Las tinieblas de la relación de Georg Trakl y su hermana en un libro mítico
'Hiere, negra espina', de Louis-Combet, narra la relación entre los dos hermanos y la pulsión ante el abismo. WMagazín publica en primicia un capítulo de este libro de culto donde la belleza del lenguaje explora una historia dramática
Presentación WMagazín La belleza y la fuerza de las palabras iluminan las tinieblas del corazón, el dolor y el deseo en este gran libro: Hiere, negra espina (Periférica), de Claude Louis-Combet (Lyon, 1932). Es la zozobra del amor y la turbación como una abeja apresada en el puño de la mano que narra la relación del poeta Georg Trakl (Austria, 1887-Polonia, 1914) y su hermana Margarethe, poeta en la sombra. Hiere, negra espina fueron las palabras que Trakl hizo pronunciar a su hermana en un poema escrito poco antes de la batalla de Grodek, durante la Primera Guerra Mundial, donde estuvo como farmacéutico militar.
WMagazín adelanta en primicia un capítulo de este libro que editorial Periférica publicará este 1 de julio. «El eco de esa dramática belleza puebla este libro intenso y emocionante, que va mucho más allá de las relaciones incestuosas entre hermano y hermana: estas páginas son ante todo una apuesta por el lenguaje. Y por cómo éste se enfrenta a la vida, al amor y a la muerte», señala la editorial.
Escrita por Claude Louis-Combet en 1995, el libro convirtió al autor francés en un escritor de culto por su narrativa hipnótica y secuencia de imagénes que van al fondo del alma inquieta e inquitante de los hermanos Trakl.
La belleza de la imperfección, el dolor pecaminoso de lo puro, la pulsión ante el abismo y el temblor ante el secreto que Combet narra aquí con lírica nítida. Trakl, recuerda la editorial, «fue llamado bohemio, vicioso, sátiro, alcohólico y drogadicto, y se dijo que de él ‘sólo brotan la melancolía y el estertor que antecede a la muerte’. Pero de Trakl brotó, asimismo, una de las grandes obras poéticas del siglo XX».
'Hiere, negra espina', de Claude Louis-Combet
Otoño de 1897
El desván de la vieja casa es un caos de baúles llenos de libros, cartas, papeles de la familia, pero también de ropa antigua, cortinas, encajes, de cojines a rayas o con rameados. Él arrastra juguetes despedazados por el tiempo: una muñeca que ha perdido una pierna, otra cuyo cráneo de porcelana se ha roto y deja al descubierto el delicado mecanismo de contrapesos que hace que se muevan los ojos, pequeñas esferas de cristal azules que suben y bajan debajo de unos párpados inmóviles provistos de unas larguísimas pestañas. Las muñecas lucen vestidos como los que llevan las niñas y, debajo, preciosos pantaloncitos ceñidos a los muslos. Hay un juego de bolos desperdigado por el suelo. Un exhausto caballo de madera aún está uncido a su carreta, pero a ésta le faltan las ruedas. Soldaditos de plomo, eternamente congelados en su ímpetu viril, descansan dentro de una caja de cartón. Innumerables sombreros, de hombre y de mujer, cuelgan en sus perchas o yacen en el polvo: gorras, sombreros de copa, canotiers, sombreros extravagantes decorados con aves, flores, plumas y guarnecidos con lazos, velos negros o voilettes. Hay viejas herramientas abandonadas a la herrumbre. La madera está carcomida: mazos, mangos de gubias, martillos o sierras están corroídos por dentro, reducidos a polvo, y se desmigajan en el suelo mismo. Cubos, regaderas y demás utensilios de zinc, abollados, agujereados, desfondados, hendidos. Un sable de abordaje, en su vaina de cuero, cuelga penosamente, con la punta hacia abajo, sujeto con un cordón, entre collares de perlas y piedras preciosas falsas, cascabeles, guantes de rejilla desgarrados y sucios. Un gran fardo de inercia fatiga ese revoltijo de objetos olvidados. Un espejo imponente, engastado en una dorada plétora de palmetas y laureles de escayola, ostenta su fulgor blancuzco y mortecino por encima de todo aquel desorden.
