Llega Mircea Cărtărescu y su esperado mundo onírico y de la memoria en ‘Cegador’
El escritor rumano vuelve con 'El ala izquierda', primera parte de su trilogía. Lo hace después del éxito de 'Solenoide', uno de los mejores libros de 2017. En septiembre recibirá el Premio Formentor de las Letras
Presentación WMagazín. «Una fila de trineos sin cascabeles, tirados por caballitos de crines alborotadas, con las pezuñas envueltas en bandas de piel, llevaba hacia la salvación a todo el clan de los Badislav»…
Estas palabras abren el esperado mundo creado por Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) en Cegador I: El ala izquierda que publicará Impedimenta el 17 de septiembre, con traducción de Marian Ochoa de Eribe. Es la primera parte de una gran trilogía de este poeta y narrador que WMagazín adelanta en su serie Veranos de Avances Literarios Exclusivos.
Cegador es una trilogía escrita entre 1996 y 2007 que se alza como la obra cumbre de este escritor rumano. Y ya es mucho decir teniendo Solenoide (Impedimenta). Pero la primera parte de Cegador: El ala izquierda está escrita con una gran belleza en el lenguaje, con un mimo por las palabras y un aire mítico que la convierten en una de esas obras que son un mundo donde entras y vives en él, te quedas en él, y este se queda contigo. Es la fuerza creadora de las palabras que se siguen por saber qué historia cuenta, pero, sobre todo, cómo la cuentan. Aquí una voz antigua, de esas de toda la vida que no tiene tiempo y sus frases resuenan en toda su cadencia.
Es Mircea Cărtărescu que se remonta a la memoria familiar, a más allá de sus recuerdos vivos y entra él mismo en la época de los recuerdos heredados y fabulados que dan como resultado una narración onírica con las raíces en la tierra. Es la Bucarest de los años sesenta y setenta. Es la construcción de una familia y su mundo hecho de todo lo que hay a su alrededor que a su vez es creado por ellos. Ecos de grandes autores y obras como Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
En palabras de su editor, Enrique Redel, en este primer capítulo «Mircea narra la mítica huida de su bisabuelo del pueblo de Tantava, tras una épica insurrección de los muertos de la aldea, que se sienten abandonados tras darse todos los vecinos a los placeres de la amapola, y la subsiguiente batalla con una horda de ángeles bizantinos que acaba en masacre, incendio y exilio».
Cărtărescu es uno de los escritores contemporáneos de Europa más relevantes y que empieza a tener cada vez más lectores y a recibir reconocimientos. En mayo pasado fue el encargado de dar la conferencia inaugural de la 77ª Feria del Libro de Madrid, con Rumanía como país invitado, y en septiembre recibirá el Premio Formentor de las Letras.
* Si te gusta WMagazín suscríbete gratis a nuestra Newsletter y participa en el sorteo de 5 libros firmados por sus autores. Puedes suscribirte, hasta el 31 de agosto, en el siguiente enlace.
'El ala izquierda', Cegador I
Por Mircea Cărtărescu
Una fila de trineos sin cascabeles, tirados por caballitos de crines alborotadas, con las pezuñas envueltas en bandas de piel, llevaba hacia la salvación a todo el clan de los Badislav, a los jóvenes, a los viejos, a los niños y a las mujeres, junto con el trigo, con los arcones de carne de cerdo conservada en manteca, con sus ropas, sus iconos y con las estolas del pope, que, vestido como un campesino más, fustigaba de vez en cuando la grupa marrón brillante de la yegua que trotaba enjaezada y graciosa ante él. También la yegua le golpeaba en el rostro con su cola dorada y áspera, y mostraba el orificio negro como el alquitrán entre las grupas. Ante ellos no se distinguía camino alguno, tan solo el campo que conducía al Danubio y a la redención, cubierto por la nieve que les llegaba hasta el pecho a los caballos. Sotos de bosque joven y ralo, con los tallos inmóviles en el aire helado, como dibujados en el aire con tinta sepia, quedaban atrás a ambos lados. Los cuervos, como hojas negras, migraban de un árbol a otro y sacudían la nieve de las ramas. El sol de oro fundido empujaba las sombras al paso de los trineos y trazaba unos árboles finos sobre las ondas de nieve, brotaban de la misma raíz que los verticales pero parecían más alargados y más frondosos. En los siete trineos se amontonaban los supervivientes del pueblo carbonizado y humeante, de sus callejuelas y chabolas llenas de cadáveres merodeados por lobos y zorros. Aquel año terrible la calamidad no vino de la mano de los turcos, ni de la tempestad que avivaba las llamas, ni de los albaneses del gobierno. Si alguien hubiera preguntado a cualquiera de las mujeres con collares de monedas al cuello y pañuelos de cendal en torno a sus feos rostros de búlgaras, con ojos cristalinos como los de las cabras, esta habría fruncido el ceño con desesperación y estupidez y se habría santiguado, pero no le habría respondido, pues lo único que querían todos era olvidar. Entre sus pellizas, en el fondo del trineo, se apretujaban los niños y algún que otro perro negro, cuyas patas temblaban enloquecidas. Recordaban tan solo la aldea aislada del mundo, en una vaguada de los montes Ródope, rodeada por riscos de basalto; en la roca se abría una garganta que desembocaba, hasta donde alcanzaba la vista, en unos pastos floridos y en unos fértiles huertos de hortalizas. Un pueblo apartado cuyos habitantes estaban unidos por complicados lazos de parentesco, todos eran primos y compadres, todos vivían en el temor a Dios en torno a una ermita sin torre edificada en medio de la aldea. En verano trabajaban doblados sobre rodrigones de tomates y sobre cuadros de pimientos morrones, los chiquillos llevaban las vacas a pastar y trenzaban interminables cadenas de dientes de león o peleaban con los cayados, bellamente tallados y repujados. El cielo era azul como una flor de transparentes pétalos azules abierta sobre el valle.
