Maryse Condé: muere la escritora guadalupeña que indagó en la memoria, la identidad y la negritud
La escritora francófona tenía 87 años. Obtuvo el llamado Nobel Alternativo de Literatura en 2019. Entre sus libros destacan la saga 'Ségou' y sus memorias 'Corazón que ríe, corazón que llora' y 'La vida sin maquillaje'. Analizamos sus claves literarias y recuperamos un fragmento de su vida
Maryse Condé, la escritora guadalupeña que escribió para hacer realidad el sueño de su hermano fallecido joven, ha muerto a los 87 años. Nació el 11 de febrero de 1937 en Pointe-à-Pitre, capital del archipiélago antillano de Guadalupe, y falleció el 1 de abril de 2024 allí mismo. Su nombre dio la vuelta al mundo cuando en octubre de 2018 la llamada Nueva Academia de Suecia, en sustitución de la Academia Sueca que no entregó el Nobel de Literatura, debido a las investigaciones de acoso sexual en el seno de la misma, la distinguió con el Nobel Alternativo de Literatura.
Autora de diferentes géneros literarios, su vida fue una novela absoluta como lo plasmó en sus memorias Corazón que ríe, corazón que llora y La vida sin maquillaje (Impedimenta). En estos dos libros narra primero su infancia, después su adolescencia y juventud y, luego, la madurez. Un viaje hacia el descubrimiento de la identidad, de la negritud, de los sentimientos, la maternidad no deseada y la fuerza de escribir.
Maryse Condé estudió en París y residió en diferentes países de África, especialmente en Mali, donde se desarrolla su saga Ségou (1985), en Estados Unidos y Europa. Fue doctora en Literatura por la Universidad de la Sorbona Nueva y profesora en universidades de Francia y Estados Unidos. Enseñó durante décadas literatura francófona en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Presidió el Comité por la Memoria de la Esclavitud en Francia (2001), cuyo trabajo se materializó en la ley que reconoce la esclavitud como un crimen contra la humanidad. Creó el Premio de las Américas Insulares y Guyana, que recompensa anualmente al mejor libro del panorama antillano.
Escribió más de una treintena de obras que van desde la novela hasta el relato, pasando por piezas de teatro, ensayo, novelas infantiles y su autobiografía. En sus libros se interroga sobre la memoria y la identidad, tanto individuales como colectivas. Una memoria y una identidad habitadas por mujeres luchadoras y por los fantasmas de la esclavitud, la diáspora negra y el colonialismo, como se aprecia en títulos como Ségou: Las murallas de la tierra (1984), Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (1986), La colonia del nuevo mundo (1993), El último de los reyes africanos (1994), La deseada (1997), Corazón que ríe, corazón que llora (1999), Historia de la mujer caníbal (2003), Como dos hermanos (teatro, 2007) y La vida sin maquillaje.
En España el impulso a su nombre se lo dio la editorial Impedimenta, que expresa así su muerte:
“Con muchísima tristeza os anunciamos la muerte de nuestra querida Maryse Condé. Deja atrás una obra absolutamente magistral, que nos ha emocionado desde siempre y que ha sido una de las columnas vertebrales de la editorial”.
Siempre estivo en las quinielas del Nobel de Literatura. Antes del Nobel Alternativo, Condé ya había obtenido otros reconocimientos como el Nacional de Literatura sobre la Mujer por su novela Yo, Tituba, a bruja negra de Salem (1986), el Premio Anaïs-Ségalas de la Academia Francesa por La vie scélérate (1988) y en 1993 fue la primera mujer que recibió el Premio Putterbaugh, otorgado en Estados Unidos a escritores francófonos.
