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Detalle de la portada de la novela ‘El barón Wenckheim vuelve a casa’, de László Krasznahorkai (Acantilado). /WMagazín

László Krasznahorkai o cómo el regreso a casa en busca de un amor eterno distorsiona la realidad y empuja hacia el abismo

El escritor húngaro y ganador del Premio Formentor de las Letras 2024 publica en España 'El barón Wenckheim vuelve a casa' (Acantilado). Es una novela sobre la búsqueda y el anhelo de recuperación de las ilusiones idas o dilapidadas y sobre lo que los demás esperan de las personas. WMagazín publica un pasaje del libro

Presentación WMagazín El escritor László Krasznahorkai, cuentista, novelista y ensayista húngaro, es un buscador de la realidad auténtica y más cruda, rastreador de la belleza en lo corriente y lo doloroso, defensor de la transmisión de la experiencia y las tradiciones y recordador de la importancia de un tempo calmado para vivir la vida. Su libro más reciente en España es El barón Wenckheim vuelve a casa (Acantilado), para algunos su mejor novela, donde coloca a sus personajes y al lugar al borde del abismo. En esta obra, László Krasznahorkai hace confluir el arco de la vida, los sueños dilapidados, las expectativas propias y las expectativas que los demás tienen de uno, a través de la vida del aristócrata Béla Wenckheim, que vuelve de Argentina a su pueblo en Hungría. Pero lo hace en busca de su amor eterno de la adolescencia, por el anhelo de estar con él en sus últimos días, pero la realidad de la gente de pueblo se impone y altera y distorsiona su objetivo.

Krasznahorkai crea un relato coral con voces de diferentes clases de personas que van formando no solo la historia del Barón, sino del propio lugar al que pertenecen. Una novela que es un torrente de voces múltiples que entran y salen, en cuyo curso asoman toda clase de emociones e impulsos que muestran desde las ilusiones hasta las miserias humanas. Los egoísmos rodeados de una especie de revisión de qué he hecho yo con mi vida, ¿estoy a tiempo de dar sentido a mis sueños primigenios?

WMagazín publica un pasaje de El barón Wenckheim vuelve a casa, donde se aprecia la fuerza de una voz que son muchas voces. Se trata del ganador del Premio Formentor de la Letras 2024, según el jurado, “por sostener la potencia narrativa que envuelve, revela, oculta y transforma la realidad del mundo, por dilatar la versión novelesca de la enigmática existencia humana, por convocar la vigorosa lectura de una compleja fabulación y construir los fascinantes laberintos de la imaginación literaria”.

En 2015 fue distinguido con el Premio Booker Internacional, que hasta ese año se concedió a un autor de cualquier nacionalidad por la totalidad de su obra de ficción publicada en inglés. A partir de 2016 el premio se concede a un libro traducido al inglés.

László Krasznahorkai nació en la Hungría bajo el dominio de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en la ciudad de Gyula, el 5 de enero de 1954. Allí vivió y estudió hasta los 20 años, luego viajó a estudiar derecho y artes a Budapest y salió por primera vez de su país en 1987, rumbo a Berlín occidental. Tras la caída del muro, en 1989, ha vivido en diferentes países como Francia, España, Estados Unidos, Inglaterra, Países Bajos, Italia, Grecia, China y Japón, pero visita con frecuencia su país. «A principios de la década de 1990, pasó largos períodos de tiempo en Mongolia y China, y más tarde en Japón, escenarios que trajeron cambios estéticos y estilísticos en su escritura», recuerda la Fundación Formentor.

En El barón Wenckheim vuelve a casa, Krasznahorkai relata cómo al sentir próxima la muerte, el barón Béla Wenckheim, que ha pasado buena parte de su vida exiliado en Argentina, decide regresar a su Hungría natal con la esperanza de reencontrarse con su amor de adolescencia. Pero, señala la editorial, «su retorno siembra la confusión en el pueblo, muchos de cuyos habitantes lo reciben como a un rico benefactor capaz de salvarlos de la fatalidad, cuando en realidad ha dilapidado su fortuna en los casinos de Buenos Aires. En la ola de rumores y malentendidos cada vez más extravagantes participarán hasta los políticos y periodistas de la región».

Es autor de títulos, todos en editorial Acantilado, como Melancolía de la resistencia (2001)—con la que se presentó a los lectores en lengua española—, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2005), Guerra y guerra (2009), Ha llegado Isaías (2009), Y Seiobo descendió a la Tierra (2015), Tango satánico (2017) y Relaciones misericordiosas (2023).

El siguiente es un pasaje de El barón Wenckheim vuelve a casa, de László Krasznahorkai:

El barón Wenckheim vuelve a casa

TRRR… voy a acabar contigo, mandamás

Por László Krasznahorkai

No quería acercarse a la ventana, se limitaba a mirarla desde una respetuosa distancia como si así se resguardara, como si esos pocos pasos lo protegieran, pero desde luego la miraba, es más, para ser exactos, no le quitaba la vista de encima, y de esa manera trataba de filtrar entre los llamados ruidos entrantes lo que ocurría allá fuera, aunque por desgracia no se producían ruidos entrantes, de modo que sólo pudo constatar que reinaba el más absoluto silencio, desde hacía bastante tiempo para colmo, y de hecho, después de lo ocurrido el día anterior, ni siquiera hacía falta acercarse a la ventana, volver allí, retirar la placa de poliestireno y mirar hacia fuera por el hueco que así se abría, pues tal como estaba tampoco resultaba difícil deducir, o sea, saber, a pesar de que la placa de poliestireno ocultaba cuanto ocurría en el exterior, saber perfectamente que la muchacha no se había largado aún, seguía allí frente a la choza, a unos veinte o treinta metros, de modo que, dijo para sus adentros, «yo allí no vuelvo ahora, yo no miro afuera», y así sucedió en efecto durante un rato, se mantuvo a una distancia prudente de la ventana, aguzando el oído, protegido por la placa de poliestireno, y desde esa protección iba diciendo, ya no sólo para sus adentros, ya no sólo dentro de su cerebro, sino a media voz, que sería inútil retirar en esos momentos la placa, que de todas formas lo recibiría el mismo espectáculo, o sea, que no tenía ningún sentido, dijo sacudiendo la cabeza, tal vez consciente ya de que pese a todo no tardaría en retirarla, qué iba a hacer, claro, estaba confundido, ya desde la tarde anterior, a las 17:03 h, esto es, desde que empezó a anochecer, había confiado en que a esa hora todo hubiera terminado, pero no fue así, puesto que llegó la noche y llegó luego la mañana y cada vez que desencajaba ligeramente la placa, en el momento mismo de hacerlo, ya no le cabía la menor duda de que tan pronto como mirara por el resquicio vería lo mismo, vería a la muchacha darse cuenta allá fuera de que la placa de poliestireno se movía en lo que él llamaba la «ventana», o sea, ella veía a su padre y dibujaba entonces una mueca de desprecio con la boca y enseguida levantaba el maldito cartel, y al cabo de unos instantes aparecía en sus labios cierta sonrisa que hacía que un escalofrío le recorriera a él la espalda, puesto que esa sonrisa le comunicaba que estaba destinado a la derrota, de manera que durante un rato se concentró desde su segura barrera en lo que había allá fuera, pero después ya no aguantó, y como no se filtraba ningún ruido, volvió a retirar del hueco, ligeramente, la placa de poliestireno, pero enseguida volvió a ponerla, ya que le bastó un solo instante para comprender la situación, por lo que, no por primera vez desde que había comenzado aquel teatro, le empezaron a temblar las manos por el nerviosismo hasta tal punto que pequeños fragmentos de poliestireno se desprendieron de la placa mientras trataba de encajarla de nuevo en la abertura, pero no podía controlar las manos, las veía temblar, lo cual le provocó un repentino acceso de cólera que lo puso aún más nervioso, ya que estaba seguro de que en ese estado de repentina cólera no podía tomar las decisiones adecuadas, y eso que debía tomarlas, y empezó a decir para sus adentros, de nuevo a media voz, «venga, tranquilízate, venga, a ver si por fin te tranquilizas», y hasta cierto punto lo consiguió, de manera que sólo quedó el nerviosismo, lo cual lo animó un tanto, pues comprobó que, si bien no se había desvanecido el nerviosismo, sí había desaparecido la repentina cólera, de manera que pudo volver a plantear la pregunta de por qué ocurría allá fuera lo que ocurría, ya que por supuesto había captado que algo estaba ocurriendo, nada nuevo desde luego, a pesar de que le costaba cada vez más dominarse, notaba que la cólera repentina estaba a punto de volver a adueñarse de él, de modo que habría deseado gritarles que se largaran antes de que fuera demasiado tarde, que se largaran todos, la muchacha, el equipo de la televisión local y los periodistas locales que ella había logrado atraer hacia allí, que ahuecaran el ala mientras podían, pero no les gritó, de modo que ellos tampoco se marcharon, no se largaron, no se fue, en primer lugar, la muchacha, que en ningún momento abandonó su «posición», contrariamente a los periodistas, que de vez en cuando desaparecían, fuese para mear, para calentarse un poco y también, imaginó él, para dormir durante la noche y regresar, aunque fuese en un número más reducido, al amanecer, pero ella no, la muchacha se quedó, daba la impresión de que todo su ser, clavado en un punto desde el que podía ver perfectamente si en la ventana de la choza se producía el más mínimo movimiento, comunicaba que ella no se apartaría de allí hasta no recibir de «ese cabrón» lo que, tal como había manifestado en su primera entrevista en el lugar, le debía desde el día de su nacimiento, lo cual, desde el punto de vista del Profesor, era un total absurdo, pues él no debía nada a nadie y menos aún a esa malcriada cuya concepción, nacimiento y posterior permanencia en el mundo atribuía no sólo a un truco barato del mal, sino también a su propia irresponsabilidad, a su descuido e imperdonable ingenuidad, a su infinito egoísmo y vanidad, esto es, a su estupidez innata, cuya consecuencia, puesto que para colmo jamás la había visto ni en fotografías ni con sus propios ojos y, además, ya casi ni la recordaba, de hecho, deseoso de expresar la esencia del asunto de manera más sincera, eso fue lo que hizo y la expresó de manera más sincera asegurando para sus adentros que en el fondo no recordaba en absoluto que tuviera una hija espuria, como suele decirse, la había olvidado o, para ser preciso, había aprendido a no pensar en ella en la medida de lo posible, el tiempo, cuando «desde ese lado» lo dejaban en paz por unos años, como había ocurrido también últimamente, se había encargado de borrarla de su cabeza como, en general, todo su pasado, y pues…

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