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Detalle de la ilustración de la portada de ‘Less’, de Andrew Sean Greer.

Llega ‘Less’, una de las novelas cómicas más aplaudidas en Estados Unidos

Andrew Sean Greer obtuvo con este libro el Pulitzer 2018. Es la historia de un escritor fracasado a punto de cumplir los 50 años que da la vuelta al mundo con encuentros literarios para huir de la boda de su exnovio. Lee un adelanto en primicia

Presentación WMagazín Una de las mejores novelas cómicas de los últimos años en Estados Unidos, según medios como The Washington Post y The New York Times es Less, de Andrew Sean Geer, editada en España por ADN Alianza de Novelas y que llegará a las librerías este 14 de marzo. La novela estuvo en todas las listas de los libros más destacados de 2017 y el año pasado obtuvo el Pulitzer. The Washigton Post se refirió a ella así:

«Con demasiada frecuencia, nuestros estándares de grandeza literaria excluyen las novelas cómicas, lo que generalmente está bien porque hay pocas grandes novelas cómicas. Pero debe hacerse más espacio para Less. En las primeras páginas, un escritor llamado Arthur Less está deprimido por cumplir 49 años. Su ansiedad sobre el envejecimiento se ha visto exacerbada por la noticia de que su ex novio está a punto de casarse con un hombre más joven. Confrontado con la posibilidad de celebrar su boda, Less decide enviar su arrepentimiento y huir. Él acepta ciegamente las invitaciones que ha recibido de todo el mundo: un batiburrillo de asignaciones de enseñanza, retiros y lecturas. Esos conciertos proporcionan la estructura de la novela, un país diferente para cada capítulo, y Greer es increíblemente gracioso acerca de la incomodidad que le espera a un escritor viajero de menos reputación. Se trata de una comedia de decepción destilada por un dulce elixir».

WMagazín avanza en primicia el comienzo de Less que llegará a las librerías este 14 de marzo. Andrew Sean Greer es un autor de grandes ventas por libros como Las confesiones de Max Tivoli.

'Less', de Andrew Sean Greer

Vista desde mi perspectiva, la historia de Arthur Less no es tan terrible.

Miradlo: elegantemente sentado en un sofá con forma de rosco, de mullido aspecto, en el recibidor del hotel, con traje azul y camisa blanca, y las piernas cruzadas de forma que uno de sus relucientes mocasines se suelta del talón y queda colgando. La pose de un joven. Su sombra esbelta sigue siendo la de su yo más joven, pero con casi cincuenta años recuerda a esas estatuas de bronce de los parques que —excepción hecha de una rodilla muy pulida que los escolares soban porque trae buena suerte— van decolorándose poco a poco, adquiriendo el hermoso tono de los árboles que la rodean. Eso mismo le ha ocurrido a Arthur Less, antaño rebosante de una juventud entre dorada y rosácea y hoy desvaído como el tono del sofá en que se sienta, dándose golpecitos con un dedo sobre la rodilla y mirando fijamente el reloj de pared. Una larga nariz patricia, perennemente quemada por el sol (aun en el nuboso octubre neoyorquino). Pelo rubio medio desteñido, demasiado largo por arriba y demasiado corto por abajo; el vivo retrato de su abuelo. Esos mismos ojos de un azul acuoso. Escuchad: quizá oigáis su ansiedad haciendo tic, tac, tic, tac, mientras él observa fijamente el reloj de pared. El reloj de pared, por desgracia, no hace tictac. Se paró hace quince años. Arthur Less no es consciente de ello; sigue creyendo, a su edad, que quienes aceptan acompañarte a un acto literario llegan a tiempo y que los botones dan cuerda invariablemente a los relojes de pared de los recibidores de los hoteles. Él no lleva reloj de pulsera; su fe también va adelantada. Es mera coincidencia que el reloj se parase a las seis y media, casi exactamente la hora a la que deberían llevarlo al acto de esa noche. El pobre hombre no lo sabe, pero son ya casi las siete menos cuarto.

Mientras Less espera, da vueltas y vueltas por el recibidor una joven con un vestido de lana marrón, una especie de colibrí forrado de tweed, polinizando primero a un grupo de turistas y luego a otro. Asoma la cabeza entre un corro de gente sentada en sillas, hace una pregunta e, insatisfecha con la respuesta, se dirige rápidamente hacia otro grupo. Less no se fija en ella ni en su ronda. Está demasiado concentrado en el reloj averiado. La joven se acerca al encargado de la recepción y luego va al ascensor, abordando a un grupo de señoras emperifolladas que se dirigen a una velada teatral y reaccionan dando un respingo. El mocasín suelto de Less sube y baja. Si hubiese prestado atención, quizá habría escuchado la acuciante pregunta que la mujer hace a todas las personas que hay en el recibidor, salvo a él. En la pregunta reside la clave de todo lo que está ocurriendo: «Disculpe, ¿es usted la señorita Arthur?».