Recordamos a Maryse Condé con el comienzo de sus memorias:
Corazón que ríe, corazón que llora
Indiferente como de costumbre, a mi padre le daba igual una cosa que otra. Mi madre, por su parte, prefería una niña. La familia ya contaba con tres niñas y cuatro niños. Así estarían empatados. Una vez pasada la vergüenza de que la hubieran pillado, a sus años, en flagrante delito carnal, mi madre empezó a sentirse muy feliz por su embarazo. Orgullosa, incluso. El árbol de su cuerpo aún no estaba marchito, reseco. Todavía podía dar frutos. Frente al espejo, observaba maravillada la redondez de su vientre, los abultados senos erectos, como dos pajarillos recién salidos del huevo. Todo el mundo le repetía lo preciosa que estaba. Una nueva juventud le latía dentro, le iluminaba la piel y los ojos. Las arrugas se le borraban por arte de magia. El cabello le crecía, le crecía, con la espesura de los bosques, y se lo recogía en un moño, canturreando, cosa rara en ella, una vieja canción criolla que le había escuchado cantar a su madre, muerta cinco años antes:
Sura an blan,
Ka sanmb on pijon blan
Sura an gri,
Ka sanmb on toutewel.
Sin embargo, pronto se le torció el embarazo. Cuando se le pasaron las náuseas, le vinieron los vómitos. Después, el insomnio. Después, los calambres. Un ejército de cangrejos pinzándole los gemelos sin piedad. A partir del cuarto mes, se encontraba agotada, el menor movimiento la dejaba sin aliento. Las fuerzas apenas le alcanzaban para sostener una sombrilla y arrastrarse, bajo el calor abrasador, hasta Dubouchage, donde se obcecaba en seguir dando clase. En aquella época, no se estilaban las escandalosas bajas de maternidad de hoy en día; cuatro semanas antes del parto, seis semanas después; o viceversa. Las mujeres trabajaban hasta la víspera de dar a luz. Al llegar a la escuela, medio desmayada, se derrumbaba en el sillón del despacho de la directora, Marie Célanie. En su fuero interno, la directora no consideraba del todo correcto hacer el amor pasados los cuarenta, menos aún con un marido ya anciano. Son cosas de jóvenes. Sin embargo, nunca se mostraba poco comprensiva. Le secaba el sudor de la frente a su amiga y le daba de beber un chupito de menta mezclado con agua bien fría. La quemazón del alcohol le devolvía el aliento a mi madre, que acto seguido enfilaba el camino hacia su clase. Las alumnas le tenían tanto miedo que, mientras la esperaban, no aprovechaban para liarla. Con la cabeza gacha, tan tranquilas, se afanaban en completar sus cuadernillos.
Por suerte, el jueves era día de reposo, a diferencia del domingo, que implica el suplicio de la misa de doce. Los jueves, pues, mis hermanos mayores tenían la tarea de volverse invisibles. Mi madre, una montaña de carne bajo las sábanas bordadas, custodiaba la cama en la penumbra de su habitación, pues todas las ventanas permanecían cerradas. El ventilador ronroneaba. Hacia las diez de la mañana, Gitane, la encargada de las tareas domésticas, terminaba de pasarles el plumero a los muebles, de sacudir las alfombras y de beber su enésima taza de kiololo. Subía entonces un par de calderos de agua caliente y ayudaba a mi madre a asearse. Esta se sentaba en la bañera de zinc, tras el obús de su vientre y aquel ombligo descomunal, mientras la criada le frotaba la espalda con un manojo de hojas secas. Después, Gitane la secaba con una toalla, la enharinaba con polvos de talco, lo mismo que si fuera a freírla a la romana, y la ayudaba a enfundarse en un camisón de algodón bordado del tiempo de Maricastaña. A continuación, mi madre volvía a acostarse y dormitaba hasta que regresaba mi padre. Cuanto más suculentos eran los guisos que la cocinera le preparaba —pechugas de pollo, hojaldritos de lambí, empanada de pulpo, gambones en salsa—, más apenada los rechazaba mi madre para sucumbir a los antojos:
—¡Quiero buñuelos de bacalao!
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