Así es ‘Sin novedad en el frente’, el testimonio sobre la Primera Guerra Mundial adaptado al cine que ganó 4 Oscars 2023
El soldado Erich Maria Remarque convirtió, en 1929, su experiencia en un alegato contra el sinsentido y el horror de las guerras. WMagazín publica un fragmento de este clásico que debería recordarse siempre
Presentación WMagazín Los estragos de la guerra en todos los ámbitos, del físico y emocional de los soldados al territorial, político y social, lo contó con veracidad, sencillez y contundencia Erich Maria Remarque (Alemania, 1898-Suiza, 1970) en Sin novedad en el frente (Edhasa. Traducción de Judith Vilar). Es su testimonio sobrecogedor y conmovedor como soldado en el frente de la Primera Guerra Mundial cuando tenía 19 años. Un clásico de la narrativa antibélica que debería ser recordado con frecuencia, sobre todo en estos tiempos cuando se libra la guerra de Rusia contra Ucrania y hay otros graves conflictos en el mundo. Remarque publicó la novela en 1929. Al año siguiente, 1930, fue llevada al cine con éxito por Lewis Millestone (dos premios Oscar como Mejor Película y Dirección). En la adaptación del alemán Edward Berger, de 2022, ha tenido muy buenas críticas, ganó en 2023 los principales premios británicos Bafta y en la Academia de Hollywood cuatro Oscars: Mejor Película internacional (Alemania), Fotografía, Diseño de producción y Banda sonora (tenía nueve nominaciones).
WMagazín publica un fragmento del libro en el cual Erich Maria Remarque muestra el paisaje de horror de la guerra para luego entrar en los estragos de su mundo interior en la trinchera.
En la adaptación cinematográfica de 2022 logró nueve nominaciones a los premios Oscar, incluidas Mejor película, Película internacional (Alemania) y Guion adaptado. El guion es de Edward Berger, Lesley Paterson e Ian Stokell. En su reparto figuran Felix Kammerer (el narrador y trasunto de Remarque), Albrecht Schuch, Aaron Hilmer, Moritz Klaus, Edin Hasanovich, Danie Brühl…
El siguiente es el pasaje que hemos elegido de esta novela testimonial escrita con crudeza, claridad y delicadeza al mismo tiempo:
Sin novedad en el frente
Por Erich Maria Remarque
Soy joven, tengo veinte años, pero no conozco de la vida más que la desesperación, el miedo, la muerte y el tránsito de una existencia llena de la más absurda superficialidad a un abismo de dolor. Veo a los pueblos lanzarse unos contra otros y matarse sin rechistar, ignorantes, enloquecidos, dóciles, inocentes. Veo a los más ilustres cerebros del mundo inventar armas y frases para hacer posible todo eso durante más tiempo y con mayor rendimiento.
Me resulta extraño pensar que en mi casa, en un cajón del escritorio, hay un montón de poesías y una tragedia empezada titulada Saúl. Les dediqué muchas noches, al fin y al cabo casi todos hemos hecho algo parecido; pero ahora me parece tan irreal que ya no puedo imaginármelo.
Desde que estamos aquí, nuestra vida anterior ha quedado atrás sin que nosotros hayamos tomado parte en ello. A veces intentamos tener una visión general y una explicación para esa vida, pero no lo conseguimos. Precisamente para nosotros, chicos de veinte años, nada está claro; para Kropp, Müller, Leer, para mí, para todos aquellos a quienes Kantorek señala como la juventud de hierro. Los mayores están atados firmemente a su pasado, poseen un patrimonio, mujer, hijos, profesión e intereses, unas ataduras tan fuertes que la guerra no puede romperlas. Pero nosotros, los chicos de veinte años, sólo tenemos a nuestros padres y, algunos, una novia. No es mucho, porque a nuestra edad la autoridad de los padres está en su punto más débil y las chicas aún no nos dominan. Fuera de esto, no teníamos mucho más; algunas fantasías, algunas aficiones y la escuela, nuestra vida no llegaba más allá. Y no ha quedado nada de todo eso.