Está apoyado en un muro. En los fastuosos recovecos de su marco han tejido sus telas las arañas; cuelgan como andrajos, en jirones pesados y polvorientos. Lóbrega profundidad que se abre a un mundo periclitado, enmudecido, en el punto más bajo de su caída, ese espejo de fiestas y fastos pretéritos brilla débilmente aquí, erigiéndose, solitario y melancólico, como su último guardián y eterno testigo. Hay miradas así, como veladas y ausentes, que no se fijan más que en aquello que cae y se desvanece. A la luz del crepúsculo, en el tamiz de los días vacíos, ese fulgor conserva su alma seductora: que asome por allí un niño, por ejemplo, y se lo tragará.
El niño aparece, precisamente; el muchacho. Por uno de los tragaluces que se abren en el tejado de la casa, vigila el sol declinante y la montaña, cuya cima pronto se teñirá de púrpura. Es un momento fugaz, que es preciso saber atrapar, un instante de azoramiento –esa deliciosa desazón que anuda algunos puntos sensibles del cuerpo mientras los colores del mundo zozobran en el exceso y la extrañeza, violentos, desgarrados e inquietantes como un grito–. Entonces la casa parece más vasta, más secreta, y el niño siente hasta qué punto está perdido. Sabe, con ese saber que procuran los sentidos tensados al límite, que el desván, a esa hora, es un lugar peligroso, que incita a pensamientos desviados e indecibles. Es por eso por lo que el chiquillo acude –como si tuviera una cita consigo mismo, consciente de estar allí en una avanzadilla de su soledad– a ese lugar donde terminan los territorios comunes y donde, en su juventud sin inocencia, asume el riesgo de indagar en su corazón. Y es por eso también por lo que, cogiéndola de la mano, lleva a su hermana pequeña.
El niño tiene diez años y su hermana acaba de cumplir cinco. De entre todos los seres que viven en la casa, el hermano reconoció en ella, desde el principio, a «aquella que trae la tiniebla». Esa necesidad se instaló entre ellos desde los tiempos de las primeras miradas y de los primeros contactos, y se ha convertido en una oscurísima fuerza de atracción debido a esos ojos negros que ambos poseen y con los que, la mayor parte del tiempo sin pronunciar una palabra, saben entenderse, maravillándose cada cual por la presencia del otro y compartiendo ambos ese silencio oculto que constituye, quizá, el fondo del alma, con su fardo de sueño y de deseo, y que, en los niños que se aman, hace de cada uno el doble fascinante del otro… o su promesa, cuando menos; el anuncio de una identidad maravillosamente multiplicada en su replicación.
El hermano y la hermana, inseparables, son cómplices en el misterio. En cuanto el mayor se levanta, la pequeña se le acerca, desliza su mano en la de él y se deja guiar. El jardín, el sótano, el desván, el cobertizo donde se guarda la calesa, el umbroso establo donde el caballo respira pesadamente, rodeado de sus olores… todos esos lugares son escenario de mudas celebraciones. La niña se siente protegida cuando está cerca de su hermano, pero también como por delante de sí misma, arrastrada a compartir los secretos de un mundo más vasto que el de la primera infancia. Y el chiquillo, que no tiene más de diez años, experimenta, en lo más hondo de su corazón, un júbilo sombrío cuando piensa hasta qué punto aquella niña le pertenece y cómo ella consiente esa sumisión que la hace madurar, la ennoblece.
Ya a esa edad, el parecido entre ambos es asombroso. Todo el mundo repara en ello: la misma tensión penetrante y la misma oscuridad en la mirada, la misma obstinación en los labios apretados, el mismo mentón a la vez firme y delicado, decidido y sensible. Cuando el hermano contempla el rostro de la hermana, ve exactamente el camino que ya ha recorrido y percibe en los ojos que se alzan hacia él el brillo y la frescura de aquel que fue, y el exceso de ternura, ese exceso al que propende su amor, le hace daño, le quema, lo asola. Entonces mira un poco más fijamente a la niña y ésta a su vez lo mira más fijamente también, y, en esa fijeza que los ata con fuerza, el muchacho, que por el momento posee la ventaja de disponer de un pensamiento más ágil y avispado con las palabras, comprende que esa chiquilla es, sin lugar a dudas, aquella que trae la tiniebla –aquella a través de la cual fluye la tiniebla, más luminosa en su necesidad que la propia luz–. La pequeña responde con intensidad a la intensidad. Y a la violencia, con la misma violencia. A la audacia y al vértigo, con la audacia y el vértigo. Ante semejante determinación, que no parece responder a ninguna razón definida, los límites retroceden. Llegará un día en que no habrá límite alguno. Ese día se acerca. La infancia entera no parece sino una preparación para ese momento.
