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Detalle de la portada del libro ‘El huerto de Emerson’, de Luis Landero (Tusquets). /WMagazín

La vida sin máscaras de Landero, Chirbes, Muñoz Molina, Wiener, Hidalgo Bayal y Ana Iris Simón

Los autores reconstruyen sus mundos más allá de sí mismos. Elegimos a seis escritores con pasajes de sus respectivas obras en territorios fronterizos de los géneros literarios

Los recuerdos y las evocaciones muy personales narradas sin máscaras de manera muy literaria a través de diarios, novelas o libros que escapan a etiquetas de géneros es una de las principales características literarias de los últimos tiempos. No es la tradicional autoficción, ni es el autor buscando desnudar sus intimidades entre exorcismos, remordimientos o saldando cuentas al estilo Karl Ove Knausgård o Rachel Cusk que han marcado una línea en la última década. Son más vidas pensadas para ser literatura. Las fronteras son difusas, pero algunos ejemplos pueden ser iluminadores: Ordesa, de Manuel Vilas, o A corazón abierto, de Elvira Lindo; o en otros idiomas, y un poco más atrás en el tiempo, un referente sería Verano, de J. M. Coetzee.

Es la memoria y la vivencia directa del autor que busca ser fiel a los hechos, pero con esa mirada cósmica en la cual el tiempo le ha permitido ver un tema claro, el dibujo completo del tejido del destino. El autor como materia prima, siempre lo es, pero aquí con conciencia clara y literaria para organizar y poner en orden su vida, con sus propios recuerdos domesticados. Su vida no como una isla en mitad de un océano extraviado, sino como una isla de un archipiélago donde las orillas casi se tocan y forman parte de un todo, como si cuando los autores escribieron estos libros hubieran tenido delante los versos de John Donne: «Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, parte del todo». En esa línea literaria están los libros de recientes de escritores como:

Gonzalo Hidalgo Bayal que en los relatos de Hervaciana (Tusquets) reconstruye el mundo de su infancia y con ella la creación y expansión de un universo.

Gabriela Wiener que levantó en Huaco retrato (Literatura Random House) nueva acta sobre su vida y su linaje que es el Latinoamérica.

Antonio Muñoz Molina que en Volver a dónde (Seix Barral) levanta un mapa de su vida y pensamiento con recuerdos recientes y mas antiguos que son uno solo.

Ana Iris Simón que en Feria (Círculo de Tiza) recrea el mundo de su infancia donde terminaron los mundos de sus padres y sus abuelos cambiados por la modernidad.

Luis Landero que con sus fragmentos de vida en El huerto de Emerson (Tusquets) crea un mosaico biográfico y del vivir.

Rafael Chirbes que convirtió lo íntimo en público en Diarios. A ratos perdidos 1 y 2 (Anagrama) escritos a lo largo del tiempo con apuntes sobre su vida personal y literaria que revisó y convirtió en literatura.

Para conocer y adentrarse en esos mundos, y escuchar las voces de sus autores cargadas de memoria, reflexiones, poesía, temblores, dudas, sueños, incertidumbres, esperanzas, enfados, deseos y toda la gama de sensaciones y sentimientos del ser humanos hemos elegido algunos pasajes de sus libros que puedes leer a continuación:

Seis de los libros que abordan los recuerdos personales desde la novela o los diarios. /WMagazín

Recuerdos y memoria

Hervaciana, de Gonzalo Hidalgo Bayal

«Por lo demás, no puedo decir que me olvidara de Adames por completo, pero tampoco que lo recordara a menudo: supongo que su imagen, su figura, su voz y sus escritos se fueron desvaneciendo en la memoria o fueron poco a poco desalojados de modo imperceptible por otras novedades, otros fervores, otras aflicciones.

