La manzana de Newton, el péndulo, el tiempo y cómo la precisión crearon el mundo moderno
El libro 'Los perfeccionistas' muestra cómo la búsqueda de la precisión y la exactitud en los mecanismos de los inventos de los últimos dos siglos ha permitido a la humanidad dar un salto de desarrollo importante. WMagazín publica un pasaje de esta obra de divulgación llena de anécdotas y conocimiento
Presentación WMagazín De la misma manera que la rueda fue uno de los grandes hallazgos de la humanidad para acelerar su desarrollo, el descubrimiento del péndulo para medir el tiempo abrió una vía en la búsqueda de la precisión en la tecnología con la que el ser humano ha dado un salto muy importante.
Y aunque la perfección no existe, quienes se empeñaron en alcanzarla han tenido más importancia en la vida cotidiana de lo que se piensa. Esta es la lección de Simon Winchester en su ensayo Los perfeccionistas. Cómo la precisión creó el mundo moderno (Turner).
WMagazín publica un pasaje del libro que ayuda a comprender la obsesión por alcanzar esa perfección en inventos que van desde el avión o la lente de una cámara hasta el telescopio Hubble o el microchip.
Simon Winchester es un periodista y escritor británico que crea una serie de historias desde la Revolución industrial hasta el presente basadas en anécdotas que ayudan a comprender el avance del mundo.
El siguiente es un recorrido fascinante por la historia reciente de la humanidad desde la búsqueda de la precisión de algunos de sus principales inventos:
'Los perfeccionistas. Cómo la precisión creó el mundo moderno'
Por Simon Winchester
Durante la mayor parte de su existencia civilizada, la humanidad ha adquirido la costumbre de medir las cosas. ¿Cómo de lejos del río está esa colina? ¿Cuál es la altura de este hombre, de aquel árbol? ¿Cuánta leche guardo para intercambiar? ¿Cuánto pesa esa vaca? ¿Cuántos metros de tela necesito? ¿Cuánto tiempo ha trascurrido desde que despuntó el sol esta mañana? ¿Qué hora es exactamente? La vida toda depende, en mayor o menor medida, de la medición, y en los albores de la organización social un indicio claro de adelanto y sofisticación era el grado en el que se hubiesen establecido, codificado, convenido y usado los sistemas de medición.
Encabezando el orden del día de los negocios en las antiguas civilizaciones estaba el nombre de las unidades de medida. El codo de los babilonios, con sus variantes, fue probablemente la primera unidad de longitud. Existieron además la uncia romana, el grano inglés, el quilate, la toise francesa, el catty asiático y en la Inglaterra antigua la yarda, la media yarda, la cuarta, el dedo y el clavo.
El posterior desarrollo de la precisión, sin embargo, requería, más que un acervo de unidades de nombres exóticos, estándares confiables con los cuales estas longitudes, pesos, volúmenes, periodos y velocidades, sin importar las unidades en que estuviesen expresados, pudieran compararse.
El desarrollo de estándares es necesariamente mucho más moderno que la creación de unidades. Con el correr de los años, los debates sobre los estándares han progresado consistentemente y pueden resumirse en dos posiciones: si hay entidades tangibles de escala humana –el pulgar o el nudillo en el caso de la pulgada– y deberían basarse en ellas o en objetos fabricados: barras de bronce o cilindros de platino, por ejemplo; o si deberían más bien basarse en aspectos absolutos del mundo natural, cuidadosamente estudiados, y que son inmutables, constantes y eternos.
El primer paso lo dio Galileo, en 1582, y se trató del simple hecho de notar algo bastante común. Quizá sea una leyenda o quizá no: estando sentado en un banco en la catedral de Pisa, observó la lámpara en mitad de la nave oscilar de un lado al otro, manteniendo un periodo regular. Experimentó con un péndulo y descubrió que el periodo de oscilación no dependía del peso del péndulo, sino de su longitud. Cuanto más largo era el hilo, más lento era el vaivén. Un péndulo corto oscilaría más rápidamente, haciendo tictac, tictac. Gracias a esta observación tan simple de Galileo, se advirtió que la longitud y el tiempo están relacionados; una relación que hacía posible derivar una longitud ya no de las dimensiones de las extremidades, los nudillos y los pasos, sino de la hasta ahora imprevista observación del paso del tiempo.
