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Lee el comienzo de ‘La librería’, de Penelope Fitzgerald, la novela en que se basó la mejor película de los Goya

Isabel Coixet adaptó primorosamente esta novela inglesa que ganó los premios del cine español a Mejor Película, Dirección y Guion adaptado

Presentación WMagazín. En 1978, con 61 años, Penelope Fitzgerald (Lincoln, 1916-Londres, 2000) publicó La librería (editada en España por Impedimenta). Apasionada de los libros, Fitzgerald se inspiró en un episodio de su vida cuando, forzada por las circunstancias económicas, tuvo que emplearse en una librería. Tenía unos 40 años, tres niños y un marido con problemas con la justicia. La novela narra de manera sencilla y entrañable la vida de una mujer que llega a un pueblo del oriente de Inglaterra a montar una librería pero se encuentra con varios obstáculos. A la luz de la pasión por la literatura y su valor y el esfuerzo de una mujer por rehacer su vida, Fitzgerald deja al descubierto en la novela los prejuicios de esa sociedad frente a las mujeres, a la cultura, a ciertos temas abordados en el arte. Intolerancia e incomprensión ante una labor heroica y necesaria, como lo es la lectura y la literatura.

La novela fue adaptada al cine por Isabel Coixet de manera primorosa y ganó los principales premios Goya 2018, este 3 de febrero: Película, Dirección y Guión adaptado. La librería, de Coixet, obtuvo en la pasada Feria del Libro de Fráncfort el premio a la mejor adaptación literaria. Según Juergen Boos, director de la Feria, “Coixet recrea la especial atmósfera del libro y la fuerte personalidad de la protagonista con gran sensibilidad”. La película inauguró la Semana Internacional de Cine de Valladolid.

Según Alberto Manguel, en el diario español El País, «El arte de Fitzgerald es comparable a esa antigua magia que, al mismo tiempo que nos ofrece una experiencia inusitada del mundo, nos convierte en agradecidos testigos de un pequeño milagro». Ahora te invitamos a leer el comienzo de esta conmovedora novela:

 

La librería, de Penelope Fitzgerald

1959 Florence Green de vez en cuando pasaba una noche en la que no estaba segura de si había dormido o no. Era por la preocupación que tenía sobre si comprar Old House, una pequeña propiedad con su propio cobertizo en primera línea de playa, para abrir la única librería de Hardborough. Probablemente era la incertidumbre lo que la mantenía despierta. Una vez había visto volar por encima del estuario a una garza que intentaba, mientras estaba en el aire, tragarse una anguila que acababa de pescar. La anguila, a su vez, luchaba por escapar del gaznate de la garza y se le veía un cuarto, la mitad o a veces tres cuartos del cuerpo colgando. La indecisión que expresaban ambas criaturas era lastimosa. Se habían propuesto demasiado. Florence tenía la sensación de que si no había dormido nada —y la gente a menudo dice esto cuando quiere decir algo muy diferente— debía de haber sido por pensar en aquella garza.
Florence tenía buen corazón, aunque eso sirve de bien poco cuando de lo que se trata es de sobrevivir. Durante más de ocho años, a lo largo de media vida, había subsistido en Hardborough con la pequeña cantidad de dinero que su marido le había dejado al morir, y últimamente se había empezado a preguntar si no tendría la obligación de demostrarse a sí misma, y posiblemente a los demás, que ella existía por derecho propio. La supervivencia a menudo se consideraba lo único que se podía exigir en el frío y claro aire del este de Inglaterra. Muerte o curación, pensaban sus vecinos, una vida longeva o el envío inmediato a la tierra salina del cementerio.
Era pequeña de aspecto, delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás. No se hablaba mucho de ella, ni siquiera en Hardborough, donde los amplios espacios permitían ver a todos los que se acercaban, y donde todo lo que se veía era objeto de comentario. Hacía pocos cambios estacionales en su atuendo. Todo el mundo conocía su abrigo de invierno, que era de esos que quizás estuvieran pensados para durar siempre un año más.
En Hardborough, en 1959, uno no podía tomarse una ración de Fish and Chips, ni había tintorería, ni siquiera cine, excepto un sábado por la noche de cada dos. En cierto modo se sentía la necesidad de todas estas cosas, pero a nadie se le había ocurrido —y desde luego nadie pensó que a la señora Green se le hubiera ocurrido tampoco— abrir una librería en el pueblo.
—Claro que no puedo comprometerme de una forma definitiva en nombre del banco en este momento (la decisión no está en mis manos), pero creo que puedo aventurarme a decir que no habrá ninguna objeción, en principio, para un préstamo. La consigna del gobierno hasta ahora ha sido que se restrinja el crédito a los clientes privados, pero hay señales evidentes de relajación, y no es que yo esté desvelando ningún secreto de Estado. Claro que tendría poca competencia. O ninguna (alguna novela que otra, que me han dicho que prestan en la tienda de lanas Busy Bee). Nada que merezca destacarse. Y usted me asegura que tiene una experiencia considerable en el ramo.
Mientras se preparaba para explicar por tercera vez lo que quería decir con eso, Florence se vio a sí misma y a su amiga, veinticinco años atrás: dos jóvenes ayudantes en Müller’s en la calle Wigmore, con el pelo ondulado al estilo Eugene, y los lápices colgándoles del cuello con una cadena. El inventario era lo que mejor recordaba, cuando el señor Müller, después de pedir silencio, leía con una calma calculada la lista de jovencitas y sus compañeros, elegidos por sorteo, para que se encargaran de la revisión del día. Era 1934 y no había suficientes chicos, pero ella tuvo la suerte de que la emparejaran con Charlie Green, el comprador de poesía.
—Aprendí todo lo que hay que saber sobre el negocio cuando era una niña —dijo—. No creo que lo fundamental haya cambiado mucho desde entonces.
—Pero nunca ha desempeñado un puesto de gestión. Bueno, hay dos o tres cosas que quizás merezca la pena señalar. Digamos que se trata más bien de un consejo. Había muy pocos negocios en Hardborough, y la idea de tener uno más, igual que la brisa marina que llega tierra adentro, movía ligeramente la pesada atmósfera del banco.
—No me gustaría robarle tiempo, señor Keble.
—Ah, deje que sea yo quien juzgue eso. Creo que se lo plantearé de esta manera. Cuando se vea a sí misma abriendo una librería, pregúntese cuál es su verdadero objetivo. Ésa es la primera pregunta que uno debe hacerse antes de embarcar en cualquier tipo de negocio. ¿Espera dar a nuestro pequeño pueblo un servicio necesario? ¿Espera obtener unos beneficios considerables? ¿O quizás, señora Green, va usted a remolque, sin comprender del todo el mundo completamente distinto al que conocemos que los años 1960 pueden tener
preparado para nosotros? A menudo pienso que es una pena que no haya unos estudios homologados para el pequeño empresario, o empresaria…
Evidentemente, había estudios homologados para directores de banco. Inmerso como estaba el señor Keble en una corriente que dominaba, su voz adquirió ritmo, amparada por la experiencia de muchas navegaciones previas. Se explayó entonces sobre la necesidad de llevar la contabilidad de una forma profesional, sobre sistemas de préstamo y pago, sobre posibles descuentos.
—… me gustaría insistir en un punto, señora Green, que lo más probable es que a usted se le haya pasado y que, sin embargo, es muy evidente para quienes estamos en una posición desde la que podemos disfrutar de una perspectiva más amplia. La cuestión es ésta: Si durante un determinado período de tiempo los ingresos no son equiparables a los gastos, se puede predecir con bastante tino que las dificultades monetarias no se harán esperar.
Florence sabía esto desde el día en que recibió su primera paga, cuando a los dieciséis años había empezado a ganarse la vida por sí misma. Contuvo el impulso de responder de forma grosera. ¿Qué había sido de los buenos propósitos que se había hecho mientras cruzaba por el mercado hasta el edificio del banco, cuyos sólidos ladrillos rojos desafiaban la persistencia del viento, de ser prudente y obrar con tacto?
—En cuanto a los fondos, señor Keble, ya sabe que se me ha brindado la oportunidad de comprar prácticamente todo lo que necesito a Müller’s, ahora que van a cerrar. —Logró decir esto con seguridad, aunque, en realidad, se había tomado el cierre de Müller’s como un ataque personal a sus recuerdos—. No tengo una estimación al respecto todavía. Y, en lo que se refiere a las instalaciones, usted estaba de acuerdo en que 3500 libras era un precio más que justo por Old House y por el cobertizo de ostras.
Para su sorpresa, el director vaciló.

