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‘Llámame por tu nombre’, el origen literario de un amor homosexual y una película exitosa

Con cuatro candidaduras a los premios Oscar, incluida Película y Guión adaptado, la cinta se basa en la novela homónima de André Aciman. WMagazín publica un capítulo de esta historia de descubrimiento e iniciación de los sentimientos, la seducción, la lujuria y el amor

Presentación WMagazín. «La naturaleza tiene formas astutas para encontrar nuestro punto más débil». La historia de amor de Elio y Oliver que ha conmovido este año en el cine nació en una delicada novela publicada en 2007 por André Aciman con el mismo título: Llámame por tu nombre (Alfaguara). Diez años después llegó a las pantallas y es candidata a cuatro premios Oscar, entre ellos Mejor Película, Guión Adaptado (a cargo de James Ivory),  Actor (Timothée Chalamet) y Canción. Es una historia de aprendizaje sobre el descubrimiento de los sentimientos, la seducción, el deseo, la lujuria y el amor juvenil, entre un muchacho de 17 años y un adulto de casi 30, durante un verano en Italia.

Es el tiempo, es la memoria, desandar el paraíso, los paraísos soñados y anhelados que crean el paraíso real. Lo que fue como es recordado. Hablar o morir es el desafío que plantean novela y película. Superar el temblor de los sentimientos y deseos inesperados y reconocerse para ganar el paraíso en la tierra y no solo en el espejismo del recuerdo.

La sutil novela de André Aciman, nacido en Alejandría en 1951, pero que vivió parte de su adolescencia en Italia y luego en Estados Unidos, ha obtenido premios como el Lambda Literary Award, mejor Libro del Año según The Washington Post y Publishers Weekly.  Aciman dirige en la Universidad de Nueva York el Writer’s Institute. Antes había sido profesor de Literatura comparada y creativa del Bard College y la Universidad de Princeton. Es autor de cuatro novelas, un volumen de cuentos, cuatro ensayos y del libro de memorias La huida de Egipto con el cual empezó su carrera literaria en 1995.

Aciman ha dicho que la adaptación cinematográfica de Llámame por tu nombre le ha encantado. La dirección es de Luca Guadagnino con la cual cierra la que llama Trilogía del Deseo que completan las maravillosas y turbadoras Yo soy el amor y A Bigger Splash. El guión de James Ivory, que en 1987 dirigió también un clásico de amor homosexual: Maurice, basada en la novela homónima de E. M. Forster y de grandes títulos como Lo que queda del día. Dos grandes directores unidos por una estética y tempo parecidos.

Sobre el tratamiento de los sentimientos, el deseo, el cortejo, la lujuria y el amor en la novela, Aciman, dijo en una entrevista a Longreads: «Es mucho más fácil escribir sobre el amor joven y la lujuria joven que sobre la lujuria de mediana edad. (…) A todos les gusta la gente joven, el momento juvenil. En cambio los amores de mediana edad son, digamos, la política del asunto, no la lujuria real. Quiero decir, tenemos lujuria, pero no es lo mismo que la lujuria y el amor juvenil ni del enamoramiento joven. Por otro lado, si pienso en todas las pasiones que he tenido en mi vida, algunas sucedieron cuando tenía 12 años, luego cuando tenía 15, 16, 22, 23. Pero, entonces, comenzaron a declinar, porque ya sabes de qué se trata. Ya sabes y ves a dónde va. Tú sabes lo que la otra persona va a decir. Incluso puedes escribirlo para ellos porque eres mejor escritor que orador».

En cuanto a él como autor y la escritura de la novela Aciman explicó:

«Todos pensamos que un escritor es consecuente. Pero nadie es siempre lo que es. Tenemos al menos nueve yoes y ni siquiera hablamos con algunos de ellos. Al final del día, cuando eres escritor, tienes una familia, tienes amigos, tienes personas con las que hablas por teléfono, y luego llega un momento en el que te retiras y entras en tu pequeño cobertizo o despacho, sea lo que sea,  y aquí es donde escribes, aquí es donde realmente creas cosas nuevas. No tienes idea de lo que va a salir, pero quieres seguirlo.

Y a veces te emociona seguirlo: ‘Dios mío, Dios mío, estoy escribiendo una historia de sexo gay y ¿qué sé sobre el sexo gay?’ ¡No sabía nada! Así que estoy escribiendo al respecto, y luego tengo la escena con el melocotón [una escena en Llámame por tu nombre que es a la vez muy tierno y muy obsceno]. Ahora, ¿hablas en serio? ¿He hecho algo así alguna vez? ¡Nunca! ¿Podría? ¡Nunca! ¿Bueno?

