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Mercedes Barcha y Gabriel García Márquez. /Foto del archivo del Banco de la República de Colombia

Muere Mercedes Barcha, viuda de García Márquez y soporte personal y literario de su éxito

Gracias a ella el Nobel colombiano pudo escribir 'Cien años de soledad'. Reconstruimos la historia de amor y complicidad Barcha-García Márquez, los milagros que hizo ella para que él pudiera escribir y su rastro en la obra garciamarquiana

La niña de belleza egipcia ha muerto cinco años después de que lo hiciera él tras 56 años de matrimonio. Ella tenía 9 años y él 13 cuando la vio por primera vez. Ya entonces él pensó que un día le pediría que fuera su esposa. Antes de hacerlo le dijo que lo esperara. Ella lo esperó, el cumplió… hasta que en 1958 ambos hicieron realidad sus sueños y sus promesas al casarse. Fue solo el comienzo de una aventura personal y creativa donde la complicidad de ella permitió la creación de una de las obras literarias más importantes y entrañables de todos los tiempos. Ella era Mercedes Raquel Barcha Pardo y él Gabriel José de la Concordia García Márquez.

Setenta y nueve años después de aquel primer cruce de miradas en un pueblo del caribe colombiano, un noviazgo epistolar, un matrimonio el 21 de marzo de 1958 en la iglesia del Perpetuo Socorro, de Barranquilla, dos hijos, haber sido uno de los soportes sentimentales, personales y literarios de García Márquez y haber llorado su muerte en 2014 ella ha fallecido a los 87 años, en esa misma casa de Ciudad de México, el 15 de agosto de 2020.

Mercedes Barcha Pardo, en 1957. / Foto de álbum familiar – WMagazín

La literatura está en deuda con Mercedes Barcha (Magangué, Bolívar, 1932), de una familia de ascendencia egipcia e hija mayor de seis hermanos del boticario del pueblo: Demetrio Barcha. García Márquez pudo ser el demiurgo literario de un universo único porque ella creó las bases del mundo real para que este no dejara de girar en su casa.

Su rastro y su huella están en diversas mujeres de los cuentos y novelas del Nobel colombiano. Una de las más claras vive en Cien años de soledad (1967) como «Mercedes, la boticaria», «mujer sigilosa y silenciosa”. Y en la dedicatoria de la novela sobre la que García Márquez decía que le gustaría que fuera recordado, aquella que cuenta los amores contrariados de sus padres: El amor en los tiempos del cólera (1985). Allí, antes de entrar en esa bella historia, él escribe:

«Para Mercedes, por supuesto«.

Pero el corazón de la historia de Mercedes Barcha y García Márquez, más allá del flechazo amoroso, las promesas, las esperas y los avatares matrimoniales, está en que ella se encargó de todo en la casa mientras él se enclaustró en un cuarto pequeño al que llamaba La Cueva de la Mafia año y medio a escribir Cien años de soledad. Un episodio que reconstruye Dasso Saldívar en García Márquez: El viaje a la semilla. La biografía.

Aquella prueba de fe, amor, amistad y complicidad fue hace  justo 55 años en Ciudad de México donde vivían desde 1961. Fue entre julio y septiembre de 1965. Un día iban en su Opel blanco de la capital mexicana a Acapulco de vacaciones con los dos niños, Rodrigo y Gonzalo, cuando la novela escurridiza que él llevaba pensando casi veinte años se le apareció en su cabeza.

Dio media vuelta, y el mundo real quedó en manos de ella para que él pudiera insuflar vida a la familia Buendía que crearía Macondo “por siempre y para siempre”.

Mercedes Barcha le prestó mucho a Úrsula Iguarán. Esa mujer, esposa y todo de José Arcadio Buendía que hacía que el mundo y Macondo funcionaran mientras él estaba más en las nubes que con los pies en la tierra. Ambas, Mercedes y Úrsula, hacían girar las manecillas del reloj con su pragmatismo.

Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo. /Foto archivo Banco de la República de Colombia

 

Mercedes Barcha creía en el talento literario de su esposo, casi de manera ciega al comienzo, se llama fe. La casa de dos plantas de la calle de la Loma 19, en el sureño barrio San Ángel Inn, en Ciudad de México, donde vivían arrendados lo sabe.

