
Fotograma de la película ‘La sociedad de la nieve’, de Juan Antonio Bayona, basada en el libro homónimo de Pablo Vierci (Alrevés). /WMagazín
‘La sociedad de la nieve’, el libro coral de los sobrevivientes del accidente de los Andes en que se basa la película
El director de cine español J.A. Bayona triunfa en los Premios Goya 2024 con 12 galardones, incluidos Mejor Película y Director. WMagazín publica un pasaje de la obra original, de editorial Alrevés, y una reseña de la misma, del escritor, periodista y guionista uruguayo narrada con gran sensibilidad
Presentación WMagazín Esta es la historia de un milagro real conocido por muchos, pero contado desde dentro. El de un milagro logrado por la solidaridad de las personas que sobrevivieron a un accidente aéreo en un lugar imposible de la cordillera de los Andes: el Valle de las Lágrimas, a más de cuatro mil metros de altura, 36 grados bajo cero, sin abrigo ni alimentos. El 13 de octubre de 1972, el vuelo 571 de un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, que se dirigía de Montevideo a Santiago de Chile, con 45 personas, con una media de edad de veinte años, se estrelló. Dieciséis personas murieron en el impacto o pocas horas después, trece en las semanas siguientes, así, la relación entre víctimas y sobrevivientes se invirtió y solo regresaron con vida dieciséis. El último de ellos fue rescatado el 23 de diciembre de ese mismo año, 72 días después del accidente.
Esa historia la reconstruyó Pablo Vierci (Montevideo, Uruguay, 1950) con las voces de los sobrevivientes en el libro La sociedad de le nieve. El relato de los sobrevivientes de los Andes 50 años después del accidente (Alrevés). Su adaptación cinematográfica, dirigida por el español Juan Antonio Bayona, ganó doce premios Goya, incluidos los de Mejor Película y director, y está nominada a los Oscar como Mejor Película Internacional y Maquillaje.
WMagazín publica un fragmento de este libro escrito con respeto, delicadeza, sensibilidad, íntimo, humano y muy sensorial. El coro de voces de esta obra muestra el lado más noble del ser humano ante el abismo de la tragedia, cómo la solidaridad y el amor a la vida, propia y ajenas, fue determinante. Una lectura sobre el abismo de la tragedia y la solidaridad humana.
Pablo Vierci fue compañero de colegio de los sobrevivientes y de muchos de los que murieron. El escritor, periodista y guionista recrea a través de sus voces el mundo del que provenían, los momentos previos al accidente, las ilusiones de la víspera, la experiencia en la montaña, el miedo, el laberinto ante las dudas y preguntas, la decisión de alimentarse de los cuerpos de sus compañeros, la expedición en busca de ayuda, la espera infinita, la incertidumbre ante el silencio, la emoción ante el sonido de los helicópteros, los días posteriores al rescate y la vida que siguió a la tragedia.
En La sociedad de la nieve escuchamos y vemos a quienes volvieron, y también a los que no regresaron, perdidos en el mortal blanco helado de los Andes. Allí, quienes sobrevivieron crearon una sociedad diferente a todas las conocidas, marcada por un pacto de entrega mutua. Desbarataron la creencia de que ante situaciones límite de un grupo de personas en el ser humano aparece la jauría.
Pablo Vierci comenzó a escribir este libro en 1973 y lo publicó en 2009. Ese inicio temprano es uno de los motivos por los que la recreación es tan precisa. Los recuerdos aún estaban frescos. «Pero, por encima de todo, tal vez sea por eso que consiga aproximarnos a lo que está más allá de la anécdota, donde el estallido del accidente se recompone en un mosaico grandioso, donde se proyectan dieciséis cordilleras”, señala la editorial.
