Medio siglo de la llegada a la Luna en 28 pasajes literarios de todas las épocas
WMagazín celebra los 50 años de la llegada a la Luna con una antología de textos protagonizados por ella. Un ciclo lunar-literario con palabras de Ovidio, Safo, Dante, Shakespeare, Cervantes, Byron, Shelley, Brontë, Dickinson, Melville, Verne, Fitzgerald, Yourcenar, Lorca, Borges...
Hace medio siglo el ser humano llegó a la Luna, uno de los lugares que a través de los tiempos ha tenido como más misterioso y con el que ha soñado y dado rienda suelta a su imaginación. Fue el 20 de julio de 1969 cuando la nave Apolo 11 alunizó. WMagazín celebra este hito con una antología de algunos de los 28 pasajes literarios más hermosos de todas las épocas donde la Luna aparece como protagonista en sus diferentes formas y significados.
Veintiocho textos, el mismo número de días que tarda la Luna en dar la vuelta a la Tierra. Este especial es una antología en construcción que empezamos el 15 de julio y terminará el 20 de julio. Los pasajes aparecerán en el orden cronológico en que fueron conocidos o publicados.
La Luna siempre ha sido más misteriosa que el Sol. Los primeros seres humanos tenían claro que el Sol era el mismo siempre en sus formas y gracias a él tenían luz y alimentos. En cambio la luna dominaba las tinieblas y cambiaba su forma constantemente. Muchas preguntas ha suscitado. La Luna ha estado presente en la mitología de todas las culturas y reflejada en los libros desde sus inicios.
Bienvenidos a un viaje a la Luna a través de 28 bellos pasajes literarios en libros como el Gilgamesh y la Biblia y autores como Ovidio, Safo, Dante, Shakespeare, Cervantes, Poe, Leopardi, Brontë, Shelley, Byron, Melville, Dickinson, Mansfield, Fitzgerald, Lorca, Capote, Borges, García Márquez…
- Sobre la participación de España en la llegada del ser humano a la Luna, Espacio Fundación Telefónica expone De Madrid a la Luna que puedes ver en este enlace.
La Luna en 28 pasajes literarios
La epopeya de Gilgamesh (3.500 a. C.)
Aunque en el Gilgamesh, el texto más antiguo conocido de hace 35 siglos, la Luna no aparece al comienzo con su nombre su presencia indirecta ilumina parte del final de la primera tablilla:
«Antes (incluso) de que desde el desierto,
hayas llegado hasta él,
En Uruk,
él ha soñado contigo.
Y en cuanto se levantó
le habló a su madre
y le contó sus sueños.
‘(He aquí), madre, el sueño.
(Que) he tenido esta noche:
(Mientras) me rodeaban
las Estrellas celestes,
una especie de bloque (venido) del Cielo
cayó pesadamente junto a mí».
Ovidio: Metamorfosis (2.000 a.C.)
(Diana, en griego Artemisa, hija de Júpiter y Latona, hermana gemela de Apolo; diosa virginal de la caza; diosa que representa a la Luna)
Apenas había marcado así todo dentro de límites finos,
cuando los astros, que habían estado mucho tiempo oprimidos
por ciega oscuridad, empezaron a hervir por todo el firmamento;
para que ninguna región estuviera sin sus seres vivos,
los astros y las figuras de los dioses ocuparon el suelo celeste,
las aguas tocaron a los brillantes peces para vivir allí,
la tierra recibió a las fieras y a las aves el aire movible.
(…)
al principio el cielo cubrió la tierra con una densa calima
y encerró entre sus nubes un calor sofocante; cuatro veces
la Luna completó su disco juntando sus cuernos; cuatro veces
menguó destejiendo su disco lleno, y durante todo ese tiemnpo
los cálidos astros soplaron con mortífero bochorno.
(…)
Tampoco puede ser nunca parecida ni idéntica
la forma de la nocturna Diana, y siempre la de hoy es menor que la de mañana si es creciente, y mayor si es menguante.
Safo: Se ha ocultado la Luna (580 a.C)
También las Pléyades
Es la media noche y las horas se van deslizando,
y yo duermo sola.
Biblia: Génesis (750 a.C. -200 d.C)
Entonces Dios dijo: «Haya luces en la bóveda celeste, que alumbren la tierra y separen el día de la noche, y que sirvan también para señalar los días, los años y las fechas especiales.