El problema —que no encontrará su resolución en el recibidor— radica en que la acompañante oficial cree que Arthur Less es una mujer.

En su descargo, hay que decir que ha leído solo una novela suya, en formato electrónico, en la que no aparecía foto del autor. La chica encontró tan atractiva y persuasiva la narración que dio por hecho que solo una mujer podría estar tras ella. Supuso que el nombre Arthur sería una de esas excentricidades de género típicamente estadounidenses (ella es japonesa). Less se lo toma como una crítica entusiasta, de las poco habituales. Flaco favor le hace ahora, sentado en el sofá en forma de rosco, desde cuyo centro, de forma cónica, emerge una lustrosa palmera. Pues son ya las siete menos diez.

Arthur Less lleva aquí tres días; está en Nueva York para entrevistar al famoso autor de ciencia ficción H. H. H. Mandern, con motivo de la aparición de la nueva novela de H. H. H. Mandern; en ella este da vida, de nuevo, a su enormemente popular robot detective, Peabody. En el mundo de los libros, se trata de una primera plana y entre bastidores hay un trasiego importante de dinero. Había dinero en la voz que llamó a Less de la nada y le preguntó si conocía la obra de H. H. H. Mandern y si estaría dispuesto a entrevistarlo. Había dinero en los mensajes del publicista que dio instrucciones a Less sobre las preguntas que no podían hacerse a H. H. H. Mandern (su esposa; su hija; su obra poética, objeto de críticas no muy buenas). Había dinero en la elección del lugar del acto y en los anuncios pegados a lo largo y ancho del Village. Había dinero en el Peabody inflable que batallaba contra el viento a las puertas del teatro. Había dinero incluso en el hotel donde habían reservado una habitación a Arthur; al entrar, le mostraron una pirámide de manzanas «de cortesía», de la que podía coger una cada vez que quisiera, de día o de noche (de nada). En un mundo en el que la mayoría de la gente lee un libro al año, hay mucho dinero puesto en la esperanza de que este justamente sea el libro y de que esta noche marque el inicio de una trayectoria gloriosa. Todo ello depende de Arthur Less.

Y, aun así, Less observa diligentemente un reloj parado. No se da cuenta de que la persona de organización que debe acompañarle está de pie junto a él con cara de angustia. No la ve ajustarse el fular y salir del recibidor a través de ese tam­bor de lavadora que a veces son las puertas giratorias de los hoteles. Mirad el pelo ralo en la coronilla, su parpadeo veloz. Mirad su fe infantil.

Una vez, cuando tenía veinte años, una poeta con la que había estado charlando apagó un cigarro en una maceta y dijo: «Eres como una persona sin piel». Una poeta. Una poeta le dijo eso. Una poeta que se ganaba la vida flagelándose viva en público le había dicho que, de todas las personas, él, el alto, joven y esperanzado Arthur Less, «no tenía piel». Y, sin embargo, era cierto. «Tienes que ser más incisivo», le decía constantemente su antiguo rival, Carlos, en los viejos tiempos. Less no sabía qué significaba eso. ¿Que debía ser malo? No, significaba protegerse, blindarse contra el mundo. Pero ¿puede uno proponerse ser más incisivo? ¿No es como intentar ser más gracioso? ¿O es que hay que fingirlo, como cuando un hombre de negocios sin vis cómica memoriza chistes y todo el mundo se muere de la risa y el tipo desaparece de la fiesta antes de que se le termine el repertorio?

Sea como fuere, Less no lo intentó nunca. Cumplidos los cuarenta, no había conseguido cultivar sino una leve impresión de sí mismo, algo que podría compararse al caparazón transparente de un cangrejo blando. Las reseñas mediocres o el desdén no intencionado no pueden ya hacerle daño, pero el desengaño, el desengaño verdadero, perforará su fina piel animal y de ella brotará sangre del color habitual. ¿Por qué tantas cosas empiezan a parecer aburridas con la mediana edad —la filosofía, el radicalismo y demás comida rápida— y, sin embargo, el desengaño amoroso sigue escociendo? Quizá porque encuentra siempre nuevas fuentes de desengaño. Ni siquiera ha vencido los viejos miedos más estúpidos; solo los esquiva: llamar por teléfono (marcando frenéticamente, como un artificiero desactivando una bomba), tomar taxis (casi dejando caer la propina y bajando de un salto, como si lo acabara de soltar su secuestrador) o hablar con hombres atractivos o famosos en fiestas (ensayando mentalmente sus frases de presentación para darse cuenta, al instante, de que lo que están haciendo es despedirse). Less sigue teniendo esos miedos, pero el paso del tiempo les ha puesto solución. La mensajería y el correo electrónico le salvaron para siempre de volver a llamar por teléfono. Los taxis empezaron a aceptar pagos con tarjeta. Los ligues potenciales podían contactar contigo por las redes. Sin embargo, el desengaño… ¿Cómo evitarlo, salvo renunciando enteramente al amor? Al final, esa fue la única solución que Arthur Less supo encontrar.

