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Miguel Ángel Buonarroti (Italia, 1475-564). Retrato de Daniele Da Volterra, estilete con punta de plomo y tiza negra, Museo Teyler, Haarlem. /WMagazín

Miguel Ángel Buonarroti: 550 años del artista tocado por los dioses

Uno de los creadores más grandes de todos los tiempos nació el 6 de marzo de 1475. Escultor, pintor, arquitecto, poeta y buscador de belleza, creó obras inolvidables: de la 'Piedad', con 24 años, y el 'David', con 29, a la Basílica de san Pedro del Vaticano, con más de setenta, pasando por la Capilla Sixtina. Homenajeamos su vida a través de libros como la biografía clásica de Giorgio Vasari. PRIMERA PARTE

Un niño que iba para abogado torció su destino y logró pronto su sueño de ser escultor, liberar a las figuras que veía en los bloques de mármol, que le abrió el camino para realizar otros sueños que desconocía: pintor y arquitecto. Alcanzó la gloria. Y entre esculturas, pinturas y edificios sublimes ponía en palabras, en papeles y cartones donde dibujaba sus proyectos, los sentimientos envoraginados que le nacían de dentro y los que le ofrecía el mundo exterior: versos, sonetos, rimas y cantos condensados en seis palabras: “Mis ojos, que codician cosas bellas”.

Fue la gran luz del Renacimiento. Murió a los 89 años, el 18 de febrero de 1564, en la Roma de los papas que le dio la eternidad.

Todo empezó en la villa de Caprese, en la Toscana. La madrugada del domingo 6 de marzo de 1475 el llanto de un recién nacido rompió la oscuridad, cuyo eco abriría una nueva era para las artes y la belleza. Le pusieron de nombre Michelangelo di Lodovico Buonarroti Simoni. Lo llamarían El Divino. Un hombre enviado por los dioses para mostrar al mundo parte de la realidad de donde procedían las sombras que reflejaban las llamas de la caverna de la que habló Platón. Obras inmortales que conmueven por su belleza, búsqueda de perfección y aire del soplo del espíritu que les insufló su autor, como:

El Baco con un sátiro, esculpido con 21 años (1501).

La Piedad, un grupo escultórico creado entre los 23 y 24 años (1498-1499).

El David, una escultura colosal cincelada entre los 26 y los 29 años (1501-1504)

Los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina, relato pictórico del génesis recreado entre los 33 y 37 años (1508-1512).

El Moisés, esculpido con 38 años (1513).

El fresco del Juicio final, en la Capilla Sixtina, iniciado con 61 años y terminado a los 66 (1536-1541)

La Basílica de san Pedro del Vaticano con su cúpula celestial, iniciada cuando tenía 72 años (1546).

La ‘Piedad’, de Miguel Ángel Buonarroti. /WMagazín

Buscador y creador de belleza y sensualidad

Miguel Ángel sublima el cuerpo, la materia y lo físico en una atmósfera de misticismo, sensibilidad y sensualidad. Vigor y energía tocadas de delicadeza. Descubre, reconcilia y armoniza lo impensable: el ser humano rozando a Dios o Dios a punto de tocar sus creaciones. Miguel Ángel lo pintó en el centro de su obra, la más icónica, quizás, del arte: la escena de la Capilla Sixtina donde el dedo de Dios acaba de crear a Adán quien con su índice un poco caído crea entre ellos un mínimo espacio siempre a punto de tocarse los dos, o de alejarse.

De la grandeza del genio de Miguel Ángel dejó constancia, en 1550, Giorgio Vasari, creador clave del Cinquecento, en su libro clásico de biografías Las vidas. Y no hay nadie mejor que Vasari para recordar los primeros años del maestro florentino ya desde el comienzo de su biografía:

“Mientras industriosos y egregios espíritus, con la ayuda de las luces de Giotto y de sus continuadores, se esforzaban por dar al mundo muestras del talento que la benignidad de las estrellas y la proporcionada combinación de sus humores habían brindado a sus ingenios, deseosos de imitar con la excelencia del arte la grandeza de la naturaleza, para alcanzar lo más posible -con esfuerzos tan universales como vanos- esa suma del conocimiento que muchos llaman inteligencia, el benignísimo Rector del cielo volvió, clemente, los ojos hacia la tierra y, viendo la inútil infinitud de tantos empeños, los ardientes estudios sin fruto alguno y la opinión presuntuosa de los hombres, bastante más alejada de la verdad que las tinieblas de la luz, resolvió, para librarse de tantos errores, enviar al mundo un espíritu que, en cada una de las artes y en todas las profesiones, fuera universalmente capaz y por sí solo mostrase cuál es la perfección del arte del dibujo, en materia de línea, contorno, sombra y luz, y diese realce a las cosas de la pintura y con recto juicio obrase en escultura, e hiciese viviendas cómodas y seguras, sanas, alegres, proporcionadas y enriquecidas por los varios adornos de la arquitectura. Quiso, además, dotarlo de real filosofía moral y darle el adorno de la dulce poesía, para que el mundo lo admirara y escogiera como singularísimo modelo por su vida, sus obras, la santidad de sus costumbres, y la humanidad de todos sus actos; en suma, para que fuera considerado por nosotros como un ser, más que terreno, celestial. Y porque sabía que en la realización de tales ejercicios y en esas artes singularísimas que son la pintura, la escultura y la arquitectura, los ingenios toscanos siempre se han destacado entre los demás por su elevación y grandeza, porque éstos, más que cualesquiera otros de Italia, se dedican empeñosamente a las fatigas y los estudios de las diversas facultades, quiso darle como patria a Florencia, dignísima entre las ciudades, para colmar la perfección de las merecidas cualidades de esa urbe, ofreciéndole semejante ciudadano.

El ‘David’, de Miguel Ángel Buonarroti.

En el Casentino, pues, bajo el signo de fatales y felices estrellas, nació en 1474 un hijo de honesta y noble dama a Ludovico di Lionardo Buonarroti Simoni, que descendía, según dicen, de la nobilísima y antiquísima familia de los condes de Canossa. A este Ludovico, que ese año era podestá de Chiusi y Caprese, cerca de Sasso della Vernia, donde San Francisco recibió los estigmas, en la diócesis aretina, le nació, digo, un hijo el 6 de marzo, un domingo, aproximadamente a las ocho horas de la noche, y le puso el nombre de Miguel Ángel porque, sin pensar más lejos, inspirado por un espíritu superior, infirió que este niño era cosa celestial o divina, fuera del uso mortal, como se ve por los signos de su nacimiento, ya que lo recibían con benevolencia Mercurio y Venus en la casa de Júpiter. Lo cual demostraba que por arte de mano y de ingenio realizaría obras maravillosas y estupendas. Cuando concluyó su misión como podestá, Ludovico regresó a Florencia, y confió a Miguel Ángel al cuidado de la mujer de un cantero en la villa de Settignano, a tres millas de la ciudad, donde tenía una propiedad de sus antepasados, donde abundan las piedras y hay muchas canteras de granito, en que trabajan continuamente los canteros y escultores, nacidos en su mayor parte en aquel lugar. Por eso, conversando un día Miguel Ángel con Vasari, le dijo en broma: ‘Giorgio, si hay algo bueno en mi ingenio, lo debo al haber nacido en la sutileza del aire de vuestra tierra de Arezzo y al haber mamado con la leche de mi nodriza los cinceles y el mazo con que hago mis figuras’.

Luego tuvo Ludovico varios hijos más, y como estaba escaso de recursos fue colocándolos en la corporación de la lana y de la seda, mientras Miguel Ángel, que ya era grande, era enviado a la escuela de gramática del maestro Francesco da Urbino. Pero como su ingenio lo inclinaba a deleitarse con el dibujo, dedicaba todo el tiempo posible a dibujar secretamente, siendo reñido y a veces castigado por sus mayores y por su padre, acaso porque estimaban que dedicarse a ese talento, desconocido para ellos, era cosa baja e indigna de su abolengo.

En esa época hizo amistad Miguel Ángel con Francesco Granacci, el cual, aunque joven, se había colocado en el taller de Domenico del Ghirlandaio para aprender el arte de la pintura. Y como Granacci amaba a Miguel Ángel y lo veía muy apto para el dibujo, todos los días le prestaba dibujos del Ghirlandaio que, a la sazón, era considerado, no sólo en Florencia sino en toda Italia, como uno de los mejores maestros existentes. Y creciendo diariamente en Miguel Ángel el deseo de crear, y no pudiendo Ludovico desviar al muchacho de su dedicación al dibujo, resolvió, ya que no había remedio, sacar algún fruto de esa afición y, aconsejado por sus amigos, lo puso en el taller de Domenico Grillandaio para que aprendiera ese arte. Tenía catorce años Miguel Ángel cuando se inició en el arte con Domenico”.