Junto a las casuchas estaba el cementerio atestado de cruces, unas en pie, otras derrumbadas por el paso del tiempo, con temblorosas inscripciones en caracteres cirílicos. Las más antiguas, de piedra, estaban tan cubiertas de musgo y tan devoradas por el liquen que parecían esponjas informes desperdigadas por la tierra negra, rodeadas por cólquicos y aros. En la iglesia entintada por el humo, el pope procuraba mentarlos a todos regularmente, y las velas de sebo de vaca ardían sin cesar, tiznando el techo bajo como si fuera el culo de una sartén. Roscos y colivă, arroz con leche y ciruelas pasas constituían el alimento de los muertos, se los enviaban por el hilillo de agua del arroyo Bârzova, en barquitas de madera repletas de cirios, los días señalados por el santoral. A los viejos del pueblo que se quedaban dormidos en brazos del Señor se les cantaba bajito al oído, en la noche del velatorio, para explicarles los detalles del destierro que les esperaba: tenían que hacerse amigos de la nutria para atravesar las aguas negras, y del lobo, para conocer el camino hacia la casa de su familia, allí podrían abrazar a su padre y a su madre, reunidos todos como niñitos en torno a la Madre de Dios y al Niño de luz.
Aquel fue, sin embargo, el año de las adormideras. En invierno, los Badislav pudieron contemplar, en sus manos llenas de callos, las semillas menudas y cenicientas de la amapola, desconocidas hasta entonces y traídas por una caravana de gitanos que, robando y leyendo el futuro en las conchas, recorría los Balcanes. Los gitanos hablaban, mientras despiojaban a sus osos, sobre la maravillosa flor que atraía los sueños, que hacía que los bebés callaran y durmieran como lirones toda la noche, que dilataba las pupilas de las mujeres y hacía que suspiraran por acoplarse. Los granitos eran buenos, mezclados con miel, para hacer aromáticos pasteles, y de sus cápsulas se extraía la leche de los santos, que te llevaba al paraíso y te hacía conocer en vida a los ángeles de las nubes. A cambio de las semillas, por un saquito lleno, los gitanos pidieron cuatro hermosos violines que olían a madera de abeto, con cuerdas de tripa de oveja retorcida, de esos que sabían fabricar algunos campesinos. La caravana partió de improviso, esfumándose en el vacío como si nunca hubiera existido.
Las mujeres entraron con hoces en aquel sembrado que les llegaba hasta el pecho y pasaron un día entero segando aquellas plantas, muertas de la risa, pues las cápsulas les recordaban la zarzamora del miembro de sus maridos.
