La persecución a Herta Müller porque no quiso ser una espía
La Nobel de Literatura rumano-alemana publica un libro sobre su vida entre textos narrativos y ensayísticos. Un retrato de una época oscura a través de una mujer que convirtió aquellos días en gran literatura y denuncia. WMagazín publica un pasaje de 'Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío'
Presentación WMagazin Estas son las raíces de donde procede la gran obra literaria de Herta Müller (Rumanía, 1953). Y un retrato de una época sombría con sus destellos de felicidad. Müller relata episodios reales de su vida, unos tristes, otros desconcertantes, algunos felices, varios esperanzadores… pero con todos logró levantar una literatura admirada. Momentos recogidos en Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío (Siruela), un libro de ensayos y textos narrativos que son una muestra, una prueba, de la frase con la que empezó su discurso del Premio Nobel de Literatura en 2009: «La peripecia de una niña que cuida vacas en un valle hasta llegar aquí, hasta el Ayuntamiento de Estocolmo, es muy extraña».
Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío es una manera de celebrar los diez años de la concesión del Nobel. Ese 2009 sirvió para que su nombre saltara al panorama global y más gente pudiera leerla. De conocer de primera mano cómo se forjó esta escritora en lo personal, artístico y político. Desde su infancia hasta la persecución que sufrió por parte de los servicios secretos, estos textos hablan de ella, de su país, de la perseverancia y de la condición humana.
WMagazín publica un pasaje de uno de estos episodios que más marcaron la vida de Herta Müller: la manera como los organismos secretos de inteligencia del Estado quisieron convertirla en espía, su rechazo y posterior persecución ante esa decisión… y cómo Müller convierte ese momento trágico en belleza literaria y de denuncia.
'Siempre la misma nive y siempre el mismo tío'
“¿Llevas un pañuelo?”, me preguntaba mi madre todas las mañanas en la puerta de casa, antes de salir a la calle. Yo no llevaba. Y, como no llevaba, tenía que volver a mi cuarto a coger un pañuelo. No lo llevaba ningún día, porque cada mañana esperaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre, por la mañana, me cuidaba. En las horas que seguían y para el resto de cosas del día ya tenía que arreglármelas sola. La pregunta “¿Llevas un pañuelo?” era una muestra indirecta de cariño. Una muestra directa habría resultado embarazosa —eso no es cosa de campesinos—. El amor se disfrazaba de pregunta. Solo así se podía expresar en tono seco, como una orden, como cualquier instrucción sobre el trabajo. En tono hosco, incluso subrayaba la ternura. Todas las mañanas me encontraba delante de la puerta: una vez sin pañuelo y la segunda con pañuelo. Y entonces ya sí salía a la calle, como si llevando el pañuelo también se viniera mi madre conmigo.
Y veinte años más tarde estaba viviendo sola en la ciudad, independiente hacía mucho, empleada de traductora en una fábrica de maquinaria. A las cinco de la mañana me levantaba, a las seis y media empezaba el trabajo. Por las mañanas, el altavoz emitía el himno dedicado al patio de la fábrica. Durante el descanso para el almuerzo, los coros de trabajadores. Los trabadores que se sentaban a comer, en cambio, tenían los ojos vacíos como la hojalata, las manos manchadas de aceite y llevaban la comida envuelta en papel de periódico. Antes de llevarse a la boca su pedacito de tocino, tenían que rascarle la tinta negra con la navaja. En el tren de aquella rutina pasaron dos años, un día idéntico a otro.
El tercer año, la monotonía de los días se acabó. En una misma semana vino tres veces a mi oficina, siempre a primera hora, un tipo enorme, muy alto y de huesos imponentes, un gigante de los servicios secretos de ojos azules muy brillantes.
La primera vez se quedó de pie, me insultó y salió por la puerta.
La segunda se quitó la cazadora, la colgó de la llave del armario y se sentó. Aquella mañana había llevado yo un ramo de tulipanes de casa y los estaba arreglando en un jarrón. Se dedicó a observarme y elogió mi inusual conocimiento del ser humano. Tenía una voz viscosa. No me dio buena espina. Le discutí el elogio, asegurando que yo sabía de tulipanes, pero no del ser humano. Y añadió con muy mala idea que él sí que sabía de mí, y mucho más que yo de tulipanes. Luego se echó la cazadora al brazo y se fue.
Se le debió de ocurrir que luego tendría que presentarle a su jefe su intento de reclutarme, porque se agachó a recoger los pedacitos y los echó al interior del maletín. Luego dio un profundo suspiro y, en su derrota, lanzó el jarrón de tulipanes contra la pared.
