
Detalle de la portada de ‘El ser que cuenta’, de Víctor Gómez Pin (Acantillado). /WMagazín
La singularidad humana frente a la inteligencia artificial: de la creatividad y el pensamiento a la fragilidad como valores
El filósofo español presenta en 'El ser que cuenta' el vértigo e inestabilidad ante la aceleración de la IA que ha llevado a cuestionar la singularidad humana. Un ensayo iluminador que no solo reivindica ese valor, sino que recuerda grandezas de lo que somos
Presentación WMagazín Las preguntas sobre nuestra condición de humanos y nuestro lugar en el universo cada vez son más desafiantes, inquietantes e interesantes. El avance acelerado de la ciencia y la tecnología artificial ha despertado viejas preguntas y reformulado otras, al tiempo que pone a prueba la capacidad y recursos de la inteligencia humana. Y de su creatividad. El filósofo español Víctor Gómez Pin analiza en su libro El ser que cuenta. La disputa sobre la singularidad humana (Acantilado) y el que, hasta muy recientemente, la convicción de la radical singularidad del ser humano era algo generalmente compartido. Sin embargo, hoy disciplinas como la genética y la inteligencia artificial parecen cuestionar esta certeza. Se sugiere así que el ser humano debería bajar de su podio, contemplarse como un contingente y tardío escalón en la historia evolutiva, que quizá se verá superado y reemplazado por entidades que un día se referirán a nosotros como nosotros nos referimos a especies hoy desaparecidas.
WMagazín publica un pasaje de este libro iluminador donde Gómez Pin “desbroza la tesis reduccionista, con escrupuloso respeto a las disciplinas en las que ésta busca apoyo, y propone razones para reivindicar la excepcionalidad del animal humano, el peso de nuestra frágil y abisal inteligencia: una inteligencia surgida de la vida, pero capaz de ser testigo de la misma y proyectar la forja de entidades que podrían ser homologables a ella misma. Por su ansia de contar y su empeño en dar cuenta de las cosas, el humano importa, es decir, se alza como el ser que cuenta”.
El ser que cuenta. La disputa sobre la singularidad humana es una obra que más que reivindicar nuestra condición humana, nos recuerda lo que somos, ilumina aspectos esenciales, intrínsecos e irreemplazables que nos hacen lo que somos. Donde el pensamiento, la creatividad, la curiosidad, el arte y la sensibilidad, incluso el asombro que despierta el alma, son nuestros. Y la fragilidad y vulnerabilidad como grandeza. Una obra necesaria para reconciliarnos con nosotros mismos. Que dialoga con el lector, que presenta una cascada de ideas maravillosas y despierta una bandada de preguntas y reflexiones, que son, precisamente, algunas de nuestras singularidades.

Víctor Gómez Pin (Barcelona, 1944) estudió Filosofía en la Sorbona, donde obtuvo el grado de docteur d’État con una investigación sobre el orden aristotélico. Catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona, ha impartido clases en diferentes universidades extranjeras y españolas. Es coordinador del International Ontology Congress, que patrocina desde hace tres decenios la UNESCO. Desde 2021 colabora en calidad de filósofo invitado con el área de Inteligencia Artificial de la Universidad Pública de Navarra. Es autor de numerosos libros, entre los últimos: Tras la Física. Arranque jónico y renacer cuántico de la filosofía (2019), El honor de los filósofos (Acantilado, 2020) y El ser que cuenta (2025). Es miembro de la academia vasca Jakiunde. Ha recibido el Premio dell’Istituto Veneto di Scienze, Lettere e Arti, así como los premios Anagrama y Espasa de Ensayo. En 2015 fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad del País Vasco.