La mirada cinematográfica que ofrece Juan Antonio Bayona frente a la misma historia que rodó Frank Marshall de 1993, ¡Viven!, es que lo hace desde la voz de sus diferentes personajes, que entonces apenas rondaban los 20 años. Una muestra de cooperación, liderazgo y conciencia dolorosa sobre lo que tuvieron que hacer para poder seguir viviendo. El paso de la alegría de la vida al miedo absoluto ante la sombra de la muerte que avanza sobre ellos, las dudas sobre qué hacer para sobrevivir, un viaje por sus pensamientos, ideas y emociones y las lágrimas ante la vuelta a la vida.
El siguiente es un fragmento del libro La sociedad de le nieve. El relato de los sobrevivientes de los Andes 50 años después del accidente, de Pablo Vierci:

'La sociedad de la nieve'
Por Pablo Vierci
Marzo de 2006: volver a la montaña
Subir hasta el glaciar en el Valle de las Lágrimas en marzo de 2006, donde está sepultado el fuselaje del F571 que cayó en 1972 en la falda de las sierras de San Hilario, entre los volcanes Tinguiririca y Sosneado, fue una experiencia temeraria.
Requiere un largo recorrido, con un ascenso lento de dos días a caballo por senderos improvisados por cabras o caballos, de menos de medio metro de ancho, con el precipicio al costado, en una cordillera que cambia de continuo los paisajes y las alturas, pero donde siempre está el vértigo del riesgo inminente.
(…)
Cuando dos días después se arriba al Valle de las Lágrimas, a casi cuatro mil metros de altura, en el centro mismo de la cordillera de los Andes, en la frontera entre Chile y Argentina, el panorama es grandioso y aterrador. Parece un anfiteatro monumental: al centro, sobre un promontorio de rocas, hay una cruz de hierro, donde están enterrados los restos de los muertos del accidente. Al sur se divisa una interminable sucesión de montañas y picos que llegan hasta el Cabo de Hornos, al final del continente. Al norte, con un paisaje similar, se extiende hasta Panamá, desplegando sus 7.240 kilómetros de extensión y conformando un macizo montañoso más largo que el Himalaya; al oeste la vista se estrella contra una pared de rocas y hielo de 5.180 metros de altura, las sierras de San Hilario, tan imponente que impide siquiera imaginarse el horizonte. Hacia atrás, al este, se regresa a la Argentina, por donde llegó el grupo a caballo. Los interminables picos nevados terminan, en la lejanía neblinosa del este, en el más alto de todos: el volcán Sosneado, de seis mil metros de altura. En medio de ese paisaje de fin del mundo, reina un silencio inorgánico, sacudido de cuando en cuando por la violencia del viento y el crujido del glaciar.
Es necesario abandonar los caballos, que deben bajar mil metros antes de que el sol se esconda entre las montañas para no morir congelados. Luego el grupo debe caminar otros ochocientos metros al oeste de la cruz de hierro hasta el lugar exacto donde está enterrado el fuselaje del Fairchild, en medio del glaciar. Falta el oxígeno, cada paso exige un esfuerzo superior al anterior. Náuseas, confusión y jaqueca, el mal de altura comienza a insinuarse entre los menos habituados a la alta montaña.
En el grupo vienen cuatro sobrevivientes del accidente de 1972: Roberto Canessa, Gustavo Zerbino, Adolfo Strauch y Ramón «Moncho» Sabella. Además, los acompaña Juan Pedro Nicola, cuyos padres fallecieron en el accidente. Como todos en el grupo, viene con su hijo, para que conozca la tumba donde descansan los restos de los abuelos y de los otros que nunca regresaron. El hijo observa a su padre que está absorto, con la vista perdida en las cinco agujas de piedra donde se estrelló el avión.
