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Detalle de la portada de la novela ‘El espía del Inca’, de Rafael Dumett (Alfaguara). /WMagazín

Latinoamérica vuelve a explorar su historia, identidad y memoria en novelas de largo aliento

Tres libros basados en hechos reales interpelan al lector sobre temas como las raíces, la idiosincrasia y la violencia oficial del continente: 'El espía del Inca', de Rafael Dumett; 'La jaula de los onas', de Carlos Gamerro; y 'Las cenizas del Cóndor', de Fernando Butazzoni

El pasado siempre reescribe su realidad y el futuro. En América Latina lo demuestran tres novelas que viajan al origen-presente-futuro de la historia del continente en sendos hechos reales clave de diferentes épocas que no solo arrojan luz sobre lo ocurrido, sino que interpelan al lector sobre temas como las raíces e identidad de los pueblos y sus propios prejuicios, el enfrentamiento mundo originario-civilización y el debate sobre si hay que contar y analizar la historia de manera retroactiva con ojos del presente o colocar los hechos acorde a la lectura de su tiempo.

Estos tres libros recrean realidades muy investigadas y ponen, de nuevo, en primera fila el regreso de las obras latinoamericanas de largo aliento que buscan mundos totalizadores con:

El secuestro del inca Atahualpa, Señor del Principio, que deja en el cruce de caminos de la historia a otro inca desdeñado en la conquista y la colonización del Perú… en El espía del Inca, de Rafael Dumett.

La captura de unos indígenas de Tierra del Fuego para ser exhibidos por Argentina como atracción en la Exposición Universal de París de 1889… en La jaula de los onas, de Carlos Gamerro.

El drama que desata un muchacho que descubre que es hijo de desaparecidos de la Operación Cóndor que pobló de miedo y muerte el Cono Sur en los años setenta… en Las cenizas del cóndor. de Fernando Butazzoni.

Las tres obras, de Alfaguara, forman parte de la colección Mapa de las Lenguas, de Penguin Random House, que, según la editorial, «presenta la mejor literatura de veintiún países que comparten el idioma español. Pero es, sobre todo, un itinerario de viaje por trece de los libros que el año pasado tuvieron mayor trascendencia en su país de origen y que, a lo largo del 2022, recorrerán el resto del ámbito del español». Y, también, se trata de rescates importantes como sucede con Las cenizas del Cóndor (2014) y El espía del Inca (2018).

La realidad supera a la ficción

Cada uno de los tres escritores se enfrentó a situaciones delicadas. Para Rafael Dumett “lo más difícil o delicado fue ser consciente de que El espía del Inca iba a ser leído -y juzgado- por los descendientes de los grupos humanos que la novela iba a retratar -incas, chancas, huancas, huaylas, cajamarcas, etc.-, y entre los cuales me encuentro yo mismo, pero, también, gentes de otros grupos humanos, que incluyen a extremeños y andaluces, pues la novela también presenta retratos individualizados de los conquistadores que llegaron al Perú.

Esto no me intimidó; significó más bien un gran desafío que me hizo tratar de, en aras de la credibilidad y el respeto, informarme bien sobre cada uno de estos grupos humanos y no escatimar absolutamente nada para tratar de ponerme en su lugar. Pues en eso consistió el reto principal: superar mis limitaciones de limeño, nacido a mediados de la segunda mitad del siglo XX, y tratar de calzarme los ojos, la edad y la piel de personas de tiempo, cosmovisión, género, edad y personalidad completamente diferentes, armado de los recursos que me brindan mi formación de lingüista, actor y escritor, y tratar de crear un universo verosímil”.

La novela de Carlos Gamerro, La jaula de los onas, aunque más próxima al presente, también parte de raíces indígenas y aspectos como la identidad y la valoración de los hechos. Lo más revelador para el autor en su investigación, o que más le llamó la atención, a medida que sus lecturas de la época lo llevaron a adentrarse “en las ciencias del hombre del siglo XIX, y de las correlativas prácticas político-militares-económicas como la del colonialismo, fue su constitutiva, incuestionable base racista: todas, sin excepción, se basan en la presunción de que hay una escala civilizatoria (pueblos culturalmente más o menos evolucionados) y que tal escala tiene base biológica, es decir, racial. El racismo no era, como a veces se lo presenta hoy día, la actitud discriminatoria de algún individuo desagradable: era la base misma de todos los saberes posibles; un paradigma que empezó a desarticularse recién después de la Segunda Guerra, tras el horror del Holocausto y el inicio de los procesos de descolonización en Asia, África y América».