Aquel año, el deseo necesitaba un otoño espléndido. Y lo tuvo. Las colinas al pie de la montaña que dominan la ciudad resplandecían con todo el fuego de los arces, de los abedules, de los cerezos silvestres, de las acacias… Cuando el sol empezaba a declinar, todo el follaje rutilaba pletórico y parecía que los ángeles hubieran salido en tropel de las iglesias donde se escondían y esparcieran copiosamente el oro, el ocre y el púrpura de sus ornamentos. ¿Pero qué es un ángel sin sus ropas? Y mientras todos los tonos se funden en el paisaje otoñal para los niños ávidos pero soñadores, ¿qué queda de los ángeles desvanecidos en el tiempo? Toda esa belleza como rastro de la caída y la ausencia… Resulta extraño lo vacío que parece el cielo de repente, y lo fastuosa que luce, por el contrario, la montaña. Y más extraños resultan aquí los niños, hermano y hermana, sobrecogidos por su propia extrañeza y, súbitamente, también por la extrañeza de cuanto los rodea. Esa hora de belleza sería algo palpable y su silencio se llenaría de murmullos si los niños corrieran fuera, en pos del horizonte. Pero ellos han preferido aislarse. Han preferido el retiro y el refugio antes que la disipación. Han cedido, sin oponer resistencia, a esa parte de sí mismos que reclama el mal, la extrañeza, el dolor incluso. El muchacho conoce bien el significado de la palabra tentación. La niña ignora la palabra, pero conoce la turbación y se abandona a ella. Puede incluso precipitarse, ya que la mano que la agarra no flaquea.
¿Era esa tarde el sol de un rojo tan ardiente y la tierra se iluminaba con tanta violencia que rostros y manos parecían bañados en sangre? La sombra, que reinaba por doquier, devorada por unos instantes, retrocedía abandonando los objetos a su soledad. Tenían el corazón en un puño. Por otro lado, habían acudido allí precisamente para saborear esa sensación: una cita con la hora que hiere y que abate.
Juntos, porque la luz del ocaso daba de lleno, el hermano y la hermana se volvieron hacia el espejo, ansiosos por perderse en la proliferación de las apariencias y la turbación de los reflejos. Era preciso, pues, que el espectáculo del mundo mostrara su herida, sin la cual más habría valido arrebujarse, enterrar la cabeza en la almohada y citarse con la propia tristeza, como quien se hunde en el fondo de las aguas. Pero aquí la fiesta íntima se teñía de rojo. Los niños podían contemplarse como envueltos en llamas y ver cómo a su alrededor se abrazaban tantas cosas insólitas, aunque familiares, desterradas por el tiempo. Las muñecas y el sable, tanto en el espejo como en sus miradas, fulguraban.
El muchacho no fue el primero, tampoco la niña, ambos pasaron a la acción a la vez. Sin perderse de vista en la lánguida extenuación del crepúsculo en que vivía el espejo, sin dejar de contemplar sus gestos ni de espiar sus miradas, hermano y hermana se entregaron, como atravesados por un mismo espasmo, a una singular tarea. La niña se apoderó de la muñeca más grande, la que tenía una sola pierna, y la extendió como una estrella sobre un cojín de terciopelo oscuro. La muñeca llevaba puesto un tafetán a modo de vestido lleno de volantes, y parecía una niña enferma, una comulgante tísica a la que el sol, también él moribundo, le sonrosaba ahora la cara. Por debajo del vestido asomaba el pantaloncito ceñido por un festón en la única pierna; la otra pernera de la prenda interior colgaba vacía, sin cubrir nada.
Sin embargo, el hermano mayor había desenvainado el sable y éste, que sostenía con ambas manos, apenas brillaba en el espacio sin fondo del espejo. Muy probablemente iba a tener lugar una ejecución –un sacrificio–. La niña, con una expresión expectante y concentrada, presa de un éxtasis creciente, miraba proceder a su hermano. Ella ya había realizado su aportación.
