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El escritor español Miguel Delibes (Valladolid, 17 de octubre de 1920-12 de marzo de 2010). /Imagen: detalle de la portada de ‘El libro de Miguel Delibes. Vida y obra de un escritor’ (Destino), foto de Nines Minguez.

Miguel Delibes: la sombra del ciprés sobre un escritor cientogenario

Conmemoramos cien años, este 17 de octubre, del autor de obras como 'Cinco horas con Mario', 'El camino' y 'Los santos inocentes'. Periodista, escritor y académico es visto en este homenaje a través de una mirada desenfadada y con humor que imbrica vida personal y literaria

Las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. O sea, que Miguel Delibes es un cientogenario escrupuloso, porque nació en 1920, el mismo año de la muerte de Galdós, y, claro, tuvo que acatar el curso de los acontecimientos y hacerse escritor, con un realismo inevitable y fatal.

Miguel, el Pipiolo, podría haber sido cualquier otra cosa, talabartero, batihoja, qué sé yo, maestro campanero, lo que cualquier niño de la época y siguiendo el camino del abuelo, con su fábrica de carpintería mecánica Federico Delibes. Pero es que, para Miguel, el Pipiolo, el fútbol “estaba en todas partes, lo impregnaba todo, era casi como Dios: una presencia constante”. Y a Miguel, el Pipiolo, le chiflaba montar en bici. Y bichear con el tirachinas, perpetrando terribles carnicerías de tordos, mirlos y malvises. Y, con los años, se hizo cazador. Total, su vida al aire libre, en el campo grande de Valladolid, menos por el vicio oculto de darle al póker: “Ni para mear salíamos de aquel cuarto de techo en pendiente. La bocina de un fonógrafo destartalado nos servía de urinario. Al terminar la timba la sacábamos al tejado para que se limpiase con las lluvias. Hasta que el vendaval se la llevó”, en plan Escarlata O’Hara.

Se entiende, por tanto, que, Miguel, el Pipiolo, no estuviera muy centrado en el colegio. Su pasión allí era el dibujo, de donde surgieron caricaturas de frailes/docentes, con las consecuencias inexorables: la regla en los nudillos y, después, la hipocresía cristiana, que le llenaba los bolsillos de regaliz de Zara, para perdonarle, pobrecito.

Entre pitos y flautas, a Miguel, el Pipiolo, lo de la literatura, ni fu. Mientras su padre se encerraba en una habitación con el Quijote a carcajadas, “yo nunca leí mucho”, excepto Robinson Crusoe, Mobby Dick o La isla del tesoro. ¡Hay que joderse!: si esto, de niño, era no leer, que venga Harry Potter y nos lo expliquiarmus.

Al final, empero, pasó lo que tenía que pasar. El negocio del abuelo consolidó una familia pequeñoburguesa, y Miguel, no-tan-Pipiolo, estudió una carrera con salidas. Descartó la Medicina, por el miedo surrealista que le entró cuando vio la autopsia de un niño ahogado —“lo rajaron de arriba abajo y luego lo cosieron con un bramante”—, y se metió en Derecho, sin vocación, como todo quisqui. Por si acaso, intentó lo del dibujo en la Escuela de Arte y Oficios, pero se sacó una cátedra de Derecho Mercantil en la Escuela de Comercio, con poco más de veinte años. ¡Toma mal estudiante!

Por aquí le llegó la literatura, como un atajo inverosímil de leguleyo. Porque don Miguel, el Opositor, que era un espigado, tuvo un crush de novela con el manual de Derecho de Joaquín Garrigues, que es hoy uno de los grandes despachos de abogados en España, lavín, compae, tiene mandanga: “Garrigues sabía sacarse una metáfora oportuna, rutilante, divertida, como, cuando para demostrar la responsabilidad derivada de una letra de cambio, afirmaba que todo firmante de ella era su esclavo”.

¡Hala! Ya está, ya lo sabemos: don Miguel, el Letrado, que era un gran santo, se había subido al carro de las cien familias que esclavizan España, las fuerzas vivas, los banqueros, los curas, y por ahí. Por eso, a los 26 años, estaba casado, como mandan los cánones, y tuvo siete hijos, que tuvieron sus consortes y que le dieron dieciocho nietos, como quien escribe rosquillas por novelas, sin dejar de dar clases de Derecho, y, además, trabajando de periodista y hasta de director en El Norte de Castilla. ¡Castilla! Lo que faltaba. Españolismo. Machirulismo. Todo esto explica que, pasados los años, le concedieran el Cervantes, ese
premio de colegas/cipotudos, la típica ceremonia sin emeritar, pero con mucho Régimen del 78, mucha Corinna Larsen y mucho Rey emérito, que va y le suelta, Miguel, tío, solo con tu familia me llenas el palacio.

Miguel Delibes (Valladolid, 17 de octubre de 1920-12 de marzo de 2010) en una imagen de a exposición que le dedica la Biblioteca Nacional de España./Fundación Miguel Delibes

Pero no, este es el relato fake, el bulo de toda la vida. No en balde, a mediados de los 90 —cuando Internet era en España un tinglado tirado por bueyes, sin redes sociales—, Delibes fue víctima primeriza de la caradura digital. Ramón García, en su biografía, cuenta que una empresa llamada Perdicaza se anunció en su web con una frase que le atribuía a Delibes. Y este: “¡¿Serán cabrones?! Se inventan la frase y para colmo anuncian una modalidad de caza de la que yo siempre he abominado”. En efecto, Delibes fue cazador, pero con una ética como una estética, que hoy tendría la categoría de sostenible. Su discurso de ingreso en la RAE fue, de hecho, un S.O.S. ecologista, o el sentido de progreso desde su obra, como Javier Bardem por el hielo derretido de Greenpeace, pero en vallisoletano.