Quizá esto explique por qué entregó nueve años de su vida a cierto joven.

He olvidado mencionar que tiene en el regazo un casco de cosmonauta ruso.

Pero, ahora, un poco de suerte: desde el mundo que se extiende más allá del recibidor, una campana toca una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete veces, haciendo que Arthur Less se levante de su asiento como un resorte. Miradlo: observa fijamente a su traidor, el reloj de pared, y corre hacia la recepción para hacer —por fin— la fundamental pregunta: «Disculpe, ¿puede decirme la hora?».

—No entiendo por qué pensaba usted que era yo una mujer.

—Tiene usted tanto talento, señor Less. ¡Me engañó! ¿Qué lleva ahí, por cierto?

—¿Esto? La librería me pidió que…

—Me encanta Materia oscura. Hay una parte que me recordó mucho a Kawabata.

—¡Kawabata es uno de mis favoritos! Kioto. La vieja capital.

—Yo soy de Kioto, señor Less.

—¿De verdad? Viajaré allí en unos meses y…

—Señor Less, tenemos un problema.

Esta conversación tiene lugar mientras la mujer del traje de lana marrón lo conduce por el vestíbulo del teatro, decorado con un solitario árbol de atrezo detrás del cual podría esconderse el protagonista de algún vodevil. El resto es ladrillo pintado de un negro resplandeciente. Less y su acompañante han corrido desde el hotel al lugar donde se celebraba el acto, y el escritor ya siente cómo su camisa blanca y tersa se transparenta por el sudor.

¿Por qué él? ¿Por qué le habían propuesto ese bolo a Arthur Less? Un autor menor cuya mayor fama le había venido dada por su relación de juventud con la Escuela Río Russian de escritores y artistas; un escritor demasiado viejo como para ser considerado novedad y demasiado joven como para su redescubrimiento, y que nunca se sienta junto a nadie que pueda conocer su obra. Pues bien, Less sabe por qué. No es ningún misterio; está todo calculado: ¿qué escritor de literatura aceptaría prepararse una entrevista sin cobrar? Tenía que ser alguien terriblemente desesperado. ¿Cuántos otros escritores, conocidos de él, dijeron «ni en broma»? ¿Cuántos puestos corrieron en la lista de posibles candidatos hasta que alguien propuso preguntar a Arthur Less?

Arthur Less es realmente un hombre desesperado.

Desde el otro lado de la pared oye a la muchedumbre entonando un cántico, probablemente el nombre de H. H. H. Mandern. El mes pasado, Less se volcó —muy privadamente— en las obras de H. H. H. Mandern, operetas espaciales que al principio lo horrorizaron, con su lenguaje sordo y sus risibles personajes de repertorio, pero luego lo conmovieron merced a su inventiva. No cabía duda de que ese Mandern tenía más talento que él. La nueva novela de Less, una investigación grave sobre el alma humana, parecía un planetoide en comparación con las constelaciones que ese tipo había inventado. Aun así, ¿qué iría a preguntarle? ¿Qué se le pregunta a un novelista, aparte de «cómo»? La respuesta, como Less muy bien sabe, es obvia: «¡Ni idea!».

Su acompañante parlotea sobre el aforo del teatro, el número de ejemplares que se han reservado desde el anuncio del lanzamiento, la gira de presentaciones, el dinero, el dinero, el dinero. La chica menciona que H. H. H. Mandern ha sufrido, al parecer, una intoxicación alimentaria.

«Ya verá», dice la acompañante, y acto seguido empuja una puerta negra que da paso a una habitación limpia y resplandeciente, en cuyo centro hay una mesa plegable sobre la que han dispuesto varios platos de pastrami y otros embutidos. Junto a ella, una señora de pelo blanco con un chal y, a sus pies, H. H. H. Mandern, vomitando en un cubo. La señora se gira hacia Arthur y escudriña con la mirada el casco de cosmonauta: «¿Quién coño es usted?».

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