Tampoco sé en qué momento al cabo de los años surgió de nuevo el nombre de Adames y cómo me vi de pronto recuperando con nostalgia las viejas tardes de charla y de poesía y de manuscritos. Tal vez cuando empecé a alimentar algunas certidumbres invernales, pero no puedo asegurarlo. Sí recuerdo, en cambio, que la añoranza de la edad llevó a la evocación, que en la evocación se amontonaron ecos de atardeceres, memoria de la lluvia, titubeos de la voz, su imagen impasible junto a la ventana, de espaldas al patio, y que de la evocación surgió un interrogante: ¿qué habrá sido de Adames? Y se fueron añadiendo enseguida más y más interrogantes, de entre los que destacó sobre todos uno: ¿habría publicado algún libro? Sería lo normal. Lo extraño sería lo contrario. Y también sería normal que yo no tuviera noticia de ello. Al fin y al cabo, la poesía es tan discreta que apenas nadie advierte su existencia, menos aún su presencia. Así pues, en el caso de que Adames hubiera publicado algún libro habría corrido la misma suerte que otros tantos y tantos poetas: buenos, malos, regulares y excelsos. Tampoco cambiaría mucho la cosa si se hubiera entregado a otros géneros y a otras escrituras. No sé si escribir en España sigue siendo llorar, pero sí es, desde luego, una de las formas del anonimato».

Huaco retrato, de Gabriela Wiener

«Lo más extraño de estar sola aquí, en París, en la sala de un museo etnográfico, casi debajo de la Torre Eiffel, es pensar que todas esas figurillas que se parecen a mí fueron arrancadas del patrimonio cultural de mi país por un hombre del que llevo el apellido.

Mi reflejo se mezcla en la vitrina con los contornos de estos personajes de piel marrón, ojos como pequeñas heridas brillantes, narices y pómulos de bronce tan pulidos como los míos hasta formar una sola composición, hierática, naturalista. Un tatarabuelo es apenas un vestigio en la vida de alguien, pero no si este se ha llevado a Europa la friolera de cuatro mil piezas precolombinas. Y su mayor mérito es no haber encontrado Machu Picchu, pero haber estado cerca.

El Musée du quai Branly se encuentra en el VII Distrito, en el centro del muelle del mismo nombre, y es uno de esos museos europeos que acogen grandes colecciones de arte no occidental, de América, Asia, África y Oceanía. O sea que son museos muy bonitos levantados sobre cosas muy feas. Como si alguien creyera que pintando los techos con diseños de arte aborigen australiano y poniendo un montón de palmeras en los pasillos, nos fuéramos a sentir un poco como en casa y a olvidar que todo lo que hay aquí debería estar a miles de kilómetros. Incluyéndome.

He aprovechado un viaje de trabajo para venir por fin a conocer la colección de Charles Wiener. Cada vez que entro a sitios como este tengo que resistir las ganas de reclamarlo todo como mío y pedir que me lo devuelvan en nombre del Estado peruano, una sensación que se vuelve más fuerte en la sala que lleva mi apellido y que está llena de figuras de cerámica antropomorfas y zoomorfas de diversas culturas prehispánicas de más de mil años de antigüedad. Intento encontrar alguna propuesta de recorrido, algo que contextualice las piezas en el tiempo, pero están exhibidas de manera inconexa y aislada, y nombradas solo con inscripciones vagas o genéricas. Le hago varias fotos al muro en el que se lee «Mission de M. Wiener», como cuando viajé a Alemania y vi con dudosa satisfacción mi apellido por todas partes. Wiener es uno de esos apellidos derivados de lugares, como Epstein, Aurbach o Guinzberg. Algunas comunidades judías solían adoptar los nombres de sus ciudades y pueblos por una cuestión afectiva. Wiener es un gentilicio, significa «de Viena» en alemán. Como las salchichas. Tardo unos segundos en darme cuenta de que la M. es la de M. de Monsieur».

