La voz y la máscara como espejos del ser y que definen a la persona fallecida
¿El alma del cuerpo es la cara o la voz? Los ensayos ‘La voz sombra’, de Ryoko Sekiguchi, y ‘El rostro y sus máscaras’, de Mario Satz, abordan ambas facultades y coinciden en su desdoblamiento y capacidad evocadora del pasado, de los difuntos y como moldeadores del individuo
“Me parecía que ya era una sombra amada lo que acababa de dejar perderse entre las sombras” (incluido en La voz sombra). Así se nos escurren nuestros seres queridos por el mundo de la muerte, cuando pasan de la luz de la vida a la sombra. Ambas funcionan como un reflejo, una en positivo y la otra en negativo, como en un espejo. Cuando sucede la pérdida, generalmente los vivos experimentamos tristeza porque queremos a la persona fallecida de vuelta. ¿Y acaso no es tentador hacerlos volver? ¿Mantener, aunque sea en el presente, un resquicio suyo, una huella, una sombra? Dos nuevos libros de naturalezas distintas coinciden en desgajar cuestiones sobre la cara y la voz, facciones representativas de las personas. También desvelan cierta capacidad evocadora de los difuntos a través de pequeños rituales para tratar de que regresen. Se trata de La voz sombra (Periférica), de Ryoko Sekiguchi, traductora y crítica gastronómica japonesa radicada en París; y El rostro y sus máscaras. Variaciones y constancias (Acantilado), de Mario Satz, filólogo y traductor argentino afincado en Barcelona.
Ryoko Sekiguchi (Tokio, 1970) presenta en las primeras páginas la tesis de su ensayo. Propone a los vivos una fórmula para conservar, revivir y convocar la memoria de la persona amada que hemos perdido: “El mensaje de este libro, o más bien la moraleja que se extrae de su lectura, es únicamente éste: graba la voz de tus seres queridos”. De tal forma que, al reproducir la grabación, “la voz real, por supuesto, pero también la voz grabada, cada vez que surge, se manifiesta inevitablemente en presente”. Con esta propuesta de nuevo relicario de los difuntos la autora desmantela las formas tradicionales -o más habituales en la sociedad occidental- de albergar los recuerdos, conservados generalmente en forma de fotografías o vídeos. “Las fotos son huellas, pero la voz es una extensión del cuerpo”; y añade: “liberada del cuerpo, la naturaleza de esa voz adquiere un excedente de presente. Cercana a la respiración, la voz puede ser a un tiempo concreta y etérea; no diría abstracta, pues no lo es”. La escritora, que ya obtuvo buenas críticas con Nagori. Nostalgia por la estación que fue (en la misma editorial), construye un texto hermoso. Poético y conciso, se organiza en pequeños párrafos, algunos como versos o haikus. Emplea la repetición para incidir en los conceptos, que ofrece a modo de pequeñas píldoras o miguitas sobre las que picotear para recibir, de a poco, las ideas junto a la poesía.
La máscara visible
La voz es un reflejo nuestro, y una máscara también. Con ella modulamos, moldeamos y fijamos nuestra presencia, la cual podemos mostrar en sus diferentes facetas. La voz tiene tanto poderío e identidad autónoma que no siempre creemos que se corresponde en nuestro imaginario con la cara o el cuerpo de la persona. Es la voz como máscara, también.
Esa dimensión de máscara concreta y visible la expone Mario Satz (Buenos Aires, 1944), en El rostro y sus máscaras. Variaciones y constancias. Este estudioso de la cábala y la Biblia pergeña un panorama amplio y agradable sobre el mundo de las máscaras y sus diferentes usos y simbologías, además de ofrecer apuntes sobre los significados que los fisionomistas han dado a los diferentes tipos de rostro, narices, bocas u ojos. “Las cejas, las pestañas, el color de los ojos, todo es revelador del temperamento y, eventualmente, de lo que el destino puede deparar a un ser que encarna tales o cuales formas”. Leonardo Da Vinci, recuerda Sanz, distinguió diez clases de narices humanas, según las cuales la bulbosa y la aguileña sugerían al pintor cierta glotonería; la que es prominente, jovialidad; la recta, tendencia a la acción, propia de militares y héroes atrevidos, con un sentido de la justicia; la chata, timidez y pereza; y la puntiaguda, un notable sentido del humor. Un aspecto más tenebroso lo abordó el criminalista y médico italiano Cesare Lombroso (1835-1909), que veía el signo del mal en las frentes hundidas, las mandíbulas torcidas o en las narices muy chatas.