La hoja era ligeramente curva, la punta estaba afilada. Aquel sable era un bello adorno de filibustero, una pieza de panoplia de pirata fornicador. Algo pesado y voluminoso en las manos de un muchacho, sugería la desmesura de la intención a la vez que la torpeza del gesto. Pero, finalmente, la obra fue consumada. El muchacho introdujo el arma debajo del vestido, que alzó y remangó. El pantalón de la muñeca quedó claramente expuesto y la hoja pudo penetrar, rasgar el tiro de la prenda. La niña miraba. Su agitado corazón latía tan fuerte que le dolía. Pero se mantenía allí, firmemente plantada sobre sus piernecitas. No quería temblar, ni gritar, ni llorar. Pero, sobre todo, no quería cerrar los ojos o girar la cabeza, absorta por completo en aquellas sombras fulgurantes, casi irreales en la resplandeciente agonía de aquel día de otoño. Y se plegó, con todo su deseo infantil, a la voluntad del hermano. Él era el amo y señor, el rey y el guerrero. Su ley era la ley.
Por lo que el muchacho también pudo –dejándose llevar por la cruel jovialidad que compartían, su hermana y él, en la confluencia de sus soledades–, tras haber bloqueado el arma entre sus rodillas y hundido la punta en aquel cuerpo de trapo, apoyarla ahora firmemente sobre la cabeza de la empalada, rajar y abrir en canal la muñeca, que se vació de su sustancia en el polvo de las cosas y no fue ya nada más que un despojo de tela repudiado.
Aquello no duró más de un minuto, y el sol ya se había ocultado detrás de la montaña; la luz y el día morían; la sombra recuperaba el dominio en el interior del desván, entre los trastos y las antiguallas, en el espacio inerte y el tiempo deshabitado. El momento que llegaba parecía venir de mucho más atrás que todos los proyectos de la jornada.
Sin duda, el muchacho conocía bien el vacío de la hora crepuscular, cuando el sentimiento de soledad acapara toda la fuerza del deseo. Había sido necesario, incluso, atravesar innumerables momentos análogos y apresarlos, quintaesenciados en uno mismo, para poder alcanzar en aquella ocasión, a sus diez años, ese hechizo de luz decadente donde el ser no puede sino ceder a su pura necesidad. Lo que iba a suceder a continuación había ido gestándose, al margen de toda consciencia vigilante, en la espesura de una ensoñación sin comienzo, y debía abrirse, en la historia de aquellos dos seres, como se abre el fruto en exceso maduro. En verdad, ése y no otro era el momento.
Una vez consumado el sacrificio de la muñeca, y después de que el muchacho hubiera guardado el sable en su vaina y lo hubiera colgado de nuevo, la luz estaba tan deliciosamente teñida de malva, el dolor por las fechorías cometidas era tan etéreo en los corazones distendidos y un secreto tan grande unía ya a los niños que éstos bien podían dar, juntos, un paso más en su común camino, un paso el uno hacia el otro, el uno en el otro, un paso que fue decisivo y quedó inscrito para siempre en la noche de los sentidos. Toda la belleza de aquella hora, en el corazón del otoño, se aliaba con la belleza de aquellas criaturas de ojos negros y soberanos. Era preciso detener el instante, fijarlo con un gesto imperdonable, desgajarlo del árbol, demasiado apacible aún, de las dos infancias indiferenciadas.
Una confianza irracional sometía por entero a la niña a la obstinada e inquebrantable determinación del hermano. Y éste se hallaba tan fascinado por la intensidad de aquel abandono que no podía ponerla a prueba, aunque fuera bajo la apariencia de un juego, sino mediante acciones serias, implacablemente ejecutadas. De ese modo, un destino que había empezado con el primer aliento continuaba, clarividente y ciego a partes iguales, como un sueño.
En ese impreciso matiz de la luz en que el día zozobra hacia la noche, quedaba aún claridad suficiente para ver… y toda la tiniebla para la ternura…
- Hiere, negra espina. Claude Louis-Combet. Traducción de David M. Copé (Periférica).
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