Y así fue. Dios hizo las dos luces: la grande para alumbrar de día, y la pequeña para alumbrar la noche. También hizo las estrellas. Dios puso las luces en la bóveda celeste para alumbrar la tierra de día y de noche, y para separar la luz de la oscuridad y vio que todo estaba bien. De este modo se completó el cuarto día.
Dante Alighieri: Divina comedia – Paraíso (1313-1321)
Y dijo Beatriz: «¡He aquí el partido
del triunfo del Señor y el fruto todo
que el girar de estos cielos ha cogido!»
Sentí a su rostro ardiente de tal modo
y a sus ojos de tal leticia llenos
que a pasar sin más frases me acomodo.
Como en los plenilunios más serenos
sonríe Truvia entre ninfas eternas
que pintan todos los celestes senos.
William Shakespeare: Romeo y Julieta (1599)
Romeo- Te juro, amada mía, por los rayos de la luna que platean las copas de los árboles.
Julieta- No jures por la luna, que en su rápido movimiento cambia de aspecto cada mes. No vayas a imitar su constancia.
Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha (II parte 1615)
Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de todas sus armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su descanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir hacía él un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente; el cual, llegándose a trecho que podía ser oído, en altas voces, encaminando sus razones a don Quijote, dijo:
–Insigne caballero y jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha, yo soy el Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazañas quizá te le habrán traído a la memoria. Vengo a contender contigo y a probar la fuerza de tus brazos, en razón de hacerte conocer y confesar que mi dama, sea quien fuere, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso; la cual verdad si tú la confiesas de llano en llano, escusarás tu muerte y el trabajo que yo he de tomar en dártela; y si tú peleares y yo te venciere, no quiero otra satisfación sino que, dejando las armas y absteniéndote de buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un año, donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego, porque así conviene al aumento de tu hacienda y a la salvación de tu alma; y si tú me vencieres, quedará a tu discreción mi cabeza, y serán tuyos los despojos de mis armas y caballo, y pasará a la tuya la fama de mis hazañas. Mira lo que te está mejor, y respóndeme luego, porque hoy todo el día traigo de término para despachar este negocio.
Don Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia del Caballero de la Blanca Luna como de la causa por que le desafiaba; y con reposo y ademán severo le respondió:
–Caballero de la Blanca Luna, cuyas hazañas hasta agora no han llegado a mi noticia, yo osaré jurar que jamás habéis visto a la ilustre Dulcinea; que si visto la hubiérades, yo sé que procurárades no poneros en esta demanda, porque su vista os desengañara de que no ha habido ni puede haber belleza que con la suya comparar se pueda; y así, no diciéndoos que mentís, sino que no acertáis en lo propuesto, con las condiciones que habéis referido, aceto vuestro desafío, y luego, porque no se pase el día que traéis determinado; y sólo exceto de las condiciones la de que se pase a mí la fama de vuestras hazañas, porque no sé cuáles ni qué tales sean: con las mías me contento, tales cuales ellas son. Tomad, pues, la parte del campo que quisiéredes, que yo haré lo mesmo, y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga.
Cyrano de Bergerac: Viaje a la Luna (1657)
Francois-René de Chateaubriand: Genio del cristianismo (1802)
Edgar Allan Poe: País de hadas
Valles de sombra y aguas apagadas
y bosques como nubes,
que ocultan su contorno
en un fluir de lágrimas.
Allí crecen y menguan unas enormes lunas,
una vez y otra vez, a cada instante,
en canto que la noche se desliza,
y avanzan siempre, inquietas,
y apagan el temblor de los luceros
con el aliento de su rostro blanco.
Cuando el reloj lunar señala medianoche,
una luna más fina y transparente
desciende, poco a poco,
con el centro en la cumbre
de una sierra elevada,
y de su vasto disco
se deslizan los velos dulcemente
sobre aldeas y estancias,
por doquier; sobre extrañas
florestas, sobre el mar
y sobre los espíritus que vuelan
y las cosas dormidas:
y todo lo sepultan
en un gran laberinto luminoso.
¡Ah, entonces! ¡Qué profunda
es la pasión que ponen en su sueño!
Despiertan con el día,
y sus lienzos de luna
se ciernen ya en el cielo,
con inquietas borrascas,
y a todo se parecen: más que nada
semejan un albatros amarillo.