De vuelta a esa casa, tras el intento fallido de vacaciones, García Márquez le contó buena parte del comienzo de la novela. Ella se la había escuchado varias veces, pero él no había encontrado ni el tono ni la estructura que lo convenciera. Ahora había cristalizado.

La primera vez que le habló de esa novela fue en 1958 poco después de la luna de miel, mientras volaban de Caracas a Barranquilla. Entonces el libro se llamaba La casa y «era un mamotreto» de más de 500 páginas recordó alguna vez su amigo Álvaro Mutis.

Así es que de vuelta al número 19 de la Loma, ella se enteró de cómo sería la llave que abriría las puertas del maravilloso universo de Cien años de soledad: el tono de la abuela materna de él, Tranquilina Iguarán Cotes, con su «cara de palo» que hacía verosímil cualquier historia de las que él daba fe, mientras el rosario de historias con sus guerras, amores y sueños eran los episodios de ella y los que le había contado su abuelo Nicolás Ricardo Márquez que lo criaron hasta los 8 años en Aracataca. Mercedes Barcha sabía de la perseverancia de su marido en esa historia, sabía de sus desvelos por ella.

Los abuelos maternos de Gabriel García Márquez: Nicolás Ricardo Márquez y Tranquilina Iguarán Cotes, con quienes el autor colombiano vivió hasta los 8 años. De aquellos días procede su mundo literario. /Foto WMagazín

Llegaron a la casa. Él aparcó. Le dijo que renunciaría al trabajo para concentrarse tranquilo “durante seis meses” en esa novela. Le entregó todo el dinero que tenía: cinco mil dólares para el sostenimiento del hogar.

Y se refugió en el estudio-celda al fondo del salón tapiado con madera con la venia de ella. Era muy pequeño, de unos tres metros de largo por dos de ancho, un bañito, una ventana que daba al patio, un diván, una estantería con libros, la enciclopedia británica y una mesa de madera con una máquina Olivetti.

La casa tuvo su propia banda sonora: el frenético tac-tac de la máquina mezclados con los Preludios de Debussy y de Qué noche la de aquel día de los Beatles, recuerda El viaje a la semilla.

Pronto logró redondear la primera frase:

“Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

La máquina dejó se sonar, y se preguntó “qué carajo vendría después”. Volvió el tac-tac y solo hasta el hallazgo del galeón en medio de la selva (final del primer capítulo) no creyó “de verdad que aquel libro pudiera llevar a ninguna parte», contó el escritor. «Pero a partir de allí todo fue una especie de frenesí. Por lo demás, muy divertido”.

Pero no todo iba ser escritura. Mercedes Barcha estableció algunos acuerdos de hogar. Él llevaría a los dos niños al colegio todos los días, de lunes a viernes, a las ocho y media de la mañana. Solo entonces se encerraba en La Cueva de la Mafia hasta las dos y media de la tarde. Salía a almorzar. Luego hacía una siesta, a veces daba un paseo por el barrio y volvía a encuevarse a escribir hasta las ocho y media de la noche cuando llegaban sus amigos a quienes solía contarles lo escrito cada día.

Mientras él intentaba hacer verosímil historias mágicas, ella era la de los verdaderos milagros para sostener la casa. Pronto vio que sus artes milagrosas tenía que extenderlas más allá de los seis meses anunciados por él. Se las ingenió para alargar aquellos cinco mil dólares. Cuando se acabaron supo que la novela apenas iba por la mitad.

García Márquez cogió el Opel comprado tres años atrás con el premio a La mala hora. Fue al Monte de Piedad y lo empeñó. Poco duro ese dinero.

Ella no vio otra solución que empeñar algunas joyas… luego el televisor… después la radio… hasta quedarse solo con las “tres últimas posiciones militares”, contó García Márquez: su secador de pelo, la batidora con la que preparaba el alimento a los niños y el calentador que le servía a él para seguir escribiendo en las mañanas y noches frías de Ciudad de México.

Fiaba aquí, y fiaba allá. El propietario de la casa habló con ella por el alquiler de meses atrasados. Ella lo convenció de que cuando su marido acabara la novela le pagarían todo. El hombre dijo que confiaba en su palabra.

Una mañana ella estaba en el dormitorio y vio cómo él entró en silencio con el rostro cambiado. Vio sus ojos y supo, al instante, lo que había pasado:

En la novela acababa de morir José Arcadio Buendía. García Márquez había aplazado aquella muerte hasta que