Cambio de era

El tiempo de Miguel Ángel fue el umbral de la modernidad, del Renacimiento que dejaba atrás las penumbras del Medioevo: desde la llegada de Cristóbal Colón a América, en 1492, cuyo hallazgo removió los aires estancados de la sociedad, de la política, de la ciencia, de la cultura y de la percepción del mundo y de la vida.

Son los años en que convivieron escritores como William Shakespeare o Miguel de Cervantes Saavedra; artistas como Leonardo da Vinci, Diego Velázquez, Caravaggio, Sandro Botticelli, Tiziano, El Bosco o Alberto Durero; mecenas como los Medici; filósofos como Nicolás Maquiavelo o Erasmo de Rotterdam; teólogos como Martín Lutero que impulsaron la Reforma protestante en Alemania y que daría pie al luteranismo; o astrónomos como Nicolás Copérnico.

Los Medici apoyaron a Miguel Ángel en su adolescencia. Luego viajó a Roma donde creó la escena de la Piedad en la cual la virgen María, con gesto de hondo pesar, sostiene en su regazo a su hijo recién bajado de la cruz desgonzado en un tiempo detenido y vívido.

Regresa a Florencia que, tras la caída de los Medici en 1494, para celebrar su libertad le encarga una escultura que represente la nueva República Florentina. Y Miguel Ángel concibe el David, nacido de un bloque de mármol imperfecto de cinco metros y diecisiete centímetros. “Esta obra eclipsa a todas las esculturas antiguas y modernas de Roma”, escribió Vasari.

La creación, del libro ‘Génesis’ de la Biblia, recreada por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.

El Papa Julio II, en 1504, le encarga un mausoleo majestuoso para cuando muriera, pero luego, en 1508, paró las obras por una nueva misión: los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina. Miguel Ángel no tenía destreza en la pintura, pero aceptó a regañadientes. Mil cien metros cuadros de techo, y rectangular, un espacio oscuro, difícil para su arte. Pero allí se abrió paso una belleza resplandeciente. Cuatro años después, terminó de reescribir con colores luminosos el Génesis de la Biblia. Narraciones pictóricas literales, pero otras muchas alegorías, interpretaciones, de autoría propia. Creó la ilusión de traer el cielo y el origen de Todo a la Tierra, a los ojos de los mortales, o de llevar la Tierra al cielo.

Casi veinticinco años después, en 1536, tras terminar la magnificencia de la bóveda de la Capilla Sixtina le encargaron el fresco del Juicio final, en la pared frontal del altar. Un mural sobrecogedor donde asoman las tinieblas al volcar su mirada apocalíptica, sobre miedos y temores. Después, la nueva Basílica de san Pedro en el Vaticano con una cúpula majestuosa.

El juicio final, en el altar de la Capilla Sixtina. /WMagazín

Camino de a gloria

Su creatividad se desbordaba tanto como su energía, trabajaba a diario, no tenía esposa ni hijos y su fuerza, su sensibilidad y su amor los canalizaba a través de su arte. Las turbulencias de su corazón, el estremecimiento por el arte y el anhelo de poder y ambición hacen que, por ejemplo, el escritor francés Mathias Enard creara un pasaje escondido de la vida del artista en la novela primorosa: Habladles de batallas, de reyes y elefantes. En este mundo, supuestamente, en 1506, Miguel Ángel deja al papa Julio II para acudir al llamado del sultán Beyazid en Constantinopla que le encarga la construcción de un puente sobre el Cuerno de oro, después de que rechazara la propuesta de Leonardo da Vinci. Fue el encuentro de Oriente y Occidente en sus manos. El descubrimiento de la belleza y el erotismo oriental, de otra concepción de la vida.

En medio de intrigas, avatares y encantos y desencantos de toda clase, Mathias Enard describe al maestro y tata de desvelar el misterio y milagro de su genio:

“Miguel Ángel no era muy guapo, la frente demasiado alta, la nariz torcida desde que se la rompieron en una riña de juventud, las cejas demasiado abundantes, las orejas un tanto despegadas. Se dice que su propia cara le horrorizaba. A menuda también se dice que, si buscaba la perfección del trazo, la belleza del rostro, es porque él mismo carecía de tal hermosura.