La tercera vez se sentó y fui yo quien se quedó de pie, por que dejó el maletín encima de mi silla. No me atreví a ponerlo en el suelo. Me insultó llamándome tonta de remate, vaga y zorra más echada a perder que una perra vagabunda. Movió los tulipanes justo hasta el borde del escritorio, y plantó en el medio del tablero una hoja de papel y un bolígrafo. Gritó: ¡escribe! Yo, de pie, me puse a escribir lo que me dictaba: mi nombre y mi fecha de nacimiento y mi dirección. Luego escribí que, con independencia del grado de parentesco más cercano o más lejano, no le diría a nadie que —y entonces llegó la palabra horrible— colaborez. Esa palabra ya no la escribí. Dejé el bolígrafo en la mesa, fui hacia la ventana y me asomé a la calle polvorienta. No estaba asfaltada, tenía un montón de baches y casas jorobadas. Aquella ruina de calle sigue llamándose hoy Strada Gloriei, calle de la Gloria. En la calle de la Gloria había un gato subido en una morera sin hojas. Era el gato de la fábrica, tenía una oreja rajada. Por encima de él se veía un sol temprano, como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul (“No tengo carácter para eso”). Se lo dije a la calle del otro lado de la ventana. La palabra “carácter” puso histérico al tipo de los servicios secretos. Hizo pedazos el papel y los tiró al suelo. Se le debió de ocurrir que luego tendría que presentarle a su jefe su intento de reclutarme, porque se agachó a recoger los pedacitos y los echó al interior del maletín. Luego dio un profundo suspiro y, en su derrota, lanzó el jarrón de tulipanes contra la pared. El jarrón se hizo añicos y sonó a crujido, como si hubiera dientes en el aire. Con el maletín bajo el brazo añadió en voz baja: “Ya te arrepentirás; te tiraremos al río”. Yo dije como para mí misma: “Si firmo eso, no podré seguir viviendo conmigo y tendré que hacerlo yo. Mejor que lo hagan ustedes”. Ahí ya estaba abierta la puerta de la oficina y él se había marchado. Y, en la calle de la Gloria, el gato de la fábrica ya se había subido al tejado de un salto. La rama del árbol le servía de trampolín.
Al día siguiente empezaron a hacerme la vida imposible. Tenía que irme de la fábrica. Todas las mañanas, a las seis y media, tenía que presentarme en el despacho del director. Todas las mañanas estaba acompañado por el jefe del sindicato y el secretario del Partido. Igual que, en tiempos, todas las mañanas me preguntaba mi madre: “¿Llevas un pañuelo?”. Todas las mañanas me preguntaba el director: “¿Has encontrado otro trabajo?”. Yo siempre le respondía lo mismo: “No lo estoy buscando. Me gusta trabajar en esta fábrica. Quiero quedarme aquí hasta la jubilación”.
Una mañana llegué al trabajo y me encontré con mis gruesos diccionarios en el suelo del pasillo, junto a la puerta de la oficina. La abrí y, en mi mesa, se sentaba ahora un ingeniero. Dijo: “Aquí se llama a la puerta para entrar. Este es mi sitio, a ti aquí no se te ha perdido nada”. Irme a casa no podía, porque eso les habría dado una excusa para despedirme por ausentarme de mi puesto de trabajo sin justificación. No tenía despacho, y, sin embargo, ahora sí que tenía que acudir al trabajo cada mañana como si no pasara nada; no podía faltar bajo ningún concepto.
«No puedo dejarte pasar. Todos dicen que eres una espía». El acoso se había dejado en manos de los de abajo, haciendo correr ese rumor entre los compañeros. Eso fue lo peor.
Al principio, mi amiga, a la que cada tarde le contaba todo durante el camino de vuelta por aquella misérrima Strada Gloriei, me hacía un hueco en su propia mesa. Pero una mañana salió a la puerta de la oficina y me dijo: «No puedo dejarte pasar. Todos dicen que eres una espía». El acoso se había dejado en manos de los de abajo, haciendo correr ese rumor entre los compañeros. Eso fue lo peor. De los ataques te puedes defender; frente a la calumnia estás perdido. Cada día, contaba con que podía pasarme cualquier cosa, incluso perder la vida. Pero con aquella maldad no podía. Ningún cálculo lograba hacerla soportable. La calumnia te inunda de suciedad; te ahogas porque no puedes defenderte. A ojos de mis compañeros era exactamente aquello que me había negado a ser. De haberme prestado a espiarlos, habrían confiado en mí sin enterarse de nada. En el fondo, me estaban castigando por protegerlos.
Como no podía faltar al trabajo bajo ningún concepto, pero no tenía ni mesa y mi amiga ya no podía dejarme utilizar la suya, me encontré en las escaleras sin saber qué hacer. Las subí y bajé unas cuantas veces… y, de repente, volví a ser la niña de mi madre, pues «llevaba un pañuelo». Lo extendí en un escalón, entre el primer y el segundo piso, lo alisé bien para que se quedara bien colocado y me senté encima. Me puse los diccionarios en las rodillas y empecé a traducir las descripciones de las máquinas hidráulicas. Yo me había convertido en una broma de las escaleras, y mi oficina, en un pañuelo. Durante el descanso para comer, mi amiga se sentaba conmigo. Seguíamos comiendo juntas como antes, primero en mi oficina y después en la suya. Por el altavoz del patio seguían oyéndose los coros de trabajadores con sus cánticos sobre el gozo del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Tenía que mantenerme dura. Durante mucho tiempo. Varias semanas eternas, hasta que me despidieron.
Durante aquellas semanas en que fui la broma de las escaleras, se me ocurrió buscar la palabra «escalera» en el diccionario, a ver qué descubría sobre ella. El primer escalón de una escalera se llama «arranque», y el último, «desembarco». La parte horizontal donde se apoya el pie, la «huella», va sobre la «contrahuella». Curiosamente, en alemán se llama Treppenwange, que sería literalmente: la «mejilla de la escalera». Y luego el hueco de la escalera se llama también «ojo de la escalera». Por mis traducciones conocía palabras muy bonitas que designan las piezas de las máquinas hidráulicas y pringadas…
- Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío. Herta Müller. Traducción de Isabel García Adánez (Siruela).
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