tenía 19 años cuáles eran los autores que me marcaban, después cuando tenía los 25…

Luego pasé de un tono, como un poco romántico, que hoy no me parece que escribiría así. Fui viendo mis falencias, mis pequeños logros que prometía. Vi cómo fue cambiando mi voz. Leer esa obra completa, primero que todo, me devolvió a mi propia experiencia, me hizo, aunque parezca increíble, reconocer en cada uno de los poemas, recordar el estado de ánimo en el que estaba, cuáles eran los conflictos que tenía, cuáles eran las propuestas estéticas que me interesaban, etcétera.

Y lo otro fue que tuve que decidir si sacaba algunos poemas que ya no me gustaban, esa decisión me pareció complicadísima. Opté por dejar poemas que incluso hoy no me gustan tanto, nada que me avergüence profundamente, porque, además, yo publiqué mi primer libro a los treinta y pico de años, no era una niña. Entonces decidí que fuera el lector el que determinara la curva de mi trabajo, que, de alguna manera, juzgara en qué momento se había tropezado y qué logros he conquistado.

Irene Vallejo:

Muy interesante la pregunta porque incide en algo que no solemos destacar: la creatividad del lector. El lector añade mucho a los libros que no estaba escrito, que eran solo posibilidades embrionarias en un libro y que viven y existen solo cuando los ojos del lector escucha la voz de un libro. Cada lectura, de alguna manera, es una resurrección de la letra muerta y algo que nace y se produce solamente en esa lectura que será único e irrepetible. Como en los tiempos de la oralidad eran todas las improvisaciones literarias y eran simplemente únicas.

Eso me parece fascinante, no nos bañaremos dos veces en el mismo río y tampoco dos veces en el mismo libro. A mí me pasó una anécdota curiosa con el libro de Conan Doyle Estudio en escarlata: tenía un recuerdo nítido del argumento porque me marcó cuando era adolescente, y al volver a leerlo descubrí que no estaba remotamente lo que recordaba: un argumento, una trama entera, una percepción de la historia que no estaba en el libro y que bien estaba en otro y lo habré confundido o bien fue una creación propia a partir de esa lectura. Nos sucede que, a veces, citamos libros con absoluta y arrebatadora convicción y volvemos a buscar esa cita, pero no la encontramos porque no existe. Esa es una experiencia perturbadora ¿no? Perturbadora para desconfiar de nuestra memoria, pero al mismo tiempo sirve para valorar lo que tenemos de creadores, como lectores ¿no? que envolvemos en imágenes, en evocaciones, recuerdos y emociones aquello que leemos.

Piedad Bonnett:

Yo subrayo los libros. Mi nieta de 10 años, en estos días, vio que yo estaba subrayando uno y me dijo: «¿Tú por qué dañas los libros así? En las que me vi para explicarle que eso no era para dañar un libro. Pero hay una cosa muy impresionante porque cuando tú vez lo que subrayaste cuando tenías 25 años o cuando eras un adolescente le hace ver a uno cuánto ha evolucionado y, de pronto, qué cosas le parecen a uno irrelevantes o, por el contrario, puede descubrir que ahí estaban sus intereses desde siempre.

Winston Manrique: Son autorretratos que vamos dejando; fragmentos de un retrato como un cuadro impresionista en el que cada subrayado-pincelada es una parte del gran cuadro impresionista que estamos creando quizás con ese subrayado de los libros. ¿Qué dice Juan Villoro?

Juan Villoro:

Uno se sorprende de las cosas que te llamaron la atención y muchas veces se desconoce en esos subrayados. El que leyó eso es otra persona de la que lee ahora. Un poco lo que decía Irene: el lector se transforma y al transformarse cambia el libro que está leyendo.

Yo no tuve una infancia muy lectora. Sí leí algunos libros de Julio Verne o Corazón, Diario de un niño (de Edmondo De Amicis) que te hacían sufrir muchísimo y, claro, yo lloraba leyendo ese libro para pasar la materia, pero no me imaginaba que alguien podía llorar por placer leyendo ese libro y no concebía la literatura como algo que fuera un fin en sí mismo, una forma de la felicidad.