Pero sigues con esto, y luego tienes dudas: ‘¿Un melocotón? ¿De verdad?’. Pero luego te dices a ti mismo: ‘No, tiene que quedarse’. No porque se me haya ocurrido, porque la mitad de las cosas que se me suceden se apagan, sino porque había algo implacablemente real en esa escena y yo la quería allí. Dice algo sobre los personajes».

La audacia de la juventud, la sinceridad del primer amor, el combate interior ante sentimientos nuevos. Ahora los dejamos con el primer capítulo de Llámame por tu nombre editada por Alfaguara:

Trailer de 'Llámame por tu nombre'

Llámame por tu nombre, de André Aciman

«¡Luego!» Una palabra, una expresión, una actitud.

Nunca había escuchado a nadie utilizar «luego» para despedirse. Me resultó arisco, seco y despectivo, dicho con la velada indiferencia de alguien a quien le daría igual no volver a verte o no saber nada de ti.

Es el primer recuerdo que tengo de él y aún hoy puedo oírlo. «¡Luego!»

Cierro los ojos, pronuncio la palabra y vuelvo a estar en la Italia de hace tantos años, caminando por la acera arbolada y viéndole salir del taxi con una camisa azulada de estampado ondulado, con los cuellos bien abiertos, las gafas de sol, un gorro de paja y mucha piel a la vista. De repente me da la mano, me entrega su mochila, saca el equipaje del maletero del taxi y me pregunta si mi padre está en casa.

Puede que todo comenzase precisamente allí y en aquel instante: la camisa, las mangas remangadas, los pulpejos redondeados de su talón que se escapan de las alpargatas desgastadas, ansiosos por probar la cálida gravilla del camino que lleva a nuestra casa y preguntando con cada zancada por dónde se va a la playa.

El huésped de este verano. Otro pelmazo.

Entonces, casi sin mediación y ya de espaldas al coche, agita el envés de la mano que le queda libre y suelta un despreocupado «¡luego!» a otro pasajero que había en el coche, con quien probablemente había compartido el pago de la carrera desde la estación. Ni siquiera dijo un nombre o hizo una bromilla para suavizar la abrupta despedida. Nada. Le despachó con una palabra: brusca, audaz y franca. No había forma de que le hubiese podido molestar.

Observa, pensé yo, así es como se despedirá de nosotros cuando llegue el momento. Con un brusco y chapucero «¡luego!».

Mientras tanto, tendremos que soportarle durante seis largas semanas.

Estaba francamente intimidado. Era uno de los inaccesibles.

Bueno, podría intentar que me gustase. Desde su barbilla redondeada hasta sus pulidos talones. Y después, tras unos días, aprendería a odiarle.

Esta era la misma persona cuya foto de la solicitud había resaltado meses antes como promesa de unas afinidades instantáneas conmigo.

Acoger a huéspedes durante el verano era la manera que tenían mis padres de ayudar a profesores universitarios jóvenes a revisar un manuscrito antes de su publicación. Todos los veranos durante seis semanas debía dejar libre mi habitación y mudarme a un cuarto del pasillo mucho más pequeño y que había sido de mi abuelo. En los meses de invierno, cuando estábamos en la ciudad, se transformaba en un cobertizo, almacén y ático a tiempo parcial, donde se rumorea que mi abuelo, mi tocayo, aún rechina sus dientes en su sueño eterno. Los residentes estivales no tenían que pagar nada, se les otorgaba un uso libre de toda la casa y podían hacer básicamente lo que les apeteciese siempre y cuando dedicasen más o menos una hora al día a ayudar a mis padres con la correspondencia y papeleos varios. Se convertían en parte de la familia y, después de unos quince años haciendo esto, nos habíamos acostumbrado a recibir una tonelada de postales y regalos, no solo en Navidad, sino todo el año, de gente que estaba en deuda emocional con mi familia y que solía desviar sus itinerarios cuando venía a Europa para pasarse por B. durante un día o dos con sus familias y darse un paseo nostálgico por sus antiguos refugios.

