Lobo Antunes novela el poder, la corrupción y la decadencia económica
WMagazín adelanta en primica un capítulo de la nueva novela del gran escritor portugués: 'De la naturaleza de los dioses'. Una narración memorable en su temática y lenguaje donde la palabra cobra voz a través de dos mujeres
Presentación WMagazín Una nueva novela de António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) siempre es una excelente noticia, esta vez titulada De la naturaleza de los dioses (Literatura Random House). Llegará a España el 21 de noviembre, pero WMagazín avanza en primicia un pasaje de la obra de uno de los mejores narradores contemporáneos cuya maestría en el lenguaje y el conocimiento de la psique, las emociones, los sentimientos y la condición humana ha creado libros inolvidables.
De la naturaleza de los dioses es una novela sobre la corrupción y el poder, la violencia en la sociedad portuguesa, pero, sobre todo, sobre el resquebrajamiento del corazón humano ante la caída en desgracia económica y moral y sentimental. El escritor portugués recuerda la fuerza de la memoria hecha palabra y lenguaje para convertirla en la voz de sus personajes. La manera como el ser humano busca comunicar, contar lo pensado, lo sentido, lo vivido. La necesidad imperiosa de compartir todo eso con alguien, traerlo a este mundo con palabras para exorcizarlo o para revivirlo o a la espera de que ocurra un milagro.
La novela tiene como hilo la relación entre dos mujeres: Fátima, una librera que lleva libros a una mujer en una mansión de Cascais, hasta que se da cuenta de que esa mujer lo que busca es alguien en quien depositar sus recuerdos, su vida. Así reconstruye su pasado, el de su padre con su ascenso económico y luego las consecuencias del poder adquirido y los modos en su obrar.
Es Lobo Antunes tocando teclas del alma desde temas cruciales de la existencia de manera lírica donde el lector se topa con paisajes de su interior como estos:
«—¿Qué es lo que abrís?
seguro que me inquietaría la respuesta, cuántas habitaciones tras las habitaciones que conozco, cuánto rumor de aguas negras, el mar de Cascais no se oye desde la tienda, se queda de bruces temblando en la arena, temblando.
(…)
—Qué guapa
aunque la boca en silencio se entienden las palabras
—Qué guapa
sin acercarse a mí, en mi cumpleaños un perfume ceremonioso».
A continuación un adelanto de De la naturaleza de los dioses en cuyas páginas se aprecia al gran Lobo Antunes con una sensibilidad conmovedora, bellas imágenes y hondura en su tratamiento al tiempo que invita a la reflexión:
'De la naturaleza de los dioses'
Por António Lobo Antunes
No creo en Dios, cómo podría hacerlo, cuando lo he necesitado no estaba y no me refiero a problemas importantes que le diesen trabajo, me refiero a la primera vez que fui mujer, por ejemplo, agachándome en la huerta entre las matas de judías, rodeada de saltamontes y abejorros y gusanos, el mundo erizado de pinzas, patas, alas, mandíbulas y cuando los dolores aflojaron no pensaba
–¿Qué me está pasando?
pensaba
–¿Quién soy a partir de hoy?
porque mi cuerpo raro, si se lo imaginara el prior seguro que no me daría la comunión, qué he hecho mal, dónde habré pecado, mi abuela
–Las mujeres han nacido para sufrir
y es verdad, Dios es hombre, piensa como un hombre y lo disculpo por no entenderlo, lo que no le disculpo es el rollo de las tardes de domingo frente al televisor antiguo que me regaló la dueña de la librería al comprar el nuevo, mi cumpleaños es en julio, a cada rato se va la imagen, veinticuatro de julio, le doy unos golpes y sale desenfocada, cómo estará hoy el embalse donde trabajaba mi padre que sigo sintiendo el agua creciendo y bajando en mí y la negra de las pulseras de goma, que se ocupaba de la cocina con mi madre, llamándome desde el jardín
–Fatinha
mi padre entrando en casa, olisqueando por todos lados
–Huele a negro que echa para atrás
y no creo en Dios porque no me hace caso como tampoco me lo hacía el padre de mi hijo, me buscaba por la noche en la oscuridad y siempre me hacía daño, me pesaba en el pecho, tardaba en soltarme, y yo
–¿Cuándo acaba esto cuándo acaba esto?
contando para mis adentros los coches en la carretera
–Cuando llegue a quince te empujo
a cada coche doblaba un dedo y dónde estaba Dios en esos momentos, les sumaba las motos y el triciclo del inválido del
piso bajo para aumentar el número, la claridad de los faros en el techo descubría manchas de humedad desconocidas, mi hijo a nuestro lado, con el chupete para abajo y para arriba, más deprisa a medida que su padre se acercaba al final, alucino con las herencias de los niños, la Señora a mí
–Se ha retrasado media hora
ofendida, con el chal de seda, recelosa de las traiciones del otoño, se veían las mareas de septiembre en medio de los pinos, me libré del zapato del vendedor en la pastelería para no tener que coleccionar de nuevo automóviles pero los dedos no me sueltan la muñeca, el padre de mi hijo se marchó hace un año y pico, su padre dia, la Señora
–Detesto la falta de puntualidad
su padre diabético, con una catarata en un ojo no me acuerdo si este o el otro igual que Dios no se acuerda de mí o es que entonces no existo, una ola más fuerte exasperó a los rosales tan, este, me acordé, sensibles siempre, el vagabundo nunca me dijo su nombre
–Buenos días
y eso era todo, incluso al cerrar la tienda, con las luces encendidas en la plazuela
–Buenos días
no charla, no da las gracias, no pide, si le damos lo que quiera que sea lo rechaza, la Señora a mí
–Siéntese
en el silloncito que mandó colocar cerca del suyo, esperando, me faltan media docena de azulejos en la cocina y un taco de la tarima que he disimulado con un trozo de corcho, al final de los arriates una pista de tenis donde incluso en verano no juega nadie, antes el padre de la Señora con los amigos y la madre de la Señora, con una boquilla larga, bajo una sombrilla violeta, alrededor de mi edificio hierbajos, matorrales, una bicicleta sin manillar que se van comiendo los arbustos, si nos entretenemos en el mismo sitio nos devoran bocado a bocado, pies, piernas, cintura, el silencio de la boca tarda más en salir, por ejemplo el del compañero de tenis del padre de la Señora cuando el padre
de la Señora, entre dos pelotas
–Quiero el cincuenta y uno por ciento de su cementera
sin interrumpir el partido, fue el otro quien se quedó inmóvil, mirándolo, no sé si me gusta venir a la casa de la Señora, no sé si me cae bien, a veces me asustan su expresión, los modos, el padre de mi hijo no nos busca, no llama, no manda dinero, me han dicho que su padre la catarata en los dos ojos, en una silla de mimbre jugando con los pulgares, el padre de la Señora a su compañero de tenis
–No me gustaría tener que cortarle el crédito y que la fábrica cerrase
el compañero falló una pelota, dos pelotas, avanzó un paso hacia el padre de la Señora, dejó caer la raqueta y abandonó el partido, docenas de barcos anclados en la bahía, gaviotas en la muralla, veinticuatro de julio a las siete de la mañana, dos quilos novecientos, el vagabundo, sin pelo, tardé en respirar, caminando por la arena, armado con una caña, enredando con las algas, las piedrecitas, siempre con perros alrededor, el compañero llamando a una criatura de rojo, debía de ser guapa yo, toda arrugada, que la Señora encontró en el despacho
–Vámonos Teresa
la criatura de rojo equivocándose con los broches de la blusa, buscando un pasador, el padre de la Señora a la Señora
–Saluda a la tía Teresa niña
los perros iban y venían por la playa, olfateando, ladrando, uno gris, con una llaga en el lomo, persiguió a un charrán hasta el agua y se detuvo a esperarlo, manchas de gasoil, pajas, tengo una amiga en la boutique de al lado de la librería que se llama Celeste, casada con un caboverdiano, no tiene hijos no por ella, por él que está en el médico con inyecciones y el médico
–No pierda la esperanza amigo mejorará
Celeste
–Hasta ahora no lo ha hecho pero es posible ¿no te parece?
el padre de la Señora a la criatura de rojo
–El amor por su marido me conmueve pero la respuesta es no
y puede que sea posible, qué sé yo, las inyecciones sirven para algo sobre todo si duelen, es señal de que el organismo reacciona, Celeste
–Es lo que me han explicado en la farmacia deberías haber estudiado
el perro volvió del agua desilusionado, lento, a lo mejor viajó también desde Cabo Verde, cualquier día le pego un porrazo al televisor y la imagen nanay, también mueren, las máquinas, en las traseras del edificio frigoríficos, ventiladores y cocinas abolladas, la criatura de rojo retrocedió en el pasillo y una última puerta cerrándose estruendosamente, bandadas de pájaros de colores en el agua del embalse, en África, el padre de la Señora al compañero de tenis que firmaba contratos con el bolígrafo chirriando
–No se ponga nervioso
el padre de la Señora, elogioso
–Me gusta su sensatez
con la mano tendida y el otro, en agonía, apretándosela
–Lo espero el sábado para nuestro partido
y la criatura de rojo presenciándolo al lado de la madre de la Señora mientras el compañero de tenis fallaba pelota tras pelota, el padre de la Señora con una sorpresa inocente
–¿Qué es lo que le pasa?
bandadas de pájaros de colores en el embalse, de eso me acuerdo y docenas de mirlos en el jardín de Cascais, Dios ausente, lógico, no me vengan con historias, qué se espera de Él, Celeste
–Quizá sea mejor así un bebé mestizo ¿no?
La criatura de rojo embarazada, el padre de la Señora
–Enhorabuena
la madre de la Señora escondiendo sospechas en el abanico, la Señora
–Por increíble que parezca me gustaba mi padre
en un aliento de niña, el sol me estorbaba y distinguía mal su trazo, intuía el perfil de una mujer mayor, suspendida en la luz, rodeada de muebles enormes, tropezando con la criatura de rojo cuando no estaba la madre, me dio miedo que el vagabundo se metiese mar adentro, que los perros despedazasen la mochila abandonada, el diabético
–¿Qué hora es?
y qué hora es de hecho, en el reloj de la librería, averiado hace siglos, eternamente las cuatro de la tarde y por consiguiente la negra, con las pulseras de goma, que trabajaba en la cocina, impregnando con su olor el olor del cocido, empezaba la cena, la Señora, aérea en la luz, aumentaba y mermaba al ritmo de las cortinas, llegando hasta mí y alejándose, solo deseo que no me abandonen los pájaros de colores, me apetece, qué sé yo por qué, escribir madre, ya está, madre, madre, el padre de la Señora con la raqueta en la mano y muchos árboles alrededor de la pista de tenis cuyo nombre desconozco, también muchos mirlos, no docenas como creía, cientos, miles, para la madre de la Señora miles, miles de mirlos y miles de criaturas de rojo, si el tren hubiera partido un hotel en Madrid, el hombre de la pitillera descorchando el champán y la madre de la Señora con una bata transparente, viéndolo mejor solo algunos árboles y algunos mirlos, las tonterías que se inventa la gente, el padre de la Señora inclinado sobre el capazo del bebé de la criatura de rojo dentro del cual sonajeros
–Igualito a su padre
y el compañero sin atreverse a mirarlo, escondiéndose en el panamá lo mejor que podía con la esperanza de que la sarga lo ocultase, se sacó de los pantalones un pañuelo que le agitaba la mano, son los pañuelos los que nos agitan, no somos nosotros los que, Celeste, con un hilillo de voz
–A veces después de estar con el negraco me apetece lavarme
y callándose arrepentida, una hora y media entre el sitio en que vivía y la boutique, autobús, metro, tren y por tanto envejeciendo deprisa, tendones en el cuello
–Fíjate en mi cuello
arrugas bajo el mentón que no engañan a nadie
–No engañan a nadie ¿verdad?
obvio que no engañan a nadie pero si te tiñeses el pelo puede ser que lo disimulase, no sé, el compañero de tenis buscó al padre de la Señora en el banco, esperó en una salita, con las rodillas juntas, examinando el tejido de los pantalones, sin cruzar la pierna por corrección, el padre de la Señora, invisible, con una chica rubia que entraba y salía y ni se fijaba en el compañero de tenis, el compañero de tenis
–No existo
y de verdad no existía, el padre de la Señora a la criatura de rojo
–Idiota
y la criatura de rojo de acuerdo, en cuanto el marido inten-
taba ahogarla lo rechazaba
–Ten paciencia
que traigo un peso en la cabeza, estoy exhausta, mañana me levanto a las siete, su cuerpo de espaldas, con un hombro al aire y señales de dedos en la raíz de la nuca que la pantalla rosa de la lámpara aumentaba, la Señora a mí
–Si cree que mi marido fue un canalla a veces creo que fue un completo canalla
el padre de la Señora a la chica rubia
–Mande entrar a ese pesado
de manera que lo oyese el compañero de tenis, sus dedos, que no apretaban la nuca de la criatura de rojo, se trituraban vencidos, se notaban las articulaciones, se notaban los huesos, si jugasen el uno contra el otro el compañero de tenis ganaría pero no sería capaz de llamar torpe al padre de la Señora porque el padre de la Señora enseguida
–Cállese
sin las palabras pero
–Cállese
antes de que el
–Torpe
viniese, de modo que el compañero un reconocimiento embarazoso
–Gracias por permitirme ganarle
cuando no me permitió ganar, el cabrón no tiene talento, el compañero con pánico a que se notase el
–Cabrón
impidiendo que saliera apretando la boca, sustituido por el
–Gracias por permitirme ganarle
construido letra a letra con un nerviosismo de condenado y las sílabas muy grandes, difíciles de alinear, la voz del padre de la Señora a la chica rubia que entraba y salía sin fijarse en el compañero, no existo, vale, convéncete de que no existes y aceptó que no existía, no estaba, la criatura de rojo, al repelerlo
- De la naturaleza de los dioses. António Lobo Antunes (Literatura Random House).
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