Fue en las vacaciones previas al bachillerato, ya teniendo 15 años, cuando un amigo que jamás había leído un libro por gusto, llegó con el consejo, casi preocupante, de que le había gustado una novela. Esa novela era de un autor mexicano que se llama José Agustín y la novela tiene como título De perfil.  Curiosamente, la historia habla sobre un adolecente que está en las vacaciones previas al bachillerato, justo en el momento en el que yo me encontraba; vive en un barrio muy parecido al que yo vivía antes, un barrio de clase media de la ciudad de México; sus padres se están divorciando, los míos se acababan de divorciar: le encanta el mundo de los deportes, cosa que a mí me pasaba; no quiere volver a la escuela, es un fanático del rock; es un autor equivalente del que fue en Colombia Andrés Caicedo, un autor más o menos contracultural, muy significativo para el punto de vista juvenil en la literatura. De modo que ese libro me cautivó y decidí seguir leyendo, lo cual era muy provechoso para mí. Había leído un libro por gusto y ya quería escribir algo. Me convertí en el autor más inculto en la tradición mexicana. Ante ese libro sentí esa fuerza magnética de la literatura que me cautivó y me transfiguró. Me regaló un destino ese libro. Tantas veces hablé de ese libro que me convertí en un promotor continuo de la novela. Hasta que pasó el tiempo y se cumplieron 50 años de esa novela. Ahora voy al punto que me planteabas: No había querido releer De pefil por el miedo de que esa fascinación que me había convertido en lector se desapareciera. Me dije, seguramente yo era un lector incapaz, un idiota, me podía deslumbrar con cualquier cosa y entré a la literatura con un anovela que no era tan asombrosa como yo la recordaba.

Tenía mucho miedo de volver a leerla, pero ante el compromiso de participar en ese homenaje a José Aguastín. Me dije a mí mismo: la voy a leer de nuevo. Y ese fue el reencuentro conmigo mismo; tremendo porque tenía yo este miedo de que la novela desmereciera, pero, afortunadamente, es mucho mejor de lo que yo recordaba. Yo no era tan buen lector y la novela era todavía mejor de lo que yo podía entender. Creo que a la distancia pude encontrarle estas virtudes adicionales y, por supuesto, me sentí tranquilizado de que fuera realmente una obra que valía la pena y que quizá yo no había alcanzado a entender en su auténtica dimensión. Eso es lo que creo que pasa con la gran literatura, que se transforma así misma con el tiempo gracias a los lectores que van llegando y que encuentran cosas que antes no estaban en el libro porque no estaban esos lectores.

Desde la derecha: los escritores Juan Villoro, Irene Vallejo y Piedad Bonnett, en conversación con Winston Manrique Sabogal, director de WMagazín, en el Hay de Cartagena de Indias 2022, en el Teatro Adolfo Mejía. /Fotografía cortesía de Daniel Mordzinski

Winston Manrique. Piedad, ¿por qué se hizo lectora? ¿En qué momento se vio inmersa en la lectura?

Piedad Bonnet:

Yo tengo eso muy claro, lo he reflexionado muchas veces. Nací en un pueblo y vivía en una de las casas alrededor del gran parque de la plaza central y me veo muy chiquitica yendo con mi mamá a un sitio que era lo más parecido a una biblioteca, era de una señora que alquilaba libros llamada Doña Marucha. Era una señora que había puesto ahí un montón de libros y mi mamá pagaba unos centavos, yo me llevaba el libro. En mi casa había una enciclopedia donde aprendimos a leer casi todos los escritores de mi generación que es El tesoro de la juventud, había pocas láminas en colores y yo iba persiguiendo las laminas en colores y esas láminas ilustraban cuentos infantiles extraordinarios. Empecé a leer esos cuentos y puedo decir primero que en ese momento no distinguía la realidad de la fantasía, de manera que me tiraba en el patio, miraba al cielo, pensaba en donde estarían los gnomos, las hadas… Me dio duro cuando entendí que eso no era así, que fue como a los 10 años… Me hice lectora en la biblioteca de mi papá, que era muy diversa. Tengo que decir, como Gabo, que se puede llegar a la buena literatura a través de la mala, en El tesoro de la juventud yo leía la peor poesía española romántica, pero también versiones de la Ilíada para niños y cosas de esa naturaleza.