Este es el Miguel de verdad: Delibes, que no de Libes. Su familia tenía ascendencia francesa, que es como decir contubernio masónico, o pronunciar De-lif, o algo por el estilo, con los labios en pico, igual que un beso arrugado… Buena gente. Un árbol que crece donde le plantan. Un cazador que escribe, no un escritor que caza. Y poco ajetreo: más aburrido que Delibes en Madrid. Y es que él pasaba poco por las jaranas lexicográficas de la RAE, que tenían que ser un verdadero sopor pergaminoso; y, cuando iba, llevaba unas ristras interminables de nombres de pájaros, empeñado en completar el diccionario con ornitología de la buena.

Según Francisco Umbral, con este recalcitrante ruralismo, Delibes desnoventayochiza Castilla. Si el 98 había hecho de esta región una fantasía —de la que se apropió el imperialismo franquista—, lo de don Miguel, el Letrado, que era un gran santo, sirvió de denuncia social. Para Delibes, era inaceptable la pobreza rural de Castilla, de toda la España vaciada, un problema que él quiso resolver, a base de “socializar los bienes y conservar las libertades”, ¡la leche en verso!, y hasta un “salario mínimo vital”, que es algo que hoy solo podemos de refilón. Así que, cuando Fragabarne —que era un armario de luna, empotrado en el Ministerio de Turismo— venía con el típex de las rotativas, Delibes le gritaba que si no era verdad lo de la libertad de prensa de su nueva ley de prensa. Esa era su estrategia: pisar la raya sin saltarla. Es decir: tocarle las narices a Franco, pero apontocado en el campo de sus santos inocentes.

Hubo unos años en que Delibes viajó mucho, hecho todo un hereje. Estuvo en París, invitado por Juan Goytisolo, en un Congreso por la Libertad y la Cultura, y hasta le pilló en Praga la Primavera de Praga, que ya hay que tener tino, en pleno franquismo. Anduvo por EE. UU., pero se horrorizó con los estragos de la globalización y del capitalismo, “puesto que estas
historias de desheredados, a las que soy tan aficionado, cuadran mal con la fiebre consumista”. Es esta la crítica que le estampó a Menchu en sus Cinco horas con Mario: una viuda que se lamentaba frívolamente ante el cadáver intelectual de su marido, porque este nunca quiso comprarle un 600.

La realidad es que Delibes fue un liberal de izquierdas y capillita, que a saber los estragos que provoca esta definición en la opinión pública twittera. Tuvo, por supuesto, las cosillas carcas de su época. Pero también tuvo tolerancia y autocrítica para darse cuenta de que el retrato de Menchu había sido injusto, y aplaudió la versión teatral de Lola Herrera en los 80/90/2000, porque puso de manifiesto el egoísmo machista de Mario, que era un muermo, en verdad, y había dejado a su mujer sola e insatisfecha. Inversamente, cuando a Delibes se le murió su propia Ángeles, todavía joven para la guadaña, él la retrató con todo su amor, como a una señora de rojo sobre fondo gris, reconociendo que nunca habría llegado a escritor, ni a lector siquiera, si no hubiera sido por la vasta cultura de ella, y por la gestión que hizo de todo.

Gracias a estos materiales, Delibes logró ser uno de los mejores narradores de la España de su generación…, para coraje de Cela, ya que este, aunque ganó el Nobel, era un príncipe destronado, que vendía menos novelas. No de otro modo consiguió Delibes que algunos de sus títulos se integraran en el idioma, como muletillas o refranes para salir de un apuro. En las primeras/segundas elecciones democráticas, los periódicos estaban a la gresca de los titulares, preguntándose, con Delibes, que qué partido se iba a disputar el voto del señor don Cayo. Ahora, en su centésimo cumpleaños, la sombra del ciprés se cierne alargada, porque Delibes sigue viviendo incombustible en la fuerza brutal de sus personajes.

  • Guillermo Laín Corona es profesor de Literatura Española en la UNED y dramaturgo.
  • @glaincorona

Migeul Delibes Setién nació en Valladolid (España), 17 de octubre de 1920 y murió en la misma ciudad el 12 de marzo de 2010. Entre sus obras más destacadas están Cinco horas con Mario, El camino, Las ratas, Los santos inocentes, Señora de rojo sobre fondo gris y El hereje. Obtuvo los principales premios de la literatura en española: Cervantes, Príncipe de Asturias y Nacional de las Letras, y entre los comerciales el Nadal.

Como lo define la exposición que le dedica la Biblioteca Nacional de España, Delibes fue «catedrático de Derecho Mercantil, periodista, cazador, defensor a ultranza de la naturaleza y de la explotación sostenible de los recursos naturales, académico de la Lengua, escritor… Una de las voces más admiradas y originales de la literatura en español de la segunda mitad del siglo XX. (…). Buena parte de sus obras se han convertido en títulos inolvidables para varias generaciones de lectores».

Portadas de libros de Miguel Delibes. /WMagazín

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