—La propiedad lleva vacía mucho tiempo. Por supuesto que es una cuestión entre su agente inmobiliario y su abogado… Thornton ¿no? —Esto era una floritura artística, una especie de debilidad, ya que sólo había dos abogados en Hardborough—. Pero yo hubiera pensado que el precio habría bajado algo más… La casa seguirá ahí si decide esperar un poco… Ya sabe, el deterioro… La humedad…

—El banco es el único edificio en Hardborough que no tiene humedades —respondió Florence—. Quizás trabajar aquí todo el día le haya hecho a usted demasiado exigente.
—… y he oído hablar de la posibilidad… Creo que puedo decir que se ha mencionado la posibilidad de que la casa se destine a otros menesteres. Aunque, claro, siempre se puede realizar una reventa.
—Naturalmente, mi intención es reducir los gastos al mínimo.
El director se preparó para sonreír comprensivo, pero se ahorró el esfuerzo cuando Florence continuó de manera tajante:
—No tengo la más mínima intención de revender —dijo—. Es un tanto peculiar dar un paso así a mi edad, pero una vez hecho, no tengo intención de dar marcha atrás. ¿Para qué otras cosas se cree la gente que se puede utilizar Old House? ¿Por qué nadie ha hecho nada al respecto en los últimos siete años? Los grajos habían anidado en la casa, se habían caído la mitad de las tejas, olía a rata. ¿No es mejor que sea un sitio donde la gente pueda dedicarse a hojear libros?
—¿Está usted hablando de cultura? —dijo el director, con una voz a medio camino entre la pena y el respeto.
—La cultura es para aficionados. No puedo permitirme llevar una tienda que tenga pérdidas. ¡Shakespeare era un profesional!

Hizo falta menos de lo que debería para alterar a Florence, pero, al menos, tenía la suerte de contar con algo que le importaba de verdad. El director respondió suavemente que leer requería de una cantidad enorme de tiempo…

 

Emily Mortimer, izquierda, e Isabel Coixet, durante el rodaje de 'La librería'.

Adaptación cinematográfica

Sobre la adaptación cinematográfica de La librería, el crítico de cine del diario español El País, Carlos Boyero dice: «Coixet describe todo esto con una delicadeza y un tono cercanos a la orfebrería. Imágenes, diálogos, silencios, pequeños y reveladores gestos conviven en armonía, arropados por una atmósfera magnética y veraz. Su intimismo es contagioso. Y la historia que me han contado sigue conmigo durante el resto del día».

Tráiler de 'La librería'

 

   

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    Un comentario

    1. No he podido ver aún la pelucula, pero me imagino que será tan maravillosamente ejecutada como sus anteriores trabajos, no solamente es una preciosidad de novela sino que el que sea dirigida por Isabel ya es garsntia de belleza y pureza

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