Quedaron las semillas de amapola, ligeras como el papel, que los Badislav sembraron en una franja entera de tierra negra y reluciente, entre hileras de calabacines y de lechugas. En pleno verano se abrieron unas flores de pétalos morados, con manchas negras como la lengua de los ahorcados; las hojas de los largos tallos eran de un verde azulado muy pálido, salpicado de cal. Cuando los pétalos cayeron y se mezclaron con la tierra, quedaron unas cápsulas rebosantes de leche que emanaban un tufo tan dulzón que los pájaros no sobrevolaban el campo venenoso; tampoco los escarabajos ni las langostas se atrevían a pasar entre los tallos pálidos. En poco tiempo, las cápsulas se hicieron grandes como la cabeza de un bebé y, al agitarlas, las semillas resonaban en su interior. Las mujeres entraron con hoces en aquel sembrado que les llegaba hasta el pecho y pasaron un día entero segando aquellas plantas, muertas de la risa, pues las cápsulas les recordaban la zarzamora del miembro de sus maridos. Las acarrearon en cestos hasta la veranda de las casas y una vez allí, todavía entre risas, al anochecer, extrajeron el líquido espeso y extendieron sobre unas bandejas, al aire libre, la «simiente de gitano», como la bautizaron finalmente. En unos cuantos días, la leche había cuajado, estaba dura como el queso, y luego como la piedra. Parecía tiza jabonosa de un blanco azulado, también las mujeres pusieron esa corteza en un almirez y la majaron hasta volverla tan fina como el polvo del camino. Hicieron rosquillas y hojaldres turcos en los que, junto con la mermelada, la miel y las cáscaras de naranja, espolvorearon el polvo mágico. Lo mezclaron con vino y con aguardiente de pera, con leche con mămăliga y en los cigarrillos de maíz que ellas se liaban. Se reunió todo el pueblo en una fiesta inolvidable, como si estuvieran en pleno invierno; se divirtieron y contaron chistes hasta que el vapor de la amapola se les subió a la cabeza y todos, tanto los mozos como los viejos, cayeron en un extraño trance. Se les apareció un ángel de luz, desnudo, con pechos de mujer y vergüenzas de hombre, con el cabello dorado prendido en miles de trenzas. Y el ángel les dijo: «Estáis libres de pecado. Sed como vuestro abuelo Adán y vuestra abuela Eva, pues vuestros pecados han sido perdonados». Y todos, mozos y mozas, esposos y esposas, se despojaron de sus pellizas y camisolas y se acoplaron al buen tuntún entre los perros y los niños: la madre con el hijo, el padre con la hija, el hermano con la hermana, y así estuvieron, con las pupilas tan dilatadas como el iris, con un sudor transparente y helado corriendo por sus rostros, hasta que asomó el otoño, dulce como el mosto al principio, áspero como el vino tinto después. Las llamas y la herrumbre se extendieron por las colinas mientras, en el valle, la aldea se desmoronaba poco a poco y las vacas mugían muertas de hambre. Aspirando el mapacho mezclado con semilla de gitano, los hombres yacían en los bancos sin otro cuidado que mantener el fuego en la estufa. Las mujeres se olvidaban de sus bebés, los dejaban lloriqueando en las artesas y se marchaban al pueblo, con los pezones maquillados, en busca de un amante cuyo peso no hubieran sentido aún. Cuando lo encontraban en algún granero lleno de ruedas de telarañas —el insecto, saciado, se encontraba en el centro y mostraba la cruz del dorso—, ellas, que se habían casado vírgenes y que no se atrevían a levantar los ojos del suelo en presencia de su esposo, se arremangaban ahora las faldas y mostraban sus muslos rollizos y la colina peluda en el centro; se dejaban montar allí mismo, sobre los sacos de trigo, en medio del olor de los correajes engrasados con sebo.
Los espectros irrumpieron en los zaguanes, luego en las habitaciones donde, ante los ojos de las mujeres que creían estar soñando, arrancaban de las cunas a los bebés envueltos en pañales y mordían con apetito su carne tierna, salpicando el suelo de adobe con su delicada sangre.
Las telarañas —con arañitas en los extremos— habían llenado el aire de oro, se enredaban en los zarcillos de la vid, en los tutores del huerto, y volaban después hacia la linde de la aldea, donde el antiguo cementerio se doraba al sol como un sapo en los últimos días de brumario. Allí se trababan en los brazos de las cruces; poco después, el cementerio entero estaba vestido de encajes de hilo de seda. Bajo la tierra, en sus estrechas casitas de pino, los muertos se morían de hambre. Llevaban cuarenta días sin ser invocados en la iglesia, donde el viejo cura permanecía sentado, llorando entre los iconos como un navegante en un velero a la deriva; durante todos esos días no habían recibido los roscos, la coliva ni el arroz con leche de sus parientes vivos. Aterrorizados ante la idea de morir por segunda vez de hambre y olvido, los muertos empezaron a agitarse, un rugido amenazador surgía del subsuelo. Haciendo castañetear sus poderosas dentaduras, comenzaron a romper los tablones esponjosos, destruidos por las larvas enquistadas de los escarabajos, a excavar con sus garras como de topo unos túneles que los llevaban de unos a otros, a reunirse de dos en dos o de tres en tres y, finalmente, todos juntos, formando un pueblo subterráneo, se