El estudioso argentino, autor de obras como El alfabeto alado, aborda el tema de las máscaras desde el carnaval veneciano hasta el del teatro nō japonés, pasando por las danzas tribales. En estas últimas sucede la convocatoria de la muerte: “Así pues”. Sostiene Satz, “los vivos, como estamos separados de los muertos, excepto en nuestra memoria, creamos las máscaras para que intercedan entre unos y otros, para que medien, con el propósito de que nuestro espacio colectivo se convierta en un teatro de danzas enmascaradas y salvíficas”. Como ejemplo de este ritual, la tanatua en Papúa Nueva Guinea representa un baile de solicitudes mutuas entre las esferas terrestre y sobrenatural. Para el autor, la danza, es principio y fin de la creación entera, ya que la formación de la galaxia sucedió a partir de una danza primera dada entre las partículas de polvo y el sol.
Voz y máscara, sonido e imagen
En la voz también sucede una danza. Más allá de la musicalidad con la que pronunciamos las palabras, el movimiento de las ondas que producimos al hablar viaja a alta velocidad en un recorrido en el que el pasado puede hacerse presente. Ryoko Sekiguchi reflexiona, también, acerca de las voces que escuchamos en la radio, grabadas por fuerza, de la posibilidad de enamorarnos de esas voces aun sin ponerles rostro, o de su capacidad de formar parte de nuestra vida al colarse a través de las ondas.
“El rostro es una máscara y las máscaras extensiones de un rostro”, concluye Mario Satz. Todas esas prolongaciones en forma de máscara representan sentimientos o facetas de una persona. En el teatro nō las máscaras encarnan la función de expresar los sentimientos humanos, reprimidos en la sociedad japonesa, que encuentran su hueco de salida a través de la ficción en un exorcismo sucedido en escena. Abre el libro una cita de Friedrich Nietzsche: “Todo lo profundo ama la máscara”. Y ¿no es a través de la representación, de la ficción, donde ponemos sobre el escenario sentimientos y problemas trascendentales del ser humano?
La tragedia griega, donde sus actores se valían de máscaras, habla de cuestiones de la vida como de la muerte, de la imposibilidad de escapar del destino o de la incapacidad de enterrar a los familiares para que los espectadores se identifiquen y realicen la catarsis, y de esta forma sanar su alma. Después de esto llegaba la comedia, para aligerar y hacer salir la risa. En el carnaval veneciano se presentaba la oportunidad de ser otra persona a través del enmascaramiento, así como de ocultar la identidad durante un rato. “En el carnaval todos somos tú”, luego su significado reside en el cambio de personalidad, esa posibilidad que tienen los actores de ser otros.
Para Satz la máscara es la extensión de un rostro (materia corporal) y según Sekiguchi la voz es una extensión del cuerpo. El argentino defiende que el rostro es el alma del cuerpo, mientras que la japonesa la sitúa en la voz. Cuando una persona moría, en Egipto y en Roma se realizaban máscaras mortuorias para conservar sus caras lo más fielmente cercanas a la realidad, pero recordemos que escuchar la grabación de un ser querido es tenerlo siempre en presente atemporal. Si la voz es el reflejo de la persona, su sombra una vez muerta, y las máscaras reflectan el rostro y se emplean para sacar a la luz las oscuridades de su portador, hallaremos, por tanto, una verdad más profunda en esas sombras que en el resto de las facciones.
***
Suscríbete gratis a la Newsletter de WMagazín en este enlace.
Te invitamos a ser mecenas de WMagazín y apoyar el periodismo cultural de calidad e independiente, es muy fácil, las indicaciones las puedes ver en este enlace.