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Ilustración de la portada de ‘Cegador. El ala derecha 3’, de Mircea Cartarescu (Impedimenta). /WMagazín

Mircea Cărtărescu cierra su genial trilogía ‘Cegador’, uno de los grandes proyectos literarios del siglo XXI

La obra más ambiciosa del escritor rumano concluye su traducción al español, gracias a editorial Impedimenta, con 'El ala derecha'. Una novela centrada en el año clave de 1989 donde la historia, el pasado, las utopías y los sueños colisionan en un lenguaje maravilloso. WMagazín publica un pasaje de esta obra

Presentación WMagazín En 1989 se sitúa el comienzo del fin de la historia narrada de uno de los proyectos literarios más ambiciosos en lo temático y literario de la narrativa contemporánea: la trilogía Cegador, de Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956). Un autor que ya es un clásico contemporáneo. La trilogía la empezó el autor rumano en 1996 con El ala izquierda, la continuó en 2002 con El cuerpo y la cerró en 2007 con El ala derecha que la publicó este 2022 Impedimenta, la editorial que sacó los libros en español desde 2018 con la excelente traducción de Marian Ochoa de Eribe.

Cegador, cuyas tres partes suman más de 1500 páginas, es una obra que funde con maestría lo personal, lo político y lo soñado de la que es considerada la gran novela del comunismo rumano, pero que sirve de espejo y ventana de un tiempo, con una prosa impregnada de irrealidad para dar rostro a lo real. Es el flujo de los acontecimientos en un torrente de palabras que llevan historias del pasado y del presente, sucesos, emociones, sentimientos, ideas, ilusiones, sueños, vidas… Cărtărescu habla de su vida, de la vida misma con una frondosidad de imaginación y lenguaje enraizados en la verdad, y alentados por la poesía. Él es poeta antes que otra cosa, y un amante de la lectura y la escritura.

WMagazín publica un pasaje de El ala derecha. Cegador 3 que cierra este proyecto que, como la gran literatura, también se puede leer con páginas al azar por el solo placer de disfrutar la literatura, dejarse hipnotizar por cómo las palabras crean mundos. Una lectura que es una experiencia. Él es un gran hechicero, como diría Nabokov, con un lugar único en la literatura con una voz irrepetible.

En esta tercera parte, Cartarescu cuenta que «Era el año del Señor de 1989. La gente oía hablar de guerras y de revueltas, pero no se asustaban, pues esas cosas tenían que suceder». El ala derecha se centra en los últimos estertores de la dictadura de Ceaușescu. El miedo, el hambre, la represión, la incertidumbre, la muerte, las ruinas de un sueño, la sensación de traición, el fin de la utopía, el resquebrajamiento de todo… «El joven Mircea se debate entre la realidad punzante y las visiones alucinadas de un lugar que se asoma al fin del mundo, embarcado en una disección salvaje y mística de la primera infancia, en un viaje onírico por el laberinto de la genealogía familiar, en el que todo converge y todo acaba, en una plenitud tan fugaz como el latido de las alas de una mariposa», señala la editorial.

La obra de Cărtărescu, con otros títulos como Nostalgia, Lulú, El ojo castaño de nuestro amor y Solenoide, le ha dejado varios premios como el Thomas Mann de Literatura y el Formentor de las Letras, en 2018, y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2022. El siguiente es un pasaje de la tercera parte de su trilogía:

El ala derecha. Cegador, 3

Por Mircea Cărtărescu

Mircea había ido al cenáculo por obligación, arrastrado casi a la fuerza por Herman. Aunque escribía, y había escrito miles de páginas para entonces, sentía que no había que buscar la verdad en los poemas ni en las novelas, que ese no era el camino. Naturalmente, en la adolescencia había escrito también él literatura, había soñado con la novela que sustituiría al universo. Había escrito desesperados poemas de amor para nadie, fantásticas alegorías, había cantado libremente a la muerte, a los cipreses y a los infiernos. Pero, sobre todo, había soñado con libros, libros enteros que llevaban su nombre, aunque no recordaba cuándo los había escrito. Una noche soñó con un libro de relatos sobre temas graciosos, sorprendentes, entusiastas, emocionantes hasta el horror sacro y el desmayo, un libro escrito a mano con su caligrafía y que había leído estremecido toda la noche. Hacia el alba se levantó de la cama, conmovido, se dirigió a la ventana cubierta por completo con brumosas flores de hielo y apoyó la frente en su nieve barroca, en la extraña luz de los amaneceres invernales. Y se despertó precisamente así, de pie, junto a la ventana, a su espalda estaba la habitación en la que había leído su cuaderno de relatos, idéntica en todos sus detalles, como una imagen en el espejo, a la de su sueño, solo una rosa faltaba en el ramo, una rosa con los pétalos tatuados: el cuaderno no estaba en ningún sitio, la trama de las historias y sus curiosos personajes habían desaparecido como se disuelve el azúcar en el agua. Durante semanas enteras había intentado recordar siquiera una de las historias, siquiera alguna de las frases que lo habían asombrado y le habían inyectado aquella noche la heroína más pura. Recordaba oleadas de compasión, reverberaciones de tristeza, relámpagos de alegría, pero ni una sola palabra. «El demonio de papel», recordó bruscamente más adelante, mientras comía a solas, en la cocina, y esa frase, que no estaba en el manuscrito, le resultó de repente abrumadora como una revelación. Si se hubiera acordado alguna vez de la carne de letras dibujadas a boli en aquel manuscrito perdido, lo habría llamado «El demonio de papel» y habría sido su primer libro publicado. Pero Mircea no iba a publicar nada, jamás. No quería dibujar salidas en la pared infinitamente gruesa de su cráneo, sino hacerla pedazos y llenar el mundo con un billón de billones de dimensiones. Su manuscrito era todo lo que podía ser más diferente a una novela: era un libro. No podía ser leído, como no se puede leer una piedra o una nube. Lo escribía no con la tinta del bolígrafo, sino con la propia médula de su espina dorsal, que menguaba, cada día, en el tubo de las vértebras. Las letras de su libro eran neuronas, los capítulos eran arcos reflejos, todos los personajes tenían su rostro y su voz, terribles como los de los arcángeles, automáticos como los de una larva trocófora. Sus páginas no eran textos, sino una colección de texturas de las cosas del mundo: el espejo duro y grasiento del rodamiento el rosa granulado de la vela del velero en el ocaso, la densidad helada del aire de la catedral, la molicie húmeda y arrugada de los labios, la ternura del tallo del aro… Su texto vomitaba y eyaculaba, digería y veía, agonizaba y secretaba bilis, pensaba y defecaba, porque él escribía como otros vivían, y nada de la gloria y de la obscenidad de la vida le resultaba ajeno.

En el grupo se encontraba asimismo el pintor Ion, barbudo también, al igual que Călin, transfigurado como él por el entusiasmo. «¡No tengáis miedo, hermanos!», gritaba, feliz porque, por fin, después de varias décadas grises, era ahora un cuerpo del cuerpo de la historia. Por encima pasó un helicóptero militar, muy bajo, a unos pocos metros de los tejados. El estruendo de sus aspas cubrió, durante un minuto largo, el resto de los ruidos, consagrando en aquella zona del centro de la ciudad una especie de silencio paradójico, un ruido blanco e indescifrable. En aquel silencio ensordecedor, cayó la chica. Se escurrió junto a Mircea, la presión del brazo se aflojó y, antes de que alguien se diera cuenta, estaba de nuevo tumbada en el suelo, como cuando las metralletas de las tanquetas dispararon por primera vez. Mircea se inclinó sobre ella y de repente se le aflojaron las piernas. Cayó de rodillas, en la nieve embarrada, contemplando el amplio agujero, rebosante de sangre, entre los ojos de aquella que, un momento antes, gritaba en silencio a su lado. Ahora era una máscara terrorífica, con los ojos abiertos de par en par y una expresión inhumana en la boca.  La sangre manaba de la órbita izquierda y desaparecía en el cabello, negro bajo el chorro de luces del faro de una de las tanquetas. Mircea no pudo decir nada. Tuvieron que levantarlo los de alrededor, que se habían abalanzado de inmediato sobre el cuerpo de la joven que ni siquiera tenía nombre: se lo había dicho, pero todos lo habían olvidado al instante. «¡Hermanos, están disparando! ¡Está muerta, por Dios bendito! —gritaba el de las gafas en la fila de atrás—: ¡Retiraos! ¿Quién ha disparado? ¿De dónde han disparado?» Estaba claro que no habían sido los de los escudos, tampoco las tanquetas habían disparado. «¡Han disparado a bocajarro, por la espalda! Está disparando uno de nosotros, hermanos», se oyó otra voz quejumbrosa, muerta de miedo.