Solo la vejez y la fama le conferirían, cual pátina sobre un objeto tan feo al principio, un aura sin igual. Puede que sea en esta frustración donde haya que buscar la energía de su arte, en la violencia de la época, en la humillación de los artistas, en la rebelión contra la naturaleza; en el afán de lucro, la sed inextinguible de dinero y de gloria, que es el más poderoso de los motores.

Miguel Ángel busca el amor.

Miguel Ángel teme al amor como teme al infierno”.

Basílica de san Pedro en el Vaticano, obra de Miguel Ángel.

El amor al arte y al amor

La relación del artista con el matrimonio la describe Martin Gayford en la biografía Miguel Ángel: Una vida épica: “Así pues, Miguel Ángel no era un romántico en lo relativo al matrimonio. Cuando se le llamaba la atención acerca de su condición de soltero, solía insinuar que se sentía afortunado de haberse librado tanto de tener esposa como de tener familia, según cuenta Vasari: «En una ocasión, un amigo suyo sacerdote le dijo: ‘Es una lástima que no te hayas casado y tenido muchos hijos a los que poder legar todas tus hermosas obras’. A lo que Miguel Ángel replicó: ‘Siempre he tenido una esposa más que difícil en este exigente arte mío, y las obras que deje atrás serán mis hijos. Incluso si no son nada, vivirán algún tiempo. Habría sido un desastre que Lorenzo Ghiberti no hubiera hecho las puertas de San Giovanni, visto que seguían en pie cuando sus hijos y nietos habían vendido y despilfarrado todo lo que les había legado. (…)

A lo largo de su vida fue notorio que Miguel Ángel albergó sentimientos intensos por varios jóvenes, y dedicó apasionados poemas a más de uno. El escritor Pietro Aretino incluso llegó a insinuar la existencia de tales amoríos por escrito. Es posible que fueran castos. Miguel Ángel dijo a Calcagni que había llevado una vida de abstinencia sexual total, y recomendaba este rigor por motivos de salud (‘Si deseas prolongar tu vida, no te dejes llevar, o al menos tan poco como puedas’).

En el ambiente social en el que vivió, la noción de ‘homosexualidad’ o de ser ‘gay’ no existía, pese a que hubiera hombres que mantenían relaciones sexuales exclusivamente con otros hombres. Para Miguel Ángel y sus contemporáneos lo que existía, en cambio, eran un pecado y un delito, teóricamente castigables con la muerte, aunque rara vez sucediera en la práctica: la sodomía. Esta abarcaba cualquier actividad sexual, incluidas las que pudieran tener lugar entre un hombre y una mujer, que no estuviera orientada hacia la procreación, si bien solía designar habitualmente las relaciones sexuales entre dos hombres. Si Miguel Ángel no cometió el acto en sí, podía alegar que era inocente”.

Miguel Ángel deseó y amó a hombres y mujeres. Emociones, deseos, sentimientos, dudas, tormentos, sueños o desencantos que el artista sublimó en sus obras, cuyo rastro se ve en muchos de sus trescientos sonetos y rimas. El poeta español Miguel Ángel de Villena escribe en la introducción de Sonetos completos, de Cátedra:

“La obra lírica de Buonarroti se centra en la sublimación amoroso-platónica, con la figura de Tommaso Cavalieri; en la sublimación espiritualista dedicada a Vittoria Colonna; y finalmente, en la obra claramente religiosa y reformista, en que el viejo artista se desprende del mundo -aceptando del todo el camino espiritual ya iniciado- e incluso del propio arte”.

Y en esa frontera desde donde Miguel Ángel Buonarroti creó, en los predios de las contradicciones, del impulso creativo, de la melancolía, de la búsqueda perpetua de la belleza, del deseo de ser Pigmalión para dar vida a sus creaciones. Las lecturas de Platón, Dante y Petrarca insuflaron su fervor. Mostró que estaba tocado por los dioses.

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Winston Manrique Sabogal

Un comentario

  1. Es imposible describir al genio de Miguel Ángel, solo conociendo y analizando su obra, podremos raspar la capa superficial que envuelve su magnífico legado

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