Volver a dónde, de Antonio Muñoz Molina

«Ahora he adquirido la costumbre de sentarme a la caída de la noche en el balcón. No es algo que haya decidido hacer. Me da la impresión de que cada vez hace falta decidir menos cosas. Las costumbres ya están asentadas cuando uno se vuelve consciente de ellas. Salgo al balcón, recién terminada la cena, en el anochecer caliente, con una copa en la que todavía queda un poco de vino, el último trago tan sabroso. Vengo a regar mis plantas y a hacerles compañía. Vengo a observar la vista desde mi tercer piso. El mundo tiene ahora dimensiones abarcables. Veo la esquina de la calle O’Donnell con Fernán González. Veo un poco más allá la torre de Valencia, que tapa la vista del Retiro, y un horizonte que se extiende en dirección a la Puerta de Alcalá, Cibeles, la Gran Vía. Ese horizonte se vuelve rojo en los atardeceres. Se hace de noche pero el cielo no está oscuro del todo. Se nota en el espectáculo del mundo la fatiga de estos días que son los más largos del año. Hay como una extenuación de la luz. Todavía quedan vencejos volando muy alto sobre las terrazas. En torno a la claridad de las farolas se ven revoloteando unos pocos insectos. Los enjambres de otros tiempos no muy lejanos ya han desaparecido: una hecatombe está sucediendo sin que casi nadie repare en ella, un apocalipsis secreto. A los vencejos, a los murciélagos y a las salamanquesas les será muy difícil encontrar alimento.

Hasta hace unos días esta era una hora misteriosa, hasta que terminó el estado de alarma».

Feria, de Ana Iris Simón

«Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad. Cuanado lo digo en alto siempre hay quien pone cara de extrañeza y me responde cosas como que a mi edad mis padres habían viajado la mitad que yo o que a ellos envidia ninguna, que tiene que hacer muchas cosas «antes de asentarse». Que ahora somos más libres y que nuesttros padres no pudieron estudiar dos carreras y un mçaster en inglés ni se pegaron un año comiendo Doritos y copulando desordenadamente en Bruselas gracias a eso que llaman Erasmus y que no es sino una estrategia de unión dinástica del siglo XXI, una subvención para que las clases medias europeas se crucen entre ellas y se pillen ETS europeas y celebren que eso era Europa y eso era la europeidad y que para eso hemos quedado los nietos de Homero y Platón.

El caso es que con mi edad mis padres tenían una cría de siete años y un adosado en Ontígola, provincia de Toledo. La Ana Mari acababa de dejar de fumar y con el dinero que ahorro en tabaco se compró la Thermomix y eso a mí me da envidia, y cunado lo digo la gente piensa con frecuencia que soy gilipollas y en respuesto lo que pienso yo es «tienes treinta y dos, cobras mil euros al mes, compartes piso y las muchas cosas que tienes que hacer ‘antes de asentarte’ son ahorrar durante un año para irte a Tailandia diez días aunque en la vida te hayas interesado por qué pasa o qué hay en Tailandia, comerte una pastilla y hacerle arrumacos a tus colegas en festivales en los que no coneces ni a medio cartel pero tiens que fingir que sí y creer que las series que eliges ver y loslibros de Blackie que eliges leer forman parte de tu identidad como individuo». Esto no lo digo yo, claro, esto me lo callo».

El huerto de Emerson, de Luis Landero

«Pero quizá el jardín de mi memoria se ha marchitado ya, como dice un personaje de Pamuk, y ya no me queda sino hacer como aquellas mujeres que iban a la rebusca de espigas, uvas o aceitunas después de la recolección. A rebañar las sobras del banquete. Pero no: basta ponerse en marcha e iniciar la aventura para comprobar que la memoria, como la imaginación, es un pozo sin
fondo. Y eso es lo que quiero hacer en mi cua
derno nuevo, salir a los caminos en busca de prodigios. Siempre he planeado mucho mis libros, pero esta vez quiero que el libro se vaya haciendo solo, y que él solo vaya tomando la forma que mejor le parezca. No pensar demasiado sino dejarse llevar por el fluir de la escritura. Ya se encargará la lengua, con su infinita fantasía, de rejuvenecer tus viejas viñas. Al calor de las palabras, todo de pronto parece nuevo y recién inventado. Así ha sido siempre. Por mucho que idees y que imagines y proyectes, hasta que no está escrito no sabes de verdad lo que has ideado, imaginado y proyectado. No sé cómo engarzaré los lances y episodios que vayan surgiendo en el camino: la escritura me lo dirá. A veces el quiebro de una
frase vale más que la luminosa geometría de un
algoritmo narrativo.