El siguiente es un fragmento del ensayo El ser que cuenta. La disputa sobre la singularidad humana:
El ser que cuenta. La disputa sobre la singularidad humana
Por Víctor Gómez Pin
Para hacer perceptible lo reciente de la aparición del hombre y, eventualmente, lo efímero de su presencia, en ocasiones la divulgación científica recurre a una trasposición de las etapas de la evolución del universo al transcurso de una película de tres horas. La vida aparecería treinta minutos antes del final; los animales, apenas cinco minutos antes. ¿Y los humanos? Sólo serían introducidos una porción de segundo, tan ínfima que el espectador no se apercibiría de ello. Supongamos en estas condiciones que una catástrofe acarreara la desaparición de nuestra especie, por ejemplo, en el año 3000. Desde el punto de vista de lo que la ciencia puede describir, el hombre habría sido tan sólo una fracción diminuta en el devenir del cosmos. ¿Fracción insignificante? Vayamos poco a poco. Piénsese que en ella habría tenido cabida el entero transcurrir de la técnica, la ciencia, el arte, la filosofía y… el cúmulo de interrogaciones y respuestas sobre lo que tiene significativo peso y lo que es in-significante.
Sin duda la disposición humanista sigue caracterizando nuestras reacciones ante ciertos acontecimientos, y desde luego marcando nuestro lenguaje en la valoración que hacemos de los mismos. Decimos así que el comportamiento de tal o tal sátrapa es «inhumano», y, por el contrario, quien tiene un carácter empático con los débiles es calificado de «humanitario». Asimismo, quien destaca en el combate por una racional distribución del agua es honrado con un «premio de Derechos Humanos». El sentimiento de nuestra singularidad resuena tras las expresiones con las que, por ejemplo, una persona se refiere a su actitud, considerada valiente, incluso heroica, ante un dramático hecho real, que vale la pena recordar. (…)
En cualquier caso, para, digamos, bajarnos los humos, al argumento indiscutible de que en la historia del cosmos la especie humana es sólo un momento (es decir, algo con arranque e inevitable fin) y a la proliferación de noticias contrastadas que, un día y otro, enfatizan nuestro parentesco con otras especies (reforzando las asociaciones que claman por la implementación de nuestros deberes con los animales), se añaden hoy los avances en la llamada «inteligencia artificial»; avances que dejan literalmente atónito y posibilitan la relativización de lo humano por un polo contrapuesto al de la vida, ante el cual los posicionamientos humanistas encuentran a priori inesperadas dificultades. (…)
¿Máquinas creativas?
«Me presenté para saber si [los jurados de] los concursos están preparados para enfrentarse a imágenes realizadas por inteligencia artificial. No lo están», declaraba en abril de 2023 Boris Eldagsen, tras renunciar al Sony World Photography Award que distinguía con el primer premio la imagen «The Electrician», de la serie Pseudomnesia, presentada por Eldagsen…, pero no realizada por él ni por otro ser humano, sino por un artefacto. Eldagsen enfatizaba el hecho de que, al no tratarse de una fotografía (no había personas reales cuya imagen hubiera sido captada por el artefacto), sino de una construcción, carecía de sentido su presencia en un concurso fotográfico.
El hecho es que un ser humano concibió el proyecto, y lo hizo barruntando que el jurado podría llegar a considerar fotografía una imagen sintetizada por un algoritmo. Pero hay un segundo asunto. Susceptible o no de confundir a un jurado, cuyos miembros cabe suponer a la vez sensibles y eruditos, ¿es realmente esta imagen una obra de arte? «The Electrician» es, desde luego, una imagen impactante e inquietante. Su impacto emocional es inmediato y, al no ser un sentimiento moral ni cognitivo, ¿cómo no vincularlo al efecto producido en el espíritu humano por la obra de arte? Si varias personas presentes ante la imagen se mostraran (¡no digo que fuera el caso!) de acuerdo en que están experimentando una emoción artística, ¿podríamos, como consecuencia de este efecto coral, concluir que hay obras de arte no vinculadas a lo humano?
