Muere Kenzaburo Oé, la dignidad convertida en lección de vida y belleza literaria desde Japón
El Nobel de Literatura y pacifista, fallecido a los 88 años, escribió desde el mito, la memoria, los valores de su país tras la Segunda Guerra Mundial y las dudas del alma. Homenaje de WMagazín con pasajes de sus libros más emblemáticos
Presentación WMagazín La dignidad vertebra la vida y la obra literaria de Kenzaburo Oé, fallecido a los 88 años, el 3 de marzo de 2023. Un hombre y escritor en el punto de encuentro del mito, la memoria, el pacifismo, los valores de su país tras la Segunda Guerra Mundial y de las dudas del alma humana que plasmó con una narrativa transparente y poética a la vez. Kenzaburo Oé avanzó, desde muy joven, por la orilla del camino de un mundo que le parecía que atropellaba el porvenir. Lo que había deducido por sí mismo en su búsqueda de estar en la vida en armonía se ratificó cuando, en 1963, durante el embarazo de su mujer el médico les advirtió que el bebé tenía una grave deficiencia cerebral y recomendó que no lo tuvieran, pero los dos decidieron tenerlo, y lo llamaron Hikari. Fue su gran enseñanza vital que plasmaría de diferentes maneras en sus libros. Los cuidados llevaron a que Hikari se convirtiera en un notable compositor de música clásica.
Kenzaburo Oé (Shikoku, 31 de enero de 1935- Tokio, 3 de marzo de 2023), gran lector de la literatura japonesa y occidental, obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1994 por ser «quien con fuerza poética crea un mundo imaginado, donde la vida y el mito se condensan para formar una imagen desconcertante de la situación humana actual».
El galardón se lo concedieron por novelas como Arrancad las semillas, fusilad a los niños (1958), Una cuestión personal (1964), Cuadernos de Hiroshima (1965), El grito silencioso (1967), Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura matad a los niños (1969), ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! (1983), La torre de tratamiento (1990), Salto mortal (1999) y La bella Annabel Lee (2007).
Pero ese mundo comprometido en lo personal y colectivo, ese mundo de asombro ante el impacto de la realidad, ese mundo donde la gente debe tomar una decisión crucial, qué es la vida sino un rosario de toma de decisiones, está en el primer relato que publicó: La presa (1957) con 22 años. Se trata de una novela corta en la cual en una aldea remota cae del cielo un soldado negro de la Segunda Guerra Mundial. Lo toman preso, lo llevan a un sitio y los niños van a verlo.
WMagazín rinde homenaje a este gran escritor con la selección de pasajes de varias de sus principales novelas:
Por Kenzaburo Oé
La presa
“Mi hermano pequeño y yo estábamos hurgando con unos palos en la tierra blanda, que apestaba a grasa y a ceniza, del crematorio improvisado y de lo más sencillo: un mero foso casi a ras del suelo en un calvero abierto en medio de una espesa vegetación de arbustos. La bruma del crepúsculo, fría como las aguas subterráneas que manan en los bosques, ya llenaba el fondo del valle; pero sobre la pequeña aldea donde vivíamos, agrupada alrededor de la carretera sin asfaltar, en la falda de la colina, descendía suavemente una luz color vino púrpura. Me incorporé, al tiempo que un débil bostezo llenaba mi boca. Mi hermano también se incorporó, bostezó y me sonrió».
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Arrancad las semillas, fusilad a los niños
Es la primera novela de Kenzaburo Oé. En ella cuenta la historia de 15 chicos de un reformatorio en tiempos de guerra que son trasladados a una aldea. Cuando se da la alarma de una epidemia la gente los abandona dejándolos encerrados en el pueblo vacío:
«Cuando empezamos a pisotear los montones de tierra como nos había dicho I, en los cuatro puntos cardinales del valle las montañas se tiñeron de un intenso color rojo oscuro; sólo el cielo del atardecer seguía iluminado por el sol sobre el silencioso pueblo. El súbito crepúsculo confirió una especie de solemnidad al trabajo de apisonar las fosas. Era algo similar a la insoportable imagen de la «muerte» que venía a visitarme sólo de noche, me hacía respirar angustiosamente y me empapaba la piel de sudor. Proseguimos nuestra tarea con renovado entusiasmo.