Kantorek diría que nos hallamos precisamente en el umbral de la existencia. Es algo así. Aún no habíamos echado raíces. La guerra nos ha barrido. Para los demás, mayores que nosotros, es una interrupción, pueden pensar más allá de la guerra. Pero de nosotros se ha apoderado, y no sabemos cómo terminará. Lo único que sabemos, de momento, es que nos ha embrutecido de un modo extraño y triste, aunque ya ni siquiera nos entristezcamos a menudo.
(…)
Durante diez semanas recibimos instrucción militar, y en ese tiempo nos formamos de un modo más decisivo que en diez años de escuela. Aprendimos que un botón reluciente es más importante que cuatro volúmenes de Schopenhauer. Al principio, sorprendidos; luego, indignados, y finalmente indiferentes, constatamos que lo decisivo no parecía ser el espíritu sino el cepillo de las botas, no el pensamiento sino el sistema, no la libertad sino la rutina. Nos habíamos alistado con estusiasmo y buena voluntad, y, sin embargo, hicieron lo posible para que nos arrepintiéramos. Al cabo de tres semanas ya no nos resultaba inconcebible que un cartero con galones tuviera más poder sobre nosotros que el que antes poseían nuestros padres, nuestros profesores y todos los círculos culturales juntos, de Platón a Goethe. Con nuestros jóvenes ojos alerta, vimos que el concepto clásico de patria de nuestros maestros se plasmaba allí en un abandono tal de la personalidad que ni el más humilde de los sirvientes hubiera aceptado. Saludar, cuadrarse, desfilar, presentar armas, dar media vuelta a la derecha, media vuelta a la izquierda, golpear con los tacones, aguantar insultos y montones de humi llaciones; nos habíamos imaginado de otro modo nuestra misión, y nos encontramos con que nos preparaban para el heroísmo como si fuéramos caballos de circo. Aunque pronto nos acostumbramos. Incluso comprendimos que una parte de todas esas cosas era necesaria, del mismo modo que otra era superflua. El soldado tiene buen olfato para esas cosas.
(…)
Me miro las botas. Son grandes y toscas, y meto los pantalones dentro; de pie, dentro de esos anchos tubos, parecemos fornidos y fuertes. Pero cuando vamos a bañarnos y nos desnudamos, de repente volvemos a tener las piernas y los hombros flacos. Entonces ya no somos soldados, sino casi unos chiquillos; parece mentira que podamos cargar con mochilas. Es un momento extraño ese de vernos desnudos; entonces somos civiles y casi nos sentimos como tales.
(…)
Me siento desfallecer, de repente no aguanto más. No quiero seguir maldiciendo, no tiene sentido, quisiera dejarme caer al suelo y no volver a levantarme nunca.
Llegamos junto a la cama de Kemmerich. Ha muerto. Aún tiene el rostro lleno de lágrimas. Tiene los ojos semiabiertos, amarillos como viejos botones de concha.
El enfermero me da un codazo.
—¿Te llevas sus cosas?
Asiento con un gesto.
Prosigue:
—Tenemos que llevárnoslo enseguida, necesitamos la cama. Hay varios en el pasillo.
Recojo las cosas y quito a Kemmerich la chapa de identidad. El enfermero me pide su cartilla militar. No la tiene aquí. Le digo que probablemente estará en la oficina de la compañía y me voy. A mis espaldas ya se llevan a Franz en una camilla.
Afuera siento la oscuridad y el viento como una liberación. Respiro lo más hondo posible y siento el aire cálido y suave en mi rostro. De pronto me cruzan el pensamiento imágenes de chicas, prados floridos, nubes blancas. Mis pies, dentro de las botas, avanzan, ando más rápido, empiezo a correr. Junto a mí pasan soldados, sus conversaciones me irritan aunque no las entiendo. La tierra está rebosante de energías que me inundan a través de las suelas de mis botas. La noche está cargada de electricidad, el frente retumba sordamente como un concierto de tambores. Mis extremidades se mueven ágilmente, siento mis articulaciones llenas de vigor, me lleno de aire los pulmones y los vacío. La noche está viva, yo estoy vivo. Siento hambre, mayor que la que siente mi estómago.
Müller me espera delante del barracón. Le doy las botas. Entramos y se las prueba. Le van a la medida.
Revuelve entre sus provisiones y me ofrece un buen pedazo de salchicha. Además, hay té caliente y ron.
- Sin novedad en el frente. Erich Maria Remarque. Traducción de Judith Vilar (Edhasa).
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