Esto constituye una cuestión filosófica central, enmarcada en la interrogación general sobre lo que diferencia el funcionamiento del espíritu humano en la actividad artística (receptiva o creativa) de su funcionamiento en operaciones cognoscitivas, las cuales implican que haya criterio objetivo de verificación (así, «La tierra gira en torno al sol», «Doce es divisible por tres», etcétera), pero también del funcionamiento del espíritu cuando responde a imperativos éticos. La cuestión, claro está, es determinar si redes neuronales (u otras modalidades de entidad artificial) pueden ser homologadas a la mente humana en cada una de estas funciones. (…)
¿»Singularidad tecnológica»?
En el caso particular de la actividad cognoscitiva susceptible de ser verificada con objetividad, la homologación entre humanos y algoritmos supondría que la eventual desaparición del hombre no sería óbice para la permanencia de esa modalidad de la capacidad de razonar que es la ciencia. Simplemente ésta tendría nuevos e inesperados protagonistas, quienes, tras la fecha hipotética del final de nuestra especie, seguirían dando testimonio científico de nuestra pasajera presencia, como hoy nosotros damos testimonio de la pasajera presencia del bucardo.
Si a esta homologación en el registro del conocimiento se añadiera la homologación en la capacidad creativa y en la facultad moral (con su corolario de organización social bajo reglas), cabría decir sin más que la desaparición del hombre no sería óbice para la persistencia de una civilización. Incluso podría especularse con la idea de que esta desaparición de los humanos se habría debido a una suerte de lucha por la subsistencia, en la que los más adecuados para las circunstancias, en este caso los de inteligencia más poderosa, habrían hecho inviable la persistencia de los seres humanos. Es lo que algunos denominan «singularidad tecnológica» hipótesis avanzada por Alan Turing en 1951 y recogida por Von Neumann, quien evocaba la posibilidad de una discontinuidad o singularidad en el proceso evolutivo, la cual supondría algo análogo a la discontinuidad que constituyó la aparición del ser humano y tendría como precio su desaparición.
No es ocioso señalar que si la causa de esta sustitución fuera tan sólo la inversión del control y la toma del poder por parte de las máquinas, ello no significaría por fuerza que la máquina nos superaría en inteligencia, sino quizá (como tantas veces ha ocurrido) en potencia bruta. Pues, dado el abismal consumo energético que requiere el funcionamiento de una supercomputadora, que la capacidad adaptativa de su cerebro no fuera mayor que la de un cerebro humano sería casi algo contrario a la economía natural. Se puede ser menos frágil siendo a la vez espiritualmente menos dotado, con lo cual no estoy diciendo que haya que negar a priori capacidades espirituales a una posible máquina (desde luego, de momento aún no presentes). En última instancia, la variable fundamental en el debate es qué se entiende por espiritualidad y qué se entiende por inteligencia, pero también qué se entiende por singularidad.
Como veremos, la singularidad que constituyó la aparición del ser humano implicó una auténtica ruptura cualitativa, una emergencia en la que, a partir de los elementos de la vida y de su entorno, apareció algo realmente nuevo, es decir, que no se reduce a la combinación de lo ya dado. Creo que esto es lo que tenían en mente Von Neumann y, más cerca de nosotros, el divulgador Vernor Vinge. Si se tratara simplemente de la sustitución de la inteligencia humana por otra inteligencia, aun suponiendo que reuniera todos los atributos de la anterior, puede que singularidad no sea el término adecuado. Para que la sustitución de la inteligencia humana constituyera una auténtica emergencia tendría que aparecer algo jamás contemplado, dotado no sólo de las capacidades de juicio cognitivo, moral y estético que caracterizan a nuestra inteligencia, sino también de otras formas de juicio que (por la hipótesis misma de la deficiencia de nuestra inteligencia) no podemos concebir, aunque tal vez sí sería quizá posible imaginar.
- El ser que cuenta. La disputa sobre la singularidad humana. Víctor Gómez Pin (Acantilado).
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