Por miedo a la resurrección de los muertos, los primitivos japoneses les doblaban las piernas bajo el tronco y cubrían las tumbas con pesadísimas losas de piedra. Y nosotros, temerosos de que nuestro difunto compañero surgiera de la tierra y campara a sus anchas por el pueblo donde nos habían dejado abandonados y bloqueados, pisábamos la tierra con toda la fuerza de nuestras piernas.
Y de repente, sin saber cómo ni por qué, formamos un estrecho anillo apretando nuestros cuerpos y enlazando nuestros brazos, y pisoteamos en silencio la tierra, envueltos primero por el aire fresco de la noche cada vez más cerrada, luego por las ráfagas de fría niebla que trajo consigo y, por fin, por el gélido viento invernal que la disipó. Empezaba a formarse entre nosotros, un grupo de niños perplejos, un firme lazo de unión. Bajo la delgada capa de tierra, que conservaba mejor el escaso calor del día que la niebla o nuestra piel de gallina, yacían los muertos, con las piernas muy juntas y los brazos pegados al cuerpo, con sus fríos ojos ocultos bajo sus párpados muertos, con reptantes larvas mordisqueando ya la carne entre sus muslos”.
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Una cuestión personal
Es la historia más personal, la de un hombre que tiene grandes planes en su vida y, de repente, le dan la noticia de un hijo que va a nacer con una malformación cerebral:
“Mientras miraba el mapa de África, desplegado en el escaparate como un ciervo altivo y elegante, Bird apenas consiguió reprimir un suspiro. Las dependientas no le prestaron atención. Tenían de carne de gallina la piel de sus cuellos y brazos. La tarde caía y la fiebre de comienzos del verano había abandonado el ambiente, al igual que la temperatura abandona a un gigante muerto. La gente parecía buscar en la penumbra del subconsciente el recuerdo del calor de mediodía, cuya ligera reminiscencia aún permanecía en la piel. Respiraban pesadamente y suspiraban de modo ambiguo. Junio, seis y media: ya nadie sudaba en la ciudad. Sin embargo, en ese momento la esposa de Bird rezumaba sudor por todos los poros del cuerpo mientras gimoteaba de dolor, ansiedad y esperanza, desnuda y acostada en un colchón de caucho, con los ojos cerrados como los de un faisán abatido del cielo por un disparo.
Estremecido, Bird miró con atención los detalles del mapa. El océano en torno de África estaba coloreado con el azul desgarrado de un amanecer invernal. Los paralelos y meridianos no eran líneas mecánicas trazadas a compás, sino gruesos trazos negros, que evocaban, en su irregularidad y soltura, la sensibilidad del dibujante. El continente parecía el cráneo distorsionado de un hombre gigantesco que, con ojos melancólicos y entrecerrados, mirase hacia Australia, el país del koala, el ornitorrinco y el canguro. El África en miniatura que, en una esquina del mapa, mostraba la densidad de población, parecía una cabeza muerta en proceso de descomposición; la otra, que mostraba las vías de comunicación, parecía una cabeza despellejada con las venas y arterias al descubierto. Ambas Áfricas diminutas sugerían la idea de una muerte brutal, violenta”.