apiñaron en una cava atravesada por raíces; los ataúdes, que quedaban ahora encima de los cráneos, parecían brillar como cajitas de cristal. Trescientos muertos debilitados por un prolongado ayuno, pero animados por una rabia que solo los difuntos conocen, entrechocaban allí las pálidas setas de sus cráneos y hacían crujir sus ropas ennegrecidas, mantenían largos y duros discursos y se miraban unos a otros abriendo de par en par sus órbitas vacías, llenas de gusanos. Y al comienzo del invierno, el día de los santos mártires Mina, Hermógenes y Eugrafo, hacia el ocaso, un ejército putrefacto, calvo y sarcástico se abrió camino hacia el mundo blanco. Había muertos viejos, de huesos amarillos como los de las vacas, que no habían sabido numerar sus miembros, así que se habían olvidado algunos dedos o la mandíbula inferior en el antiguo féretro; había también muertos más recientes, envueltos aún en sus camisolas, que conservaban en los rostros y en el cuerpo retazos de carne seca como la mojama; había mujeres con las caderas ensanchadas por los partos y con la caja torácica envuelta en unas melenas que recordaban el cáñamo sin hilar; había críos pequeños, vencidos por el peso de unos cráneos demasiado grandes para su débil cadáver; había apestosas carroñas de perros y gatos que, animadas por el espíritu de aquella cólera colosal, acompañaban también a la cohorte. Un hedor ponzoñoso se arremolinaba sobre ellos como una humareda verde, y se elevaba hacia las estrellas. Cuando llegaron a las casas, se dispersaron; cada uno se dirigió donde su familia y comenzó una matanza atroz entre los aullidos desesperados de los perros. Los espectros irrumpieron en los zaguanes, luego en las habitaciones donde, ante los ojos de las mujeres que creían estar soñando, arrancaban de las cunas a los bebés envueltos en pañales y mordían con apetito su carne tierna, salpicando el suelo de adobe con su delicada sangre. Se abalanzaban sobre las mujeres, las montaban sobre los bancos y las penetraban con su gusano negro, itifálico, endurecido por primera vez después de tanto tiempo. Acorralaron a los mozos en los graneros, esquivaron con maestría sus golpes desesperados con las horquillas; finalmente los agarraron de la pelambrera para arrancarles los brazos y las piernas, como si fueran langostas, y les royeron los cogotes hasta llegar al hueso. Muertos de miedo, muchos de los campesinos se aliaron con los esperpentos, descuartizaron en primer lugar a sus mujeres e hijos y a continuación, con la mirada vidriosa y temblando como hojas, estrangularon a los perros de los corrales y bebieron su sangre negra. Aquella noche empezaron a caer unos copos grandes y blandos, que se derretían en los charcos rojizos de las callejuelas. Los cadáveres vagaban en vano, de casa en casa, en busca de gente con vida. Los encontraron debajo de las camas y detrás de los hornos, indiferentes a sus aullidos, los sacaron de allí y los convirtieron en mártires, los empalaron y los desollaron vivos; a última hora de la tarde no parecía quedar ya nadie con vida en el pueblo. Entonces dieron fuego a las casas y las cincuenta isbas empezaron de repente a echar humo y a sacar lenguas rojas como los dragones de los iconos. Solo la iglesia del centro del pueblo permaneció negra y silenciosa, con su empinada techumbre de tejas sobre la que empezó a cuajar, como un ribete de plata, la nieve. En la plazoleta frente a la iglesia, donde los vecinos bailaban la horă todos los domingos, se reunieron, en pequeños grupos, los muertos procedentes de todas las callejuelas. Porque por las grietas de las viejas paredes emergía el dulce aroma a carne de gente sana y salva que excitaba el apetito de los habitantes del subsuelo. Los supervivientes se habían congregado en el recinto sagrado donde, de rodillas, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas, bruscamente espabilados de la embriaguez de la amapola morada, rogaban a la piadosa Madre de Dios. El pope, el único que no se había pervertido con los poderes de la planta oscura, preparaba entretanto sus armas de guerra, en las que había depositado todas sus esperanzas. Se había vestido con su casulla de fiesta mayor, se había puesto al cuello la cadena de plata de la que colgaba, cubriéndole el pecho, una cruz de ébano incrustada con perlas antiguas e irregulares. Colocó ante él, una vez los hubo retirado de las paredes, los iconos que habían demostrado obrar milagros. En el amplio bolsillo delantero de la sotana guardó la cajita de cristal que contenía el diente de uno de los doscientos discípulos del santo mártir Nicon, el tesoro de incalculable valor de la iglesia. En la mano derecha sujetaba un incensario humeante y en la izquierda, el Evangelio, abierto en la página en la que Cristo expulsa a los demonios de un poseído y los arroja a una piara de cerdos. Cada uno de los cuarenta habitantes de Badislav llevaba un icono bendito al cuello y, en la frente, una brillante mancha de mirra.
Había que prenderle fuego, pues las gruesas vigas se veían tan orgullosas como los muros de un castillo. Los esperpentos se arremolinaron y sus labios arrojaron al mismo tiempo una llamarada verde como el veneno, sus lenguas negras colgaban como las de los galgos.