Y aquella luna no les sirve nunca
para lo mismo: en tienda
se trocará otra vez, extravagante.
Pero ya sus pedazos pequeñitos
se tornan leve lluvia,
y aquellas mariposas de la Tierra
que vuelan, afanosas del celaje,
y bajan nuevamente,
sin contentarse nunca,
nos traen una muestra,
prendida de sus alas temblorosas.
Giacomo Leopardi: Canto nocturno de un pastor errante
¿Qué haces, luna, en el cielo? Di, ¿qué haces,
oh silenciosa luna?
Sales de noche, andas
viendo desiertos, y después te escondes.
¿No estás aún fatigada
de recorrer las sempiternas sendas?
¿Aún no sientes hastío ni cansancio
de mirar estos valles?
Se parece a tu vida
la vida del pastor.
Sale al alba y conduce
por el campo el ganado, contemplando
rebaños, prados, fuentes;
luego, exhausto, descansa por la noche,
y no espera otra cosa.
Dime, luna, ¿qué espera
el pastor en su vida,
y tú en la tuya? Dime, ¿adónde tiende
este mi vagar breve
y tu curso inmortal?
Viejo canoso, enfermo,
harapiento, descalzo,
con carga pesadísima en los hombros
por montes y por valles,
por rocas, arenales y malezas,
al viento, en la tormenta, cuando abrasa
el aire, y cuando hiela,
corre, corre anhelante,
cruza charcos, torrentes,
cae, se levanta, y más y más se afana,
sin tregua ni sosiego,
herido, ensangrentado, hasta que llega
allí donde el camino
y donde tanto afán término encuentran:
inmenso, horrible abismo
donde al precipitarse todo olvida.
Así, virgínea luna,
es la vida mortal.
Nace al dolor el hombre
y es peligro de muerte el nacimiento…
Lord Byron: No volveremos a vagar
Así es, no volveremos a vagar
Tan tarde en la noche,
Aunque el corazón siga amando
Y la luna conserve el mismo brillo.
Pues la espada gasta su vaina,
Y el alma desgasta el pecho,
Y el corazón debe detenerse a respirar,
Y aún el amor debe descansar.
Aunque la noche fue hecha para amar,
Y demasiado pronto vuelven los días,
Aún así no volveremos a vagar
A la luz de la luna.
Mary Shelley: Frankenstein (1823)
Emily Brontë: Cumbres borrascosas (1847)
Una tarde suave de septiembre, yo volvía del huerto con una cesta pesada de manzanas que había estado recogiendo. Había oscurecido, y la luna se asomaba sobre el muro alto del patio, haciendo que acecharan sombras confusas en los rincones de las muchas partes salientes del edificio. Dejé mi carga en los escalones de entrada a la casa, junto a la puerta de la cocina, y me detuve a descansar, y tomé algunas bocanadas más del aire suave y dulce; tenía los ojos puestos en la luna y la espalda a la entrada, cuando oí tras de mí una voz que decía:
-¿Eres tú Nelly?
Herman Melville: Moby Dick (1851)
Días pasaron, semanas, y bajo plácida vela el marfileño Pequod había lentamente surcado cuatro distintos caladeros; el de las Azores; el de las Cabo Verde; el de la Plata (así llamado), al estar en aguas de la desembocadura del Río de la Plata; y el caladero Carrol, una zona acuática no delimitaba al sur de Santa Elena.
Fue mientras se deslizaba por estas últimas aguas que una serena noche de claro de luna, cuando todas las olas ondeaban como rodillos de plata; y con su suave, envolvente borbotear, creaban lo que parecía un argénteo silencio, que no soledad: en tan silenciosa noche, un surtidor plateado fue visto muy por delante de las blancas burbujas de la proa. Iluminado por la luna, parecía celestial; semejaba algún dios emplumado y refulgente que surgiera del mar.
«¡Allí resopla! ¡Allí resopla! ¡Una joroba como un monte nevado! ¡Es Moby Dick!