(…)
Hoy la ciencia se ha montado en este extraño mundo de la cronometría precisa, invirtiendo dinero, instrumentos y personal en asuntos específicamente relacionados con la medición de los caprichos del tiempo, y todo por la sencilla razón, cabalmente asumida por los equipos de metrólogos, de que el tiempo lo apuntala todo. “Todo” incluye, aparentemente, la propiedad de la gravedad. Un reloj puesto sobre una mesa cinco centímetros más alto que otro registrará segundos que son apenas mediblemente –pero incontrovertiblemente– más largos que los de su acompañante. Y esto por la sencilla razón de que el efecto de la gravedad sobre él es menor, por estar esos mínimos cinco centímetros más lejos del centro de la Tierra.
Este vínculo entre el tiempo y la gravedad hoy ha sido demostrado. Y es una coincidencia de la física moderna que en China, donde están en curso muchas investigaciones sobre la naturaleza del tiempo, el hecho revista un encanto inesperado. Los metrólogos que están a cargo de experimentos con el tiempo en sus flamantes y generosamente financiados laboratorios cercanos a Pekín descubren con cierto deleite una sincronía. Fuera de la puerta principal de su centro de investigación crece un regalo del principal instituto de metrología de Inglaterra, el NPL de Teddington, al oeste de Londres.
Es un joven manzano.
Por fuera parece algo común, un arbolito en medio de otros en un bosquecillo. Pero se trata de un árbol muy especial. Si los veranos en Pekín son tibios y no demasiado secos, dará manzanas de la variedad conocida como flor de Kent, que son famosas por crujientes, jugosas y ácidas. Pero no es esta la razón de su importancia. Es el pedigrí del árbol lo que le confiere su singularidad.
Antes de ser un regalo del NPL, el ancestro inmediato del manzano fue obtenido de un vástago injertado en 1940 en una estación de investigación frutícola en el sur de Londres, que a su vez había salido de un árbol del jardín de una abadía en Buckinghamshire, plantado allí hacia 1820 este espécimen era una reliquia de un corpulento árbol derribado por el viento durante una tormenta que hizo historia y arrasó con una finca rústica un poco más al norte, Woolsthorpe Manor, en Lincolnshire.
Y en Woolsthorpe Manor vivió sir Isaac Newton. Newton había llegado a Lincolnshire huyendo de Cambridge, en 1666, y fue allí, durante aquel annus mirabilis, cuando memorablemente vio caer la manzana del árbol. Fue allí, cavilando sobre la fuerza que podía haber provocado la caída de la manzana, donde Newton concibió la noción de la gravedad, una fuerza que por igual afectaba a aquella humilde fruta y, por extensión lógica, al movimiento constante y la altitud de la Luna en su órbita alrededor del planeta Tierra.
Es así como el manzano de Isaac Newton, o más propiamente un descendiente suyo, florece hoy y da manzanas en un jardín de Pekín, cerca de donde los emperadores Ming enterraron a sus muertos, desde donde puede verse la Muralla China pespunteando las crestas de los montes y donde la más reciente generación de científicos chinos persigue sus ambiciones intelectuales a través de los estudios más exactos sobre el efecto de la gravedad en el paso firme del tiempo. Donde, en otras palabras, están tratando de establecer y demostrar una conexión física, a través de sus indicios, entre la misteriosa fuerza que nos mantiene anclados en la Tierra, por una parte, y el firme latido fundamental de la duración, por la otra. Esa duración gracias a la cual medimos todo lo que hacemos y usamos, y que a la vez nos ayuda a establecer para nosotros con exactitud infalible la precisión que necesita el mundo moderno para funcionar.
- Los perfeccionistas. Cómo la precisión creó el mundo moderno. Simon Winchester. Traducción de Joaquín Díez-Canedo (Turner).