El ejército de huesos y harapos, animado fantásticamente por la luz de las hogueras, deliberaba. Los esqueletos limpios, los más antiguos, agitaban bajo la nieve unas patas largas como de mantis religiosa. No les importaba el murmullo piadoso del interior ni el olor a incienso: la ciudadela debía ser sometida y destruida a toda costa, y todos sus habitantes exterminados. Y todo ello antes del canto de los gallos. La nieve que había empezado a cuajar, húmeda y cristalina, se retiraba ante las pezuñas tintineantes que mostraban unas uñas petrificadas a través de sus viejísimas abarcas. La puerta de la iglesia estaba reforzada con hierros y su gruesa y agrietada piel exhibía las huellas de las armas y los arcabuces, manchas de sangre, blasfemias talladas en letras cirílicas que algún pope de la antigüedad no había conseguido lijar. El cadáver de la vieja Liubiţa, enterrada tan solo una semana antes, rebosante aún de gusanos blancos y gordos, se acercó y palpó la puerta con unos dedos amoratados. Su cabeza de ojos rezumantes asintió y se retiró. Había que prenderle fuego, pues las gruesas vigas se veían tan orgullosas como los muros de un castillo. Los esperpentos se arremolinaron y sus labios arrojaron al mismo tiempo una llamarada verde como el veneno, sus lenguas negras colgaban como las de los galgos. La llama chocó contra un trozo de madera secular y solo unas pocas astillas se encendieron para consumirse casi al instante. Volvieron a soplar, pero tampoco ahora se prendió el roble embreado. Los esqueletos comprendieron entonces que no conseguirían vencer por sí mismos. Se reunieron, como ante el brocal de un pozo, en torno al círculo de fuego que el más viejo de los muertos había trazado en la nieve sirviéndose de una antorcha. Contemplaban con sus órbitas negras y vacías cómo el barro del interior del círculo se tornaba translúcido como un agua verde y profunda, y cómo esa agua, cada vez más rojiza, más parda, más oscura, más negra que el betún, descendía hasta el fondo de la tierra, donde unos puntos y unas lucecitas parecían empezar a moverse. Cientos de manchas saltarinas, hirsutas, rojizas brotaron de la oscuridad, aferrándose a la línea de luz. Al poco, unas alas peludas de murciélago, unas colas fustigadoras, unos picos corvos, unos pechos gibosos, unos cuernos de toro y de carnero y de chivo y de muflón y de víbora cornuda y de dragón surgieron de un cenagal de aullidos como los de una mujer de parto o los de un hombre al que arrancan los huevos. Corrían cada vez más deprisa, se aferraban como piojos, con pinzas y ventosas, a los chorros de luz, sus caderas escamosas palpitaban, se reían a carcajadas con unas bocas dentadas que se abrían en sus vientres, los labios de sus traseros eructaban con rostros enloquecidos, bizqueantes. Eran los demonios, que habían empezado a surgir del círculo mágico como una fabulosa maraña de maldad, llenando el cielo con sus alas y sus aullidos, la tierra con gotas de veneno y esperma, y con horror al Ser Divino. Los demonios-grillo se abalanzaron sobre el tejado de la iglesia, clavaron la sierra de su cola entre las tejas y depositaron en su interior unos huevos alargados de los que, al instante, asomaron arañas venenosas de cien patas. El sacerdote, con sus hábitos de hilo dorado, los petrificaba rociándolos con agua bendita. Los demonios reptadores excavaron agujeros en la tierra y se presentaron inesperadamente entre los penitentes. Pero el incienso se coló por sus narices e hizo añicos sus cráneos de serpiente. Los demonios-murciélago se hicieron con unos bloques de piedra, sobrevolaron el tejado con ellos y los dejaron caer sobre él. Cuando las alcanzaba, sin embargo, la plegaria angelical de los rezos, las piedras se detenían en el aire y se abrían como unos enormes capullos, mostrando unos pétalos carnosos, de rara belleza, de tal manera que el cielo sobre la iglesia se llenó de flores multicolores. Locos de rabia, los demonios se lanzaron hacia las paredes, se encaramaron a ellas y al tejado, royendo y escarbando con las garras de tal manera que ni una sola esquinita del santo recinto podía adivinarse bajo la maraña hormigueante, bajo el revoltijo enloquecido, bajo el zumbido furioso de los élitros y las antenas.
Cuando sus pies se posaron en el suelo, los transparentes heraldos, construidos con ideas y cristal, se nutrieron de las fuerzas de la tierra. Unos hilillos de sangre brotaron en las plantas de los pies.
La pesada puerta se abrió entonces de par en par y los cuarenta aldeanos, vestidos con sus camisolas blancas, con los rostros y las manos de un color rojo transparente a la luz de las velas que portaban, salieron apretujados unos contra otros, precedidos por el sacerdote de las barbas hasta la cintura, ceñudo y decidido como el Dios Padre de los iconos. La inmensa cruz de más de dos metros, acarreada por sus fuertes manos, que sobresalían de unas mangas anchas, brillaba como el oro, al igual que las cruces que todos llevaban al pecho. Con más intensidad brillaba, sin embargo —grano de diamante con millones de destellos—, el diente del mártir en la cajita de vidrio, prendida ahora a la frente de una niña. La luz se derramaba por el valle, chocaba con las rocas de los alrededores, que se volvían transparentes como si fueran de cristal, y, cada vez más intensa, se alzaba en una sola columna hacia los cielos, rompiendo las nubes, apartando las estrellas y revelando la grandeza infinitamente dulce de la Trinidad. A través de la brecha de luz, empezaron a nevar ángeles con arcos y carcajes de flechas en bandolera; portaban largas lanzas y sus bucles de oro ondeaban en el descenso. Un grito de victoria brotó del pecho de los Badislav.