Inflamados por el grito que pareció ser coreado simultáneamente por los tres vigías, los hombres de cubierta se precipitaron a la jarcia para observar a la famosa ballena que tanto tiempo habían estado persiguiendo. Ajab ya había alcanzado su pértiga de destino, unos pies por encima de los otros vigías. (…) A los crédulos marineros les parecía el mismo silencioso chorrear que hacía tanto tiempo habían observado en los océanos iluminados de luna del Atlántico y el Índico. (…) Con ondulante celeridad, directos a sotavento, Ajab encabezaba el asalto. Un pálido fulgor mortal prendía los hundidos ojos de Fedallah; una espantosa mueca roía su boca.
Julio Verne: De la Tierra a la Luna (1865)
Así, amaneció el día cinco. Todos estaban excitados. Pasadas dieciocho horas, la gran aventura tendría que llegar a su fin.
Los expedicionarios no se cansaban de admirar al mundo maravilloso que les rodeaba.
En alas de su imaginación, los tres hombres se veían paseando por las regiones maravillosos y fantásticas de la Luna.
La conversación entre los tres compañeros era muy animada y llena de hipótesis. Cada uno de ellos especulaba en cómo sería la parte escondida de la Luna.
—¡Y pensar que somos los primeros seres humanos que disfrutamos de una experiencia así! —dijo MIguel—. La envidia que tendrán nuestros amigos cuando volvamos a la Tierra.
Emily Dickinson: La Luna está lejos del mar
La luna está lejos del mar-
Y aún así, con manos ambarinas-
Ella lo lleva -dócil como un niño-
A lo largo de estipuladas arenas-
Él -obediente a su ojo-
Nunca pierde el rumbo-
Él viene de tan lejos -hasta el pueblo-
DE tan lejos – y se va.
Oh, Signor, Tuya es la mano de ámbar-
Mío -el distante mar-
obediente hasta al último mandato-
Que tu ojo se imponga sobre mí.
José Asunción Silva: Serenata (1888)
La calle está desierta; la noche fría;
velada por las nubes pasa la luna;
arriba está cerrada la celosía
y las notas vibrantes, una por una,
suenan cuando los dedos fuertes y ágiles,
mientras la voz que canta, ternuras narra,
hacen que vibren las cuerdas frágiles
de la guitarra.
La calle está desierta; la noche fría;
una nube borrosa tapó la luna;
arriba está cerrada la celosía
y se apagan las notas, una por una.
Tal vez la serenata con su ruido
busca un alma de niña que ama y espera,
como buscan alares donde hacer nido
las golondrinas pardas en primavera.
La calle está desierta; la noche fría;
en un espacio claro brilló la luna;
arriba ya está abierta la celosía
y se apagan las notas una por una.
El cantor con los dedos fuertes y ágiles,
de la vieja ventana se asió a la barra
y dan como un gemido las cuerdas frágiles
de la guitarra.
Edmond Rostand: Cyrano de Bergerac (1897)
CYRANO. Amigo mío, mírame y dime si puedo esperar algo con esta protuberancia… No, no me hago ilusiones. A veces, al atardecer, me enternezco, entro en un jardín perfumado… con mi enorme nariz olfateo el abril… soy todo ojos: a la luz de un rayo de luna plateado, una dama, del brazo de un caballero, camina lentamente…; también a mí me gustaría llevar una del brazo. Me exalto, me olvido de todo… y de repente. ¡Contemplo la sombra de mi perfil en el muro del jardín!
Bram Stoker: Drácula (1897)
Del diario del doctor Seward (continuación)
Henry James: Otra vuelta de tuerca (1898)
Después levanté la cortina y pude ver, aplicando mi rostro al vidrio, que había elegido el sitio adecuado, pues la oscuridad de fuera era mucho menos profunda que la de dentro. Luego vi algo más. La luna, que aclaraba extraordinariamente la noche, me mostró que en el jardín había una persona empequeñecida por la distancia, inmóvil y como fascinada, mirando hacia el sitio en que yo había aparecido, es decir, mirando no tanto a ese sitio como a algo que estaba evidentemente por encima de mí. Había, sin duda, otra persona más arriba, había otra persona en la torre. Pero la silueta del jardín no era en modo alguno quien yo sospechaba y a cuyo encuentro iba a salir con tal certidumbre.
Katherine Mansfield: Preludio (1918)
Era la primera vez que Lottie y Kezia salián tan tarde. Todo parecía diferente: las casas de madera pintadas eran bastante más pequeñas que durante el día; los jardines mucho más grandes y salvajes. Brillantes estrellas moteaban el cielo, y la luna colgaba encima del puerto, espolvoreando de oro las olas. Las niñas podía ver lucir el faro de la isla de la Cuarentena.