«Uno de vosotros es un diablo», relampagueó en la cabeza de Mircea y, rápidamente, otras imágenes- pensamientos, estúpidamente mezclados, lo invadieron. Se acordó, en aquel segundo que no quería que terminara, del síndrome Capgras: el marido comienza a entender, poco a poco, que su esposa ya no es la misma, que ha sido sustituida por alguien clavadito a ella, pero que lo espía y le prepara un destino terrible. Por lo general, el enfermo asesina a su pareja y solo entonces se descubre su anomalía (pero ¿y si es exactamente así, se preguntaba siempre Mircea cuando leía sobre este síndrome, si las parejas de algunas personas eran efectivamente sustituidas por unos sosias aterradores?). Uno de los manifestantes era un desconocido sombrío, armado, que acaba de matar a bocajarro, a sangre fría. ¿Escondía el arma en el bolsillo y había disparado a través de la tela, como en las películas? No parecía posible. En torno a la joven asesinada se formó un círculo, alguien la había retirado y colocado bocabajo, así que ahora se veía su cabello húmedo, en el occipital, el orificio de entrada de la bala, y estaba claro que habían disparado a un palmo de distancia, un poco de abajo arriba, probablemente con una pistola, una TT militar tal vez. La sujetaron por los brazos y la depositaron en la acera. ¿Cuántos muertos yacerían a su lado, con los rostros cubiertos, como el suyo, por un abrigo (el barbudo de la frente abombada se había despojado del suyo y se había quedado en jersey), hasta la primera luz de la mañana?

Era irreal, todos tenían ahora, cuando se encontraban en peligro de muerte, cuando habían visto lo fácil que era morir, esa sensación de sueño estático, de ballet sin música, de secuencias de película desfilando ante el ojo de la mente que experimentas cuando te enfrentas a unos hechos que no pueden suceder, cuando ves el puñal relampagueando delante de los ojos y sabes, y algo en ti lo acepta, con la calma más extraña, que en un instante se clavará en tu vientre, cuando te precipitas desde las alturas y aceptas, con una especie de candor infantil, que cada uno de tus huesos se romperá contra el asfalto, que tu piel reventará y brotará la sangre, cuando te ahogas y te recibe una luz intensa filtrada a través del agua turbia, y alguien en tu interior susurra: «Voy a morir ahora»… En una oscuridad casi total, rota tan solo por los proyectores histéricos de las tanquetas, podía ser cualquiera. En la agitación ininterrumpida del grupo de manifestantes, el que se encontraba a tu espalda podía estar, un momento después, en cualquier otra parte. Ahora los jóvenes se agarraban del brazo, en filas largas, y no podían evitar mirar, cada minuto, bruscamente, hacia atrás, a la espera de ver, apuntando hacia sus rostros bañados en un sudor frío, el cañón de la pistola brillando tenuemente en la noche. «¡Ehhh! —gritaba un tipo corpulento, con una pelliza de piel—. ¡Si te pillo te corto en tiritas con un cuchillo, ehhh! ¡Te despellejo, securista asqueroso!» (¿Y si era precisamente él?) Mircea sintió los estrujones de los que lo rodeaban mucho más crispados que antes. «¡Hermanos, resistamos hasta la mañana!», gritaba otra voz, muy lejos por detrás. «¡Fuera Ceauşescu! ¡Fuera el dictador! ¡Fuera los securistas!» «¡Fuera, fuera, fuera!», empezaron a gritar todos de nuevo, entrecortadamente, volviéndose otra vez hacia las filas de los soldados, que parecían ahora mucho más inofensivos, porque sus rostros se veían, mientras que el del asesino estaba oculto.

Desde la plaza llegaba ahora un estruendo, como si se estuviera acercando una caravana de camiones. Y, ciertamente, eran dos camiones militares con toldos y dos furgones negros, con las ventanas cubiertas por unas rejillas de alambre. Venían a gran velocidad, con luces largas, y frenaron rechinando detrás del muro de militares. Casi en ese mismo instante salieron de los camiones unas dos docenas de hombretones de negro. El oficial gritó algo por el altavoz, la muralla se abrió, los soldados se reagruparon en dos filas, y las tropas especiales se abalanzaron en silencio sobre los manifestantes para detenerlos y arrastrarlos a los furgones.

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