Cuando sus pies se posaron en el suelo, los transparentes heraldos, construidos con ideas y cristal, se nutrieron de las fuerzas de la tierra. Unos hilillos de sangre brotaron en las plantas de los pies, se extendieron rápidamente por sus cuerpos luminosos formando sistemas venosos y arteriales, visibles, como en los crustáceos, a través de la carne translúcida. Una sangre de pórfido tiñó sus labios y mejillas, y las grandiosas alas —dirías que de cisne— se unieron a la carena del pecho con unos músculos triangulares y fuertes. Los héroes alados, con armaduras de hojas de oro, formaron una falange y atacaron, lanzas en ristre, al desordenado hatajo de muertos. En unos instantes, el terrible pueblo subterráneo quedó reducido a un montón de tibias, vértebras, mandíbulas, cráneos y huesos ilíacos, amarillentos como la cera vieja, que exhalaba todavía veneno hacia los cielos. Los demonios se escurrieron de la iglesia como un fango espeso, la dejaron perdida de babas y excrementos, y se abalanzaron como una manada de lobos rabiosos contra las falanges de ángeles. Los conocían a todos y cada uno de ellos, pues eran los Fieles, los que habían permanecido con el Señor durante la gran rebelión, los que habían visto acrecentada su gloria mientras los demás se hundían en lo infradivino, lo infrahumano, lo infra-animal, arrastrados por la sangrienta espiral de la blasfemia eterna. En lo más profundo de cada uno, detrás de las escamas, de las garras y de las alas de dragón, latía un ángel lloroso.
Y comenzó la batalla que hizo temblar el pequeño valle sobre el que seguían cayendo copos de plata. Protegidos por sus iconos y sus cruces, envueltos en el vapor del incienso, los aldeanos permanecían apiñados, contemplando con los ojos abiertos de par en par, con las barbas erizadas, con la carne de gallina, la refriega. Los ángeles les arrojaban a los espectros flechas de hierro, de cristal y de luz, los desmenuzaban con las espadas de doble filo, su sangre negra se derramaba sobre la nieve, levantaban el vuelo y asfixiaban con sus grandes manos a los demonios alados. Dragones y hombres-lobo, grillos-topo con cabeza humana, hombres con cabeza de mosca abrían sus morros, hocicos y picos y lanzaban chorros de fuego rojo hacia los legionarios celestiales. De vez en cuando, unos ángeles con las alas encendidas, del color bengala del ave del paraíso, caían sobre una choza o un viñedo sin hojas. Como perros acorralados, mostrando los dientes, tres o cuatro diablos se abalanzaban aullando contra cada heraldo celeste, lo apestaban con el hedor de sus tripas, lo rociaban con la orina que arrojaban los increíbles tubos situados entre sus caderas y lo cubrían de maldiciones mortíferas, más venenosas que el fuego que brotaba de su boca, pues, ante aquellas palabras cargadas de una devastadora blasfemia, el cerebro angelical era asaltado por unos dolores atroces. En oleadas sucesivas, los monstruos asaltaban el triángulo afilado de la falange, lo rompían, atrapaban a algunos soldados y los arrastraban por el suelo en medio de la oscuridad. En estos asaltos también los diablos caían y se retorcían en medio de la nieve.
Hasta que, hacia el alba, la nevada cedió y los ángeles empezaron a cantar. Soltaron las espadas ensangrentadas y las lanzas con los estandartes desgarrados, se despojaron de las armaduras transparentes; envueltos en unas largas vestimentas blancas, los bucles de su cabello dorado caían desde los hombros hasta la cintura. Apiñados, con los ojos azules elevados hacia el cielo, los ángeles cantaban. Alzaban hacia Dios sus voces de niña, graciosas y frescas como tallos, como capullos de clavel. Elevaban en el aire frío y denso las súplicas cristalinas de la salmodia. Los hombres lloraban como niños, abrazando los iconos contra el pecho. El montón de huesos empezó a temblar, los esqueletos empezaron a recomponerse, las cráneos a buscar sus cuerpos, los fémures a unirse a la cadera, y, como amasada con la levadura del cántico sobrenatural, una carne nueva y tierna cubrió de nuevo los huesos fríos, una carne revestida de piel, de tal manera que, al poco, desnudos y rejuvenecidos, todos en la treintena, los muertos se pusieron en pie. Haciendo un último gesto de despedida a sus parientes vivos, el grupo de hombres y mujeres sin ropa se dirigió lentamente hacia el cementerio. Uno de ellos permaneció ante la iglesia para trazar en el suelo un gran círculo de fuego. Los demonios, petrificados desde el comienzo de la salmodia angelical, se precipitaron hacia el gran pozo en cuyo centro la tierra se había vuelto transparente. Se arrojaban en él de cabeza, aferrándose a las tráqueas de la luz, arrastrando los metros de intestinos de sus vientres desgarrados, dejando a su paso un reguero de vómito y sangre; fueron menguando poco a poco y desaparecieron en la oscuridad.