(…)
El paisaje que vio Gustavo Zerbino el 13 de octubre de 1972, a las 15:35, instantes después del accidente, cuando el fuselaje destartalado se detuvo en medio del glaciar, después de deslizarse a velocidad arrebatada, zigzagueante, sorteando conjuntos rocosos que asoman sobre la ladera de nieve, ha cambiado poco en estos treinta y cuatro años. Lo primero que él vio, al sur, fueron las abruptas pendientes cubiertas de nieve y coronadas en la cima por las puntas de piedra que instantes antes observaba Juan Pedro Nicola. Las más elevadas son las de los extremos, contra una de ellas pegó el ala izquierda del avión, y contra las del medio su vientre, cuando se desplazaba con los motores rugiendo al máximo, en un intento desesperado por esquivar una colisión que a esa altura, perdido el rumbo por completo, resultaba inevitable. (…) El 13 de octubre de 1972, a las 15:37, Gustavo Zerbino, con diecinueve años, perteneciente al grupo de los menores, experimentaba lo mismo que ahora. Le faltaba el aire, no tenía fuerzas, lo acosaba la jaqueca y estaba muy confundido. Ha resultado ileso y debe ayudar a su amigo Roberto Canessa, con la misma edad, a salir de la trampa donde está inmovilizado, debajo de dos asientos arrancados de cuajo que lo han atrapado entre hierros filosos y en punta. De inmediato, entre los dos, empiezan a retirar los asientos que aprisionan a los heridos y a los que están enteros. Para mover algunos cadáveres que están entreverados en los hierros retorcidos y los destrozos del fuselaje, deben atarlos de los pies, con los cinturones de seguridad, y arrastrarlos entre cuatro hasta la nieve, para colocarlos boca abajo, allí nomás, a tres metros del desastre.
Gustavo arremete con decisión para ayudar en lo que puede. No hay tiempo para pensar, sólo para colaborar con Roberto, que mientras cura a un herido, le toma el pulso a un moribundo, instantes antes de hacer un torniquete de urgencia para evitar que se desangre Fernando Vázquez, a quien la hélice del ala derecha que salió disparada y embistió contra el aparato le cercenó una pierna. Luego le endereza la tibia rota a Álvaro Mangino, la coloca en su lugar y lo aparta del camino: ya está atendido. Ahora le toca el turno al siguiente, un compañero que está acurrucado entre los hierros, temblando, con una herida en el estómago. De pronto se incorpora para mostrarle a Gustavo el tubo de metal que tiene clavado en las entrañas.
-No me duele, sólo tengo frío -le dice Enrique Platero.
(…)
De pie, junto a la cruz de hierro, con el brazo sobre el hombro de Roberto Canessa, Gustavo Zerbino vibra como si estuviera en un presente continuado. La noche anterior, en el campamento-base El Barroso, en una carpa de alta montaña que compartió con uno de sus hijos, a mitad de camino rumbo al Valle de las Lágrimas, no consiguió dormir, acosado por náuseas y pesadillas. Cuando amanece, monta su caballo y asciende en silencio, internándose en el tiempo. Cuando llega a precisar el Valle de las Lágrimas, ya está a bordo del F571. Su relato, ahora, se ahoga con suspiros, se quebranta con recuerdos tan vívidos que llega a experimentar que da un paso hacia atrás, como hizo en 1972, para salir de los restos espectrales del avión partido.
En el instante en que el avión golpeaba contra la aguja de piedra, a las 15:30, tras un pozo de aire interminable, inconscientemente se quitó el cinturón de seguridad y se puso de pie en el pasillo, tomando con todas sus fuerzas los soportes metálicos que separaban los valijeros, para no volar con el golpe. Sintió el impacto, luego los chiflones de viento helado y nieve que le castigaban la cabeza, la espalda y las piernas, y contó los segundos interminables que demoró el cono partido del avión patinando sobre el hielo, hasta detenerse abruptamente, aplastando asientos y gente contra el compartimiento del equipaje y de los pilotos.
Roberto Canessa siente el impacto del ala contra las rocas y se toma con todas sus fuerzas del asiento de adelante. Impetuosamente le vienen a la mente imágenes sueltas, confusas, que lo llevan a un único desenlace: está protagonizando un accidente aéreo en la cordillera de los Andes. De un segundo a otro se estrellará contra la montaña y conocerá lo que se esconde del otro lado de la vida.
- La sociedad de le nieve. El relato de los sobrevivientes de los Andes 50 años después del accidente. Pablo Vierci (Alrevés).
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