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El grito silencioso
Narra la historia de dos hermanos que regresan a la isla de Shikoku con planes diferentes y allí deberán enfrentarse a su realidad, al pasado que arrastran y los condiciona:
“A las cuatro de la tarde, se oyeron las voces de muchas gargantas que gritaban ¡Aah, aah, aah, aah!, repetidas veces, un sonido que fue ascendiendo poco a poco, como si subiera por una escalera de caracol. Eran gritos que traslucían una agitación placentera y apremiante, y que parecían proceder de la parte más vergonzosa de la mente, de los pliegues rojos y sanguinolentos de una de sus membranas mucosas. Al oírlos, sin saber por qué, sintiéndome tan desconcertado como si me hubiesen pillado exhibiéndome desnudo, grité: «¿Qué demonios es eso? ¿Qué es?». Acto seguido, desde un rincón del almacén, algo indefinido pareció ir a contestarme, pero, más desconcertado aún, grité: «¡No, no!», moviendo la cabeza. El griterío creció y creció, formando oleadas. Al cabo, cesaron los gritos y fueron reemplazados por un grave murmullo, como el agitar de las alas de infinidad de abejas, del que se destacaban de vez en cuando, negándose a ser sepultados, un grito gutural, el agudo chillido de un niño o una exclamación de alegría. Al principio continué con mi trabajo, pero llegó un momento en que aquellos gritos aislados, agudos e incomprensibles me impidieron concentrarme.
Por fin me levanté y, recibiendo en los ojos y en las ardientes mejillas el frescor de la superficie fría del cristal, miré por la ventana empañada el espacio despejado del valle al atardecer. La nevada había perdido intensidad, pero seguía cayendo una nieve fina. El bosque que rodea el valle estaba sumido en negras sombras que se iban llenando de una niebla lechosa, y el cielo, con sus nubes de nieve, parecía una oscura y gigantesca mano helada que abofeteara el valle. Al esforzar mi dolorido ojo para atisbar las banderas del supermercado, emergieron poco a poco de la niebla colgando lacias y desconsoladas como pájaros con las alas plegadas; sus colores eran tenues como fragmentos de porcelana hundidos en agua turbia. No podía ver nada de lo que ocurría en el supermercado, pero el recuerdo de las mujeres que esperaban inmóviles y en silencio frente a las puertas mientras los dos cincuentones se pegaban en silencio seguía sin borrarse de mi mente. No tardé en volver a la mesa, hecho un mar de dudas. A pesar de que me había prohibido con firmeza bajar al pueblo, era evidente que algo extraño estaba ocurriendo allí, y esa prohibición no me impedía pensar que era casi seguro que Takashi y su equipo de fútbol tuvieran algo que ver».
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Salto mortal
Kenzaburo Oé se aparta de la autobiografía para hablar de la fe, el carisma de los líderes y los riesgos del fanatismo mientras analiza sociedad japonesa:
“Llegaba allí una pequeña persona: cierto hombre, al parecer empequeñecido a escala, con un desarrollo muscular por encima de lo normal. Proyectando el pecho hacia delante, avanza en la penumbra, sosteniendo algo con sus brazos extendidos: se trata de una estructura provista de dos alas, ensambladas entre sí a modo de bumerán. En el camino abierto ante él se han izado unas cortinas que cuelgan apretadamente, y más allá se erige un escenario destellante de luces. Cuando el hombrecito se disponía a pasar —encogiendo su estatura— junto a un cuadro de interruptores que sobresalía hacia el pasillo, una chica vestida de bailarina, al cruzar a toda prisa desde detrás de la zona de conmutadores, se vio embestida por la punta de una de aquellas alas, bajo su tutú. En tal situación, el hombrecito y la niña bailarina se quedaron petrificados. La chica, inclinada como estaba hacia delante, trató de cargar el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha; en tanto que la pierna izquierda, levantada ampliamente, la mantenía indefensa en el aire, logrando guardar así de algún modo el equilibrio. Como muestra de su indignación por verse forzada a esa postura tan irremediable, ella se quedó mirando a su compañero en el encuentro. Su carita se arreboló como un damasco al sol. Pero quien le devolvió la mirada no era precisamente un hombrecito, sino alguien que ostentaba una cabeza semejante a la de un perro, empezando por su frente y su boca, y siguiendo por sus protuberantes orejas; con todo, en cuanto a su mirada, él era un chico extraordinariamente bello”.
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