Un nuevo grito de felicidad llenó el vacío sobre los Badislav. Sin dejar de cantar, los heraldos se diseminaron entre los aldeanos, los abrazaron y reconfortaron uno a uno, cogiendo su rostro entre las manos y besando la frente con sus labios de granada. Con el roce, el hueso frontal se volvía cristalino como el hielo junto a una hoguera, hasta que todo el cráneo se tornaba transparente y brillante, y a través de él se veían los pliegues y los lóbulos rosados del cerebro. Únicamente un crío, el más mofletudo de todos, el de los ojos más grandes y más azules, escondía en su cráneo, en lugar de la delicada masa encefálica, una araña enorme, con las patas pegadas al cuerpo. La visión duró un instante, pues un vapor lechoso volvió a emborronar enseguida los huesos de los cráneos y la piel de nácar rayado de las frentes. Al abrazar a una feligresa de tetas enormes, uno de los ángeles vio que algo se endurecía debajo de su túnica, se levantaba lenta y dulcemente, hasta que se puso tieso y apuntó al cielo, mientras su camisola luminosa, como sostenida por un palo invisible, se arremangaba, arrugada, hacia arriba, descubriendo unos pies con uñas de calcedonia. El canto de alabanza se le atascó en la garganta y, en su lugar, un aullido gutural, como el de un lobo joven, brotó de su boca. Las lágrimas nublaron sus ojos, cristalinos desde la creación del mundo, y el ángel rabioso se arrojó de repente, contrayendo su rostro celestial, en el pozo de fuego, tras los pasos del último diablo, al que agarró de la cola de aguijones venenosos. Mientras se adentraba por el camino al Hades, su piel se cubría de pus y fístulas, sus membranas, de tiña, los ojos, de glaucoma, la espalda, de escamas, su mente, de caderas y de pechos de mujeres. Los demás ángeles, sin embargo, apenas mostraron un atisbo de pena por el compañero caído, reanudaron sus cánticos y, aleteando vigorosamente, se elevaron del suelo para alzarse solemnemente al cielo, siguiendo el denso rayo del diente del mártir, como una bandada de pájaros humanos. La sangre, la linfa, la melancolía y la hiel brotaban de las plantas de sus pies como un chorro propulsor, hasta que quedaron tan limpios y transparentes como la luz del pensamiento. Cuando alcanzaron las estrellas, los cielos se abrieron y los aldeanos pudieron vislumbrar de nuevo, cegador, el rostro piadoso de la Divinidad, en el que los ángeles se sumergieron como en una nube de oro.
Y ahora los trineos atravesaban la meseta extensa y soleada del campo sin senderos. Las fosas nasales de los caballitos resollaban, emitían un vaho ardiente. Alguna que otra mujer, con los cabellos completamente blancos después de la noche de horror, miraba asustada hacia atrás y hacía la señal de la cruz con la lengua en la boca cerrada, pero solo la estela de los patines se extendía hasta perderse, como una flecha que apuntara hacia la aldea del valle, el origen invisible del espacio y del tiempo. Avanzaban durante el día y al anochecer, cuando la nieve se tornaba de un rosa oscuro, el sacerdote levantaba la mano y organizaban un pequeño campamento al abrigo de los trineos. En el centro, el fuego blandía, como un pintor de iglesias, sus miles de pinceles, pintando de añil, azafrán y oro la pezuña de algún caballo, un chalequillo estampado con flores de árnica, un rostro redondo de ojos fatigados, una cantimplora sujeta con una cinta de piel raída y, a unos pocos pasos del campamento, la piel erizada del lomo de algún lobo. Tras un sueño a buen recaudo, al alba embridaban de nuevo a los caballos, bajo la bola roja, fundida, del sol, y reanudaban la huida. Por las noches, ningún hombre se acercaba a su mujer, y no habrían de hacerlo hasta que no se asentaran en algún lugar donde tuvieran hornos, una iglesia y huertos.