Otro aspecto que le sorprendió a Gamerro fue «la obsesión por observar y clasificar a los pueblos supuestamente ‘salvajes’ o ‘primitivos’, la enorme masa de estudios, o de prácticas reformadoras como las de los misioneros, que respondían, también, a la necesidad imperiosa de situarlos en una escala evolutiva que elevara a los europeos en la cumbre. En la primera parte de la novela, que transcurre en la París de la Exposición universal, estos ‘dos polos’, el ‘bárbaro’ y el ‘civilizado’ (perdón por este abuso de las comillas, pero todas estas expresiones pervierten su significado sin ellas) se encuentran en la Torre Eiffel y en la jaula que aloja a los “antropófagos patagónicos”. De más está decir que mi corazón (y el de la novela, espero) está con los “antropófagos patagónicos”, aunque la Torre Eiffel también me gusta mucho”.

Fernando Butazzoni, en Las cenizas del Cóndor, se enfrentó a unos hechos cuyas consecuencias no cesan; además de que lo tocan a él directamente:

“Yo había sufrido el Plan Cóndor desde dentro, pero no lo sabía. Tuve que esconderme para que no me mataran, tuve que huir para que no me metieran preso, tuve que desaparecer durante dos años para no ser un desaparecido. Treinta años después de eso, lo que me contó Aurora Sánchez me resultó doblemente doloroso porque ya había vivido ese miedo. Con Aurora nació una cercanía que para mí fue muy reveladora: me hizo de nuevo. Como persona y como escritor”.

Para Butazzoni lo más delicado a la hora de escribir una historia real que parece inventada fue “inventar la verdad sin traicionarla»: “En una estructura narrativa, si es verdadera, toda historia es inventada, porque la construye el lenguaje del que escribe. La llamada «no ficción» no existe: siempre es una ficción, aunque se la quiera disfrazar. Un hecho ocurre, y todo lo que viene después es atravesado por la memoria, la información, los prejuicios, la subjetividad, las palabras. En el nombre de la rosa no está la rosa. Nunca estuvo”.

Memoria y presente

Las tres son novelas históricas que interpelan al presente. Fernando Butazzoni asegura que “en el Cono Sur caminamos sobre tumbas desde hace medio siglo. El problema es que no sabemos dónde están esas tumbas, dónde esos cuerpos, esos huesitos. Hay que seguir buscando. Y para eso hay que seguir cavando en la memoria y en la tierra, y desenterrar lo que haya que desenterrar. Lo que nos interpela es la tierra. El hecho histórico es la tierra. Ahí yace lo que nos falta”.

La razón de explorar esos hechos son diversos. En el caso de Rafael Dumett buscó inscribir El espía del Inca “en la literatura universal eventos y personajes de esa colisión fundacional que fue la Conquista que, a pesar de ser fascinantes y tener magnitudes colosales, no habían merecido un espacio en nuestro imaginario colectivo, por razones muy complejas que sobrepasan el marco de estos comentarios”.

En esa mirada atrás se corre el riesgo de analizar todo con ojos del presente. En La jaula de los onas, Gamerro reflexiona sobre eso y la identidad, las raíces y la memoria de un pueblo:

“Si por pueblo entendemos al pueblo argentino, la novela se plantea, entre otras cosas, por qué éste ha excluido, históricamente, y sigue excluyendo, a los indígenas de su concepto de nación, de cultura, de identidad colectiva, en mayor grado, probablemente, que cualquier otro país de Latinoamérica: a los argentinos les gusta imaginarse como europeos, como si hubiese algún mérito especial en ello. La novela arranca con la participación de la Argentina en la Exposición Universal de París: el pabellón argentino fue encargado a un arquitecto francés, decorado con esculturas también francesas: no querían correr riesgos. El mayor temor de los argentinos en París, el único me atrevería a decir, era el de ser tildados de rastacueros, palabra que los franceses reservaban para los latinoamericanos ricos pero vulgares que trataban de pasar por europeos; el protagonista de este capítulo, un acaudalado joven argentino cuya única ambición en la vida es pasar por francés en Francia, se pregunta indignado por qué los estadounidenses, por más guarangos que sean, nunca son tildados de rastacueros, a diferencia de los sudamericanos, que lo son siempre. Cuando va a ver el show de Buffalo Bill, que fue furor en París, tiene una especie de epifanía y entiende por qué. Pero si quieren saber la respuesta van a tener que leer la novela».