Era común que durante las comidas hubiese dos o tres invitados más, unas veces familiares o vecinos, otras compañeros de clase, abogados, médicos, personas ricas y famosas que se acercaban a ver a mi padre de camino a sus casas de verano. En ocasiones, incluso abríamos nuestro comedor a parejas de turistas ocasionales que habían oído hablar de la vieja casa de campo y simplemente deseaban pasarse por allí a echarle una ojeada y se quedaban encantados cuando les invitábamos a comer y les pedíamos que nos contasen algo de su vida, mientras que Mafalda, a la que se informaba en el último momento, cocinaba su especialidad más novedosa. A mi padre, reservado y tímido en privado, lo que más le gustaba era rodearse de valiosos expertos en cualquier campo para mantener largas conversaciones en varios idiomas, mientras el caluroso sol estival y unas cuantas copas de rosatello daban entrada a la tarde con su inevitable letargo. Denominábamos a ese cometido la labor del almuerzo y, al poco tiempo, también se unían a él la mayoría de nuestros invitados de seis semanas.

Quizá todo comenzase poco después de su llegada, durante una de aquellas comidas tremendas, cuando se sentó junto a mí y me di cuenta de que, aparte de un ligero bronceado conseguido durante su breve estancia en Sicilia a comienzos de aquel verano, el color de las palmas de sus manos era igual de pálido que la suave piel de las plantas de los pies, la del cuello o la del envés de sus antebrazos, que no habían estado expuestas tanto al sol. Lucían casi de un rosa claro, tan brillante y suave como la parte inferior del estómago de un lagarto. Íntimo, casto, implume, como el rubor en la cara de un atleta o el atisbo de la aurora en una noche tormentosa. Me dijo cosas sobre él que nunca hubiese sabido cómo preguntar.

Puede que comenzase durante aquellas interminables horas después de comer cuando todo el mundo holgazaneaba en traje de baño por la casa, cuerpos espatarrados en cualquier lugar matando el tiempo hasta que alguien sugería ir a las rocas a darse un baño. Los parientes, primos, vecinos, amigos, amigos de amigos, colegas, o básicamente cualquiera al que le apeteciese llamar a nuestra puerta para pedir que le dejásemos utilizar nuestra cancha de tenis, todo el mundo era bienvenido a gandulear, nadar o comer y, si permanecían el tiempo suficiente, a utilizar la casa de invitados.

O quizá comenzó en la playa. O en la cancha de tenis. O durante nuestro primer paseo juntos el primer día que estuvo aquí cuando me pidieron que le enseñase la casa y los alrededores y, una cosa llevó a la otra, me las arreglé para llevarle más allá de las viejísimas puertas de hierro forjado y llegamos hasta el interminable solar vacío que llevaba hacia las vías del tren abandonadas que solían conectar B. con N.

—¿Hay alguna estación abandonada en algún lugar? —me preguntó mientras observaba entre los árboles bajo un sol abrasador, con la intención probable de formular una consulta típica que se debe hacer al hijo del dueño.

—No, nunca hubo una estación. El tren simplemente paraba cuando se le solicitaba.

Le llamaba la atención el tren; las vías parecían muy estrechas. Había gitanos que vivían en ellas ahora. Llevan habitando ahí desde que mi madre venía a veranear aquí cuando era niña. Los gitanos han transportado dos vagones descarrilados más hacia el interior. ¿Quería ir a verlo?

—Quizá luego.

Una indiferencia educada, como si se hubiese percatado de mi inoportuno entusiasmo por darle coba y se estuviese alejando de mí sumariamente.

Me dolió.

En lugar de eso me dijo que quería abrirse una cuenta en uno de los bancos de B. y luego hacer una visita a la traductora al italiano a quien su editor en Italia había adjudicado su libro.

Decidí llevarle allí en bici.

Timothee Chalamet (izquierda) y Armie Hammer.

La conversación sobre ruedas no mejoraba la que habíamos tenido a pie. Por el camino paramos a por algo para beber. La bartabaccheria estaba completamente a oscuras y vacía. El dueño fregaba el suelo con un fuerte producto a base de amoniaco. Salimos de allí a toda velocidad. Un solitario mirlo que descansaba sobre un pino mediterráneo entonaba unas pocas notas que se perdían inmediatamente entre el zumbido de las cigarras.

Le di un buen trago a la botella grande de agua con gas, se la pasé y luego volví a beber. Me eché un poco en la mano y me froté con ella la cara, pasándome los dedos por el pelo. El líquido no estaba lo suficientemente frío ni tenía mucho gas, por lo que dejaba una sensación de sed mal aplacada.

¿Qué se podía hacer por allí?

Nada. Esperar a que acabase el verano.

Y entonces, ¿qué se hacía en invierno?

Sonreí al pensar en la respuesta que estaba a punto de darle. Él lo pilló al vuelo y dijo: «No me lo digas: esperar a que llegue el verano, ¿a que sí?».

Me gustaba que me leyese la mente….

André Aciman
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