Aquellas últimas noches, las estrellas del cielo se habían multiplicado y la oscuridad suspendida en el firmamento era cada vez más profunda, más azul, salpicada de racimos y ramificaciones estelares. Los días se tornaban más cálidos, la nieve se derretía cada día que pasaba, los carámbanos goteaban en las ramas de los bosquecillos y las pezuñas hacían salpicar una mezcla templada de agua y hielo. La luz viró del gris al amarillo brillante y asomó una primavera temprana, con su perfume inquietante, llenando la gran esfera blanca en cuyo centro avanzaba la oruga oscura de los trineos. Una mañana, una línea azulada, extendida sobre el horizonte, apareció ante los fugitivos. La franja se ensanchaba a medida que se acercaban a ella, se transformó en una serpiente sinuosa enroscada en la lejanía, hasta que el camino empezó a descender y, lacerado por las varas de los árboles, atravesado por el vuelo graznador de los cuervos, se dejó ver aquel paisaje maravilloso. Era el majestuoso Danubio, de una anchura tan increíble que los árboles de la orilla de enfrente apenas se distinguían, como si fueran unos líquenes ralos envueltos en la bruma purpúrea. Una capa de cristal grueso, verdoso, pulido por un viento cálido, escondía, en toda aquella extensión, el tumulto abrumador de las aguas y, como un espejo cegador, reflejaba el sol en el cénit de su órbita. «¡Dunav! ¡Dunav!» gritaban los niños, que habían saltado de los trineos y correteaban, chapoteando por la nieve con sus abarcas de piel de cerdo, para llegar cuanto antes a la gigantesca pista helada. Pero el sacerdote los llamó a gritos y los hombrecillos regresaron, acariciando a su paso las barrigas calientes de los caballos. Porque, antes de atravesar sus profundidades, había que apaciguar el río. Se imponía ofrecer un sacrificio para no perecer engullidos en el furioso resquebrajamiento del hielo. El siervo del Señor recordaba cómo, en su infancia, cuando trajeron desde el norte el diente milagroso junto con otras reliquias sagradas, el sacerdote hizo un agujero en el hielo y lo roció con agua bendita, inclinándose de vez en cuando para leer algo en el atril abierto, colocado precisamente junto al agujero; agarró por los hombros a la niña elegida por el destino, besó sus ojos y la dejó caer en el agua helada. Había transcurrido toda una vida y las costumbres se habían dulcificado. Los viejos empezaron a mostrarse convencidos de que no es el cuerpo sino el alma del hombre lo que buscan todas las fuerzas de la Creación, sean luminosas o enemigas, y, puesto que la sombra no es sino espíritu, sería suficiente con sacrificar tan solo la sombra. Así que, cuando levantaban una casa, cuando atravesaban el agua, cuando construían un puente, a las inagotables deidades del lugar les ofrecían las sombras de los vivos en lugar de los antiguos sacrificios de carne y sangre.
(…)
Se contaban unas historias espeluznantes sobre aquellos a los que les habían robado la sombra. En menos de un año se les secaban las piernas, la cabeza y el cuello se les llenaban de bubas, la piel se les agusanaba y las lombrices —blancas con cabeza negra— pululaban por su cuerpo y, cuando morían, los intestinos, como un nido de víboras, salían del vientre y desaparecían en unos agujeros escarbados en el suelo. Su alma llegaba al infierno en el momento mismo de la aparición de la sombra, dejando que su cadáver podrido siguiera deambulando una temporada más bajo el sol. Los diablos lo recibían en un agujero excavado en un peñasco, lo colgaban boca abajo de un poste al rojo vivo, sobre el suelo en llamas, y, en un aire enrojecido, en medio de un tufo a azufre más abrasador que el fuego, con unos aullidos más desgarradores que el azufre, con un pánico más ensordecedor que los aullidos, le despedazaban la lengua, le arrancaban los huevos, le reventaban los ojos, desgarraban su carne y le descuartizaban el hígado, el corazón y las entrañas con sus largas uñas, le introducían por el ano unas lanzas al rojo vivo y todo esto una y otra vez, sin descanso, durante toda la eternidad.
- Cegador I. El ala izquierda. Mircea Cartarescu. Traducción de Marian Ochoa de Eribe. Editorial Impedimenta.
- INVITACIÓN Si te gusta WMagazín suscríbete gratis a nuestra Newsletter y participa en el sorteo de 5 libros firmados por sus autores. Puedes suscribirte, hasta el 31 de agosto, en el siguiente enlace. Te animamos a que invites a más gente a suscribirse a la revista enviándoles este enlace. ¡Gracias!
En palabras de su editor, Enrique Redel, en este primer capítulo de Cegador, «Mircea narra la mítica huida de su bisabuelo del pueblo de Tantava, tras una épica insurrección de los muertos de la aldea, que se sienten abandonados tras darse todos los vecinos a los placeres de la amapola, y la subsiguiente batalla con una horda de ángeles bizantinos que acaba en masacre, incendio y exilio».
Puedes leer a continuación todos los Veranos de Avances Literarios Exclusivos WMagazín:
1- Álvaro Pombo: Retrato del vizconde en invierno (Destino- Incluye vídeo del autor leyendo).
2- Danny Orbach: Las conspiraciones contra Hitler (Tusquets).
3- Marcos Giralt Torrente: Mudar de piel (Anagrama).
Excelente una motivación para los lectores.