En mi casa había una colección que era la de Reader’s que tenía mi papá; también llegaba Life, y las colecciones de clásicos. Soy de una familia de clase media, mi papá tenía ciertas aspiraciones culturales y había hecho su pequeña biblioteca, pero lo que fue realmente iluminador para mí, y que determinó que yo quería ser escritora fue Dostoievski, Crimen y Castigo. Tendría 15 años, recuerdo bien la experiencia y estuve sumergida en la lectura, de pronto alcé la vista… el cielo de Bogotá después de que llueve se pone de un plateado impresionante que se refleja en el pavimento y tuve como una especie de epifanía extraordinaria. Creo que ahí descubrí lo que era la poesía y la intensidad de la literatura, fue la experiencia máxima de la felicidad… Pensé: estoy siendo muy feliz y quiero un día escribir como este señor… quisiera ser escritora. Me faltaban tres años para salir de la universidad, fue cuando pensé en estudiar algo que me permitiera escribir libros como Crimen y castigo.

Irene Vallejo:

Hablaba piedad de las enciclopedias, que están en riesgo de extinción y formaron parte de nuestra historia sentimental. Para mí lo importante fueron los Atlas, porque antes de saber leer, miraba las páginas de los atlas y hacía viajes con la punta del dedo que son fascinantes. Me gustaba mirarlos, darles vueltas, imaginar las historias que yo había oído y que incluían topónimos sugerentes, intentar situarlos, preguntar a la familia, navegar por el azul del papel y de esta manera empezar a soñar viajes.

Aprendí a amar los relatos antes de haber tenido algún libro entre las manos porque mis padres me contaban las historias antes de dormir, y es maravilloso. Siempre aprovecho para aplaudir a todos los que leen cuentos a los niños, los que expresan el amor a la infancia leyendo cuentos a los niños.

Mi casa estaba llena, invadida, asfixiada por los libros que muchas veces temí que terminarían expulsándonos a nosotros, haciéndose fuertes en el piso y lanzándonos todos unidos y en conspiración. Yo tardé en asociar los cuentos que mis padres me contaban antes de dormir con esos objetos que estaban en la casa y que eran de uso exclusivo de los adultos que eran quienes sabían descifrarlos y a mí no me decían anda. Pero la gran epifanía fueron los relatos antes de dormir, sobre todo las mitologías griegas y romanas. Me pasó lo contrario que a Piedad: estaba tan convencida que era ficción, como los sueños, que cuando me enteré que el mar Mediterráneo era de verdad fuera de la Odisea fue como si me hubieran dicho que me podían expedir un billete para ir al país de las maravillas. Inmediatamente quise saber dónde estaban las sirenas, porque si el Mediterráneo era real, lo serían también las sirenas. Fue una absoluta sorpresa que hubiera algo verídico en un poema tan arrebatadoramente fantasioso y fascinante.

Me recuerdo muy pequeña cuando estaba empezando a leer El conde de Montecristo, pero era tan grueso y mis manos tan pequeñas, leerlo era gimnástico…. Y diría que un momento importante fue cuando leí el Diario de Ana Frank, no solo porque me sentí muy adulta, sino porque descubrí que una niña podía escribir un libro. Hasta entonces pensaba que lo hacían señores mayores de otros países. Pensé que era absurdo que una niña escribiera, y cuando lo leí fue un descubrimiento las palabras, los pensamientos podían ser importantes para la humanidad. Era un pasaporte universal para escribir. Entonces ¿por qué no podía yo escribir un relato? Aquello tan sencillo no se me había ocurrido hasta encontrarme en mi trayectoria lectora con Ana Frank. Tengo una deuda con ella porque a partir de entonces empecé a poner por escrito, en mis cuadernos, en mis papeles, curiosa y febrilmente todas las historias que bullían en mi mente.

…Próxima entrega: El viaje de los libros hacia el futuro…

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Diana M. Horta

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