Carlos Gamerro continúa, entonces: «Si en cambio nos referimos al pueblo selk’nam, y por extensión a los otros pueblos originarios de la región o el continente, puedo confesar que comencé la novela bajo la idea de que era un pueblo efectivamente desaparecido, extinto. Por suerte los selk’nam mismos se encargaron de desmentirme. Algo parecido, tengo entendido, le sucedió a un compatriota de ustedes, el historiador José Luis Alonso Marchante, quien tras su excelente biografía de uno de los principales responsables del genocidio, José Menéndez, escribió Los selk’nam. Genocidio y resistencia, que da cuenta de la transformación y supervivencia de este pueblo. Yo tuve el privilegio de presentar mi novela en la ciudad de Río Grande, Tierra del Fuego, ante dos importantes referentes del mismo, Margarita Maldonado y Miguel Pantoja. Durante una visita al Museo Municipal, una guía señaló ‘una réplica de cestería selk’nam’ exhibida en una vitrina, y fue prontamente corregida por Margarita: ‘No es una réplica. Es una cesta selk’nam. La hice yo’. Miguel Pantoja, por su parte, cuenta ‘Hace siete años todavía me presentaba como ‘descendiente. Hoy digo que soy un selk’nam contemporáneo. Abandonemos el estereotipo de que selk’nam es el que caza guanacos y tiene un arco y flecha’. Lo que dice es tan evidente que hasta da un poco de vergüenza que se vea obligado a explicarlo: nadie le discute su identidad a un suizo porque se dedique a las finanzas en lugar de a ordeñar vacas como sus ancestros, ni la suya a los irlandeses porque ya no hablen gaélico. En mi país al menos, la frase ‘el último de los onas’ se ha convertido en un cliché, cada vez que alguno de ellos fallece los titulares anuncian ‘Murió el último (o la última) de los onas’. Así les responde Pantoja: ‘Somos los antiguos, los primeros; nunca los últimos».

Vuelven las novelas totalizadoras

Estos tres autores y sus novelas prueban que las obras de largo aliento y de ambición abarcadora de la Historia del continente han vuelto, o nunca se han ido. El peruano Rafael Dumett asegura que no sabe si las grandes historias se fueron alguna vez: “Sospecho que trataron de embaucarnos y hacernos creer que habían ‘pasado de moda’. En lo personal, siento claustrofobia cuando leo relatos con un único narrador, con un único punto de vista. Siento que soy una especie de prisionero, de rehén. Creo que la verdad jamás se expresa a través de una única voz. Que surge de la chispa que resulta de la fricción entre varias voces pedernales que se entrechocan y logran, ojalá, encender un fuego. Este fuego al que aspiramos debería darnos luz y calor, iluminarnos y calentarnos, ser una especie de refugio, un ejercicio de perspectiva especialmente relevante en tiempos como estos, tiempos de mentiras masivas digitadas desde el poder, tiempos de signo regresivo y autoritario de voz única e indiscutible”.

El argentino Carlos Gamerro recuerda que este tipo de novelas ‘totalizadoras’ “son una tradición bastante fuerte en Latinoamérica (no tanto en España, donde después del Quijote parecen haberse dado por satisfechos, y con buenos motivos), con ejemplos como Adán Buenosayres, Gran sertón: veredas, Rayuela, Paradiso, Conversación en la catedral, El obsceno pájaro de la noche…”.

Gamerro dice que no podría decir si es o no una tendencia actual en Latinoamérica. No establece mayores diferencias entre ficción histórica y ficción a secas, “ya había empezado a trabajar con historias ‘verdaderas’ en mi anterior novela, Cardenio, que tiene poco que ver con la historia del continente, ya que imagina la historia de la obra perdida de Shakespeare basada en el Quijote; algo parecido hice en La jaula de los onas. De alguna manera, atenerse a los hechos no es más que una restricción más o menos arbitraria que uno se impone para ver cómo la sortea, de modo análogo a la métrica y la rima del soneto o la decisión de Georges Perec de escribir una novela entera sin la letra ‘e’. Me encontré con la historia de los onas secuestrados en Tierra del Fuego a mis tempranos veinte años, la historia me atrapó y no me soltó durante más de tres décadas, y en ese tiempo fui acumulando versiones que luego probaron ser falsas, otras mejor documentadas, y no pocas imaginadas por mí mismo: la novela es la síntesis de todas ellas, o más bien la suma, ya que las versiones se acumulan también en boca de los diferentes narradores de la novela”.

La reflexión de Fernando Butazzoni empieza con reconocer que no se siente en deuda, “porque al mirar lo que pasó descubro que sigue pasando. Pareciera que estamos condenados a un pasado perpetuo, pero no: la memoria le reclama al escritor un futuro, un espacio sin etiquetas en el que se junten la novela, el reportaje, la crónica, el ensayo, la poesía. Los híbridos resultantes a veces son monstruosos, pero son nuestros monstruos. Ellos pueden dar cuenta de la memoria que no está.

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Winston Manrique Sabogal

2 comentarios

  1. Congratulaciones. El trabajo y el esfuerzo que estám demostrando en esta busqueda de nuestra identidad, de miestras raices, no como nos quisieron hacer creer suno como realmente son dignos de reconocimiento y mérito Nuevas generaciones tendrán mayor luz y mejor información, mas preguntas y una menta más abierta sin parapetos. Un trabajo formidable.

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