Confía en el lenguaje, me digo, ese sutil ejército capaz de descubrir y conquistar las más ignotas tierras, de hacer reales y tangibles hasta los mismos espejismos. Deja que las palabras fluyan, no las obligues ni aún menos las maltrates, haz con maña y dulzura tu oficio de pastor, y deja que ellas busquen los mejores pastos, que hagan sonar sus esquilas a su ritmo y manera. Tú cuida solo
de que no se desmanden. Guíalas y déjate guiar
por ellas, porque eres su pastor y también su sirviente».

Diarios. A ratos perdidos 1 y 2, de Rafael Chirbes

«1984

Abril de 1984

En el amor, hay que ver qué prisa se da uno por cargarse de recuerdos comunes: libros, discos, lugares, mots de famille: como si no fuera precisamente toda esa ganga la que te hace pagar un elevado precio a la hora de la ruptura. Una vez que la historia de amor se acaba, esos objetos, sonidos, lugares o caras que viste u oíste con la otra persona, lo que oliste y palpaste, te persiguen por todas partes, te asedian y te impiden levantar cabeza. Te acercas a la librería, vas a extraer un libro del estante, y ahí está el que a la otra persona le gustaba. Abres la puerta de la nevera y las fresas o el filete de ternera, lo que sea que ves allí dentro te pone en contacto con ella, con un gesto suyo, con una frase que dijo: te la traen, la ponen delante de ti, se interfiere entre tú y el resto del mundo. Y no hay que olvidarse del doloroso peso de los olores –el recuerdo de los olores– en cualquier separación, y en la construcción de otra historia sentimental. El cuerpo que ahora abrazas no huele como el de la otra persona, nadie huele igual que nadie. Y esa visión que te excitaba tanto y cuyo disfrute parecía el inicio de tu curación, de repente se te vuelve desagradable, repulsiva, casi siniestra, porque al abrazarla te ha llegado el olor, que en nada se parece al que esperabas, el de ese otro cuerpo que acaba de abandonarte y buscas.
Si la reflexión parece una actividad de obligado cumplimiento en cualquier asunto de la vida, en el fracaso amoroso resulta inútil y hasta peligrosa: no pensar es una forma de curarse. Conseguir una hora sin que te asalte la imagen del otro, sin darle vueltas a cuanto viviste con él, supone todo un éxito.

14 de mayo

Por vez primera en mi vida, me paso una tarde entera planchando; sí, así como suena, planchando. Yo, que soy un absoluto desastre para ese tipo de tareas entre mecánicas y domésticas (planchar, lavar, coser…), plancho arropado por un fondo musical: Arriaga, el Moldava de Smetana, La flauta mágica. Selecciono músicas como para una de esas emisiones de radio que se titulan momentos inolvidables, o melodías para soñar. Me duele tanto la fisura que planchar es el único medio que se me ocurre para permanecer de pie –la posición en la que me encuentro más cómodo– y, al mismo tiempo, evitar los pensamientos torturantes, tener la atención concentrada en algo que me resulta complicado y me veo obligado a repetir en sucesivos intentos. El olor del vaho de la ropa caliente y humedecida me trae recuerdos de infancia: la casa familiar, mi abuela, mi madre, las charlas en la cocina, el ruido de las cucharas al rozar la loza de los platos durante las comidas, el olor vegetal de los armarios perfumados con hierbas aromáticas y el del jabón; o el olor del horno de la panadería al que, además de las hogazas, llevaban a hornear cazuelas de arroz, pastissets, tortas de almendra, calabazas, cacahuetes o boniatos. La infancia como una cocina de Andersen o de los hermanos Grimm, todo cálido, apacible, el humo huele a tarta recién sacada del horno, y, de repente, el presentimiento de que algo terrible se esconde en algún sitio. Toc, toc, ¿quién eres? Enseña la patita. Soy tu fisura. Como en los cuentistas sádicos que escribieron para niños».

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Santiago Vargas

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