Marguerite Yourcenar: El lunático (1921)
El sol adormecido en las brumas se aleja
Y como un astro muerto yace mi pasión;
La noche a lo largo del muelle se refleja;
Mi viejo corazón es un Rey sin razón.
Cada ser de una rueda es el eje que gira,
Cae, ofrenda y afrenta, en el yunque el dolor;
Los rostros grises son una espuma que tira
La marea del asfalto y la luz sin color.
¿Dónde estamos amor? ¿Sí es verdad que estamos?
La luna se esconde cuando nos acercamos
Al borde de los techos huecos de metal.
Y el ojo blanco por las calles todavía
Envidia el resplandor fijamente glacial
Del astro que murió antes de abrir el día.
Francis Scott Fitzgerald: El gran Gatsby (1925)
Cuando salí con mucho cuidado del porche, oí que mi taxi se acercaba por la oscura vereda de acceso a la casa. Gatsby esperaba donde lo había dejado, en la entrada.
-¿Está todo tranquilo? -preguntó ansiosamente.
-Sí, todo tranquilo -vacilé-. Más vale que te vayas a casa y duermas un poco.
Él nego con la cabeza.
-Quiero esperar aquí hasta que Daisy se meta en la cama. Buenas noches compañero.
Hundió las manos en los bolsillo de la chaqueta y se dio media vuelta para seguir con su afanado escrutinio de la casa, como si mi presencia menoscabara la santidad de su vigilia. De manera que me marché, dejándolo ahí a la luz de la luna, vigilando la nada.
Federico García Lorca: Romance de la Luna (1928)
La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira, mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
habrían con tu corazón
collares y anillos blancos.
Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.
Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
-Niño, déjame, no pises
mi blancor almidonado.
El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño
tiene los ojos cerrados.
Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.
Cómo canta la zumaya,
¡ay, como canta en el árbol!
por el cielo va la luna
con un niño de la mano.
Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.
Truman Capote: Si yo te olvidara (en Relatos tempranos, 1935-1943)
Ahora que estaba casi en la cima, no quiso seguir. Mientras no le dijera adiós lo tendría para ella. Se sentó a esperarle en la suave hierba de la noche, a un lado del camino.
-Mi esperanza -se dijo, con la mirada fija en el cielo oscuro lleno de luna- es que no me olvide. Supongo que es lo único que tengo derecho a esperar.
Jorge Luis Borges: La Luna (de El hacedor, 1960)
Cuenta la historia que en aquel pasado
Tiempo en que sucedieron tantas cosas
Reales, imaginarias y dudosas,
Un hombre concibió el desmesurado
Proyecto de cifrar el universo
En un libro y con ímpetu infinito
Erigió el alto y arduo manuscrito
Y limó y declamó el último verso.
Gracias iba a rendir a la fortuna
Cuando al alzar los ojos vio un bruñido
Disco en el aire y comprendió, aturdido,
Que se había olvidado de la luna.
La historia que he narrado aunque fingida,
Bien puede figurar el maleficio
De cuantos ejercemos el oficio
De cambiar en palabras nuestra vida.
Siempre se pierde lo esencial. Es una
Ley de toda palabra sobre el numen.
No la sabrá eludir este resumen
De mi largo comercio con la luna.
No sé dónde la vi por vez primera,
Si en el cielo anterior de la doctrina
Del griego o en la tarde que declina
Sobre el patio del pozo y de la higuera.
Según se sabe, esta mudable vida
Puede, entre tantas cosas, ser muy bella
Y hubo así alguna tarde en que con ella
Te miramos, oh luna compartida.
Más que las lunas de las noches puedo
Recordar las del verso: la hechizada
Dragon moon que da horror a la balada
Y la luna sangrienta de Quevedo.
De otra luna de sangre y de escarlata
Habló Juan en su libro de feroces
Prodigios y de júbilos atroces;
Otras más claras lunas hay de plata.
Pitágoras con sangre (narra una
Tradición) escribía en un espejo
Y los hombres leían el reflejo
En aquel otro espejo que es la luna.
De hierro hay una selva donde mora
El alto lobo cuya extraña suerte
Es derribar la luna y darle muerte
Cuando enrojezca el mar la última aurora.
