‘Los viajeros del continente’, donde la vida necesita una muerte digna y Europa una dignidad para vivir
La escritora y periodista española crea en esta novela la historia de un hombre con una enfermedad terminal que, en compañía de su esposa, desanda los pasos por un continente asediado de incertidumbres. WMagazín publica un pasaje de este libro, de Galaxia Gutenberg, sobre memoria, felicidad y nostalgia por el pasado y el futuro, sustentado en el amor
Presentación WMagazín “Y ahora vuelve a recordar, pero casi completo, el sueño de la víspera”. Lo mejor, la dicha de lo soñado que se mezcla con los hechos reales y recreados por los recuerdos. Memoria, felicidad y nostalgia, por el pasado y el futuro que son uno solo. Son tres de las ideas sustentadas sobre el amor con las que Eva Díaz Pérez insufla vida a su novela Los viajeros del continente (Galaxia Gutenberg). Una obra tan entrañable como profunda a través de la historia de un hombre que desanda sus pasos donde fue feliz en Europa para avanzar a su mañana, sobre la decisión de vivir de manera digna hasta el último suspiro, mientras el continente está rodeada de incertidumbres. La novela es como un pequeño árbol que al crecer va sacando sus ramas como metáforas, a medida que avanza la lectura. Su vida está allí, al igual que Europa como sueño, fantasma, espejismo, deterioro, salvación, incertidumbre.
Es la historia de Hugh, un escritor inglés enfermo que elige su modo de morir ante una enfermedad. Y, camino a su decisión, recorre con Violet, su esposa, algunos de los lugares de Europa por donde estuvo y fue feliz como persona y escritor por lo que sintió, aprendió, creó y transmitió en sus libros. Una vida que se despide mientras observa lo que fue Europa, cómo vive en su memoria; al tiempo que constata el derrumbe de un mundo y sus huellas, a la vez que llegan en procesión sus recuerdos literarios y de otras artes como tablas de salvación.
WMagazín publica un pasaje de esta novela de Eva Díaz Pérez (Sevilla, España, 1971) que avanza como un espejo retrovisor. La realidad personal del protagonista se despliega, como un reclamo de tolerancia y dignidad para morir, mientras la de Europa lo hace como un llamado a seguir viviendo como la excepción que es en este mundo, dos realidades fundidas en los juegos y trampantojos de la memoria, sus pasadizos y atajos como recursos de supervivencia. Ese es uno de los temas de Eva Díaz Pérez, la memoria vestida de novelas históricas, ensayos, biografías; las vivencias que se niegan a perderse y buscan transmitirse.
Eva Díaz Pérez recuerda que Los viajeros del continente forma parte de un ciclo narrativo que tiene en marcha «para reflexionar desde la literatura sobre nuestra memoria europea. Un proyecto que inicié con El sonámbulo de Verdún, que indaga en el corazón de la Mitteleuropa de Claudio Magris, y al que siguió después Adriático, la novela italiana», por esta última obtuvo el Premio Málaga de Novela y Andalucía de la Crítica 2013.
Entre sus novelas figuran El sueño del gramático, El color de los ángeles, El club de la memoria (Finalista del Premio Nadal 2008), Hijos del mediodía y Memoria de cenizas (Premio Miguel de Unamuno). Además, es autora de los ensayos Travesías históricas; La Andalucía del exilio; Sevilla, un retrato literario; El polvo del camino, el libro maldito del Rocío; Rutas del exilio español en Londres y Abate Marchena. Vida y obra de un revolucionario. La escritora y periodista es miembro de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras y de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias, Letras y Artes de Cádiz. Ha sido directora del Centro Andaluz de las Letras.
El siguiente es un pasaje donde a Los viajeros del continente se les bifurca la historia:
'Los viajeros del continente'
Por Eva Díaz Pérez
Hugh, este Hugh viejo y moribundo que recorre la Europa de su última batalla, está saboreando el dulzor de un momento lejano de su vida y se pregunta por qué esas galletas de chocolate de la posguerra le saben tan bien en la memoria. ¿Fue así en realidad o sólo es un nuevo y turbador engaño de sus recuerdos? El envoltorio de las galletas McVitie’s que un viajero se comió hace décadas en este lugar desolado sigue animando el espectáculo de su memoria. Y ahora vuelve a recordar, pero casi completo, el sueño de la víspera. El sabor de las galletas se mezcla entonces con el de la intensa cerveza negra de la caverna de Tilbury mientras afuera –en la vida– caen las bombas.
(…)
Violet le sigue, sorprendida de que la estancia en el hospital le haya dado tantos ánimos y energías. Sin dejar de andar le acaricia el pelo e intenta colocarle en su sitio un mechón de la coronilla que está a contrapelo por haber dormido dos días en la misma postura. Se miran, felices de que el viaje no termine en este hospital, y continúan caminando. Ya sabe Hugh que se dirige a cumplir con su rito. Llegan a la salida de los coches fúnebres, esa boca última por la que salen los que mueren en los hospitales. Para Hugh es muy importante volver a salir por su propio pie de este sitio. Es consciente de que le quedan pocas puertas que atravesar vivo. Está al final de todas las cosas. Es la última vez que viaja. La última ocasión en la que estará en París. Y piensa con tristeza que también ha sido la última escena de un París nevado, aunque sólo sea por una afortunada confusión de luces y formas. No llegará al invierno. Es duro tener que estar despidiéndose constantemente de todo. Qué gozo sería no saber cuándo se va a morir, topar se por sorpresa con el final, no tener que decir adiós por abandonar otra estancia. ¡La volví a pasar! Y ahora, al sur, dice eufórico, mientras Violet se queda paralizada ante la puerta de los muertos.
(…)
Violet conduce ya con cierta tranquilidad, orgullosa de haber comenzado a controlar el volante y las direcciones. También se siente feliz y absolutamente satisfecha por acompañar a su marido. Al principio no quiso saber nada de la decisión de Hugh y esperó que él rectificara, pero no fue así. Incapaz de convencerlo para que cambiara de opinión, decidió ponerse de su lado aunque estuviera aterrorizada. Debía estar con él hasta el final. Ahora no tenía ninguna duda. Por eso se propone no pensar en nada más allá de este viaje, nada que nuble la breve felicidad de los últimos días. También, como él, ha aprendido a apartar los malos pensamientos como si fueran moscas molestas. Y a guardar las pesadillas en cajones.
Violet, que escucha atenta los comentarios de Hugh sobre los maestros de la escuela de Fontainebleau, está embargada por cierta idea de felicidad, esa felicidad basada en lo frágil y breve, cimentada en saber que ese placer durará apenas unos instantes pero que se recordará toda la vida.
Y piensa, mientras disfruta tomando las curvas de la carretera, en los momentos dichosos de su vida. Cuando dormía acurrucada con su madre en las noches de invierno, las salidas con sus amigas los sábados por la noche después de escaparse del internado para escuchar a sus grupos favoritos, el día en el que interpretó su primera melodía con el violín, el concierto en el que entregó a su querida madre el ramo de flores por su primer éxito como concertino, la noche que conoció a Hugh en Le Havre, su primer viaje con él a París, alojados en un mísero apartamento, la madrugada en la que hicieron el amor en Capri, ocultos en unos jardines históricos, los fines de semana en casa cuando cultivaban juntos el jardín, el té de las tardes, aquel maravilloso viaje a Florencia, cuando presentaron la edición italiana de la guía literaria de Hugh…
Y todo está a punto de terminar. ¿Cómo será la vida sin él? ¿Está preparada para eso? De nuevo intenta apartar las moscas molestas. Hugh, que sigue relatándole anécdotas sobre los paisajes y pueblos que van atravesando, se extraña cuando ella da un manotazo al aire, sin intuir que es el gesto simbólico con el que intenta apartar lo que amenaza con enturbiar su brevísima felicidad.
En esta parte de la travesía quieren introducir el alma de todos los viajes: lo imprevisible ante una encrucijada, la confusión de los caminos, la duda sobre dónde alojarse por las noches. Sólo conocen el destino, pero él quiere recorrer el valle del Ródano en las próximas jornadas sin un itinerario trazado. Seguirán las indicaciones de la carretera, pero sin la obsesión del viajero moderno. Al llegar la noche pararán en cualquier lugar y al día siguiente reanudarán el camino. Si un lugar les gusta, se quedarán más de un día. Y así, hasta la fecha que han planeado para el epílogo.
En realidad, Hugh parece contradecir lo que ha hecho toda la vida: aconsejar qué camino seguir a los viajeros poco amigos de la incertidumbre, librarlos de la duda ante los cruces de caminos, masticarles la aventura para que puedan aprovechar el tiempo sin ensayos. Ahora quiere viajar sin guías ni recomendaciones, incluso hubiera preferido olvidar sus propios recuerdos de anteriores recorridos por el valle del Ródano. Pero eso es imposible. Ya no es otra cosa que un saco de recuerdos, de pasado, de ayeres, de páginas archileídas.
A Violet la idea no le seduce, pero no quiere discutir con su marido. Por si acaso, guarda escondido un cuadernito con las direcciones de hoteles en los que pueden alojarse durante el recorrido. No quiere que, con tanta improvisación, los sorprenda la noche en la carretera.
Y no es lo único que le oculta. También, sin que él se dé cuenta, le hace fotografías. Es lógico que quiera llevarse todos los recuerdos del último viaje, pero no se lo confesará porque se sentiría algo molesto. Pensaría que lo está convirtiendo en uno más de esos objetos o lugares que suele fotografiar para decorar las paredes de su casa. En el viaje ha hecho fotos a la cabina del ferry que los llevó al continente, a la playa de Le Havre en la que se bañaron desnudos, a la habitación del hotel en Ruán, a la estación de ninguna parte en el camino a París o a la mesita de noche del hospital. Pero en ellas siempre aparece Hugh. Un Hugh que no percibe que alguien intenta atraparlo para que no desaparezca, para que no se vaya del todo.
Cómo no hacer fotos de Hugh en el último viaje. Y continuará haciéndolas hasta el final con su minúscula cámara digital, que guarda disimuladamente en el bolso, junto al cuaderno de las direcciones. Ella hace fotografías de todas las cosas de su vida y así, si se rompen, las incorpora a un álbum doméstico, un álbum casi familiar. De esa forma, no desaparecen, siguen posando contra el tiempo, como las fotografías de los abuelos y de otros familiares ya ausentes. El azucarero de porcelana de Sèvres junto al retrato de la abuela. El naranjo español que no sobrevivió al lluvioso otoño. El retrato del tío abuelo Jones y su bigote de soldado de la Gran Guerra. Las zapatillas de raso malva compradas en un viaje a Estambul. La taza del juego de té con dibujos de Alicia, que le regaló por su último cumpleaños. Todo queda atrapado y a resguardo en los bits de una moderna cámara digital. ¿Cómo no hacerlo con Hugh? Y ahora mismo, si no hubiera estado conduciendo, le habría hecho una foto mientras él relata distraídamente sus historias.
De pronto se encuentran con la primera bifurcación del camino. ¿Izquierda o derecha? ¿Vida o muerte? ¿Sufrimiento o descanso? ¿Qué nombre te suena mejor, Nemours o Darvault?, pregunta bromista Hugh. Dime que ninguno de esos lugares será una aldea perdida sin un lugar para almorzar, dice Violet siguiendo el juego. Sólo te diré como pista que en Nemours, Catalina de Médici firmó un tratado, añade él misterioso. Pues entonces elijo Darvault, responde ella, ocultando que sabe que a las afueras de ese pueblo hay un motel de carretera de dos estrellas en el que podrán refugiarse al caer la tarde.
- Los viajeros del continente. Eva Díaz Pérez (Galaxia Gutenberg).
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