(Esto el Norte profético lo sabe
Y tan bien que ese día los abiertos
Mares del mundo infestará la nave
Que se hace con las uñas de los muertos.)
Cuando, en Ginebra o Zürich, la fortuna
Quiso que yo también fuera poeta,
Me impuse. como todos, la secreta
Obligación de definir la luna.
Con una suerte de estudiosa pena
Agotaba modestas variaciones,
Bajo el vivo temor de que Lugones
Ya hubiera usado el ámbar o la arena,
De lejano marfil, de humo, de fría
Nieve fueron las lunas que alumbraron
Versos que ciertamente no lograron
El arduo honor de la tipografía.
Pensaba que el poeta es aquel hombre
Que, como el rojo Adán del Paraíso,
Impone a cada cosa su preciso
Y verdadero y no sabido nombre,
Ariosto me enseñó que en la dudosa
Luna moran los sueños, lo inasible,
El tiempo que se pierde, lo posible
O lo imposible, que es la misma cosa.
De la Diana triforme Apolodoro
Me dejo divisar la sombra mágica;
Hugo me dio una hoz que era de oro,
Y un irlandés, su negra luna trágica.
Y, mientras yo sondeaba aquella mina
De las lunas de la mitología,
Ahí estaba, a la vuelta de la esquina,
La luna celestial de cada día
Sé que entre todas las palabras, una
Hay para recordarla o figurarla.
El secreto, a mi ver, está en usarla
Con humildad. Es la palabra luna.
Ya no me atrevo a macular su pura
Aparición con una imagen vana;
La veo indescifrable y cotidiana
Y más allá de mi literatura.
Sé que la luna o la palabra luna
Es una letra que fue creada para
La compleja escritura de esa rara
Cosa que somos, numerosa y una.
Es uno de los símbolos que al hombre
Da el hado o el azar para que un día
De exaltación gloriosa o de agonía
Pueda escribir su verdadero nombre.
Gabriel García Márquez: La noche del eclipse (2003)
La invocación sobrenatural la dispensó de escrúpulos. Así que se fueron a ver el eclipse en la camioneta de él, a una bahía escondida en un bosque de cocoteros, sin huellas de turistas. En el horizonte se veía el resplandor remoto de la ciudad, y el cielo era diáfano y con una luna solitaria y triste. Él estacionó al abrigo de las palmeras, se quitó los zapatos, se aflojó el cinturón y abatió el asiento para relajarse. Ella descubrió que la camioneta no tenía más que los dos asientos delanteros, que se convertían en camas con sólo apretar un botón. El resto era un bar mínimo, un equipo de música con el saxo de Fausto Papetti, y un baño minúsculo con un bidé portátil detrás de una cortina carmesí. Ella entendió todo.
-No habrá eclipse -dijo-. Sólo pueden ser en luna llena, y estamos en cuarto creciente.
Él se mantuvo imperturbable.
-Entonces será de sol -dijo-. Tenemos tiempo.
***
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Gabriel García Márquez: La noche del eclipse (2003)
La invocación sobrenatural la dispensó de escrúpulos. Así que se fueron a ver el eclipse en la camioneta de él, a una bahía escondida en un bosque de cocoteros, sin huellas de turistas. En el horizonte se veía el resplandor remoto de la ciudad, y el cielo era diáfano y con una luna solitaria y triste. Él estacionó al abrigo de las palmeras, se quitó los zapatos, se aflojó el cinturón y abatió el asiento para relajarse. Ella descubrió que la camioneta no tenía más que los dos asientos delanteros, que se convertían en camas con sólo apretar un botón. El resto era un bar mínimo, un equipo de música con el saxo de Fausto Papetti, y un baño minúsculo con un bidé portátil detrás de una cortina carmesí. Ella entendió todo.
-No habrá eclipse -dijo-. Sólo pueden ser en luna llena, y estamos en cuarto creciente.
Él se mantuvo imperturbable.
-Entonces será de sol -dijo-. Tenemos tiempo.
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Maravilloso recrearse con textos tan hermosos,
valioso el aporte que hace la literatura al significado que ha tenido la luna en la vida del hombre.
Hola, Luz Amparo, nos alegra de que te guste nuestro homanaje literario a la Luna. Y gracias por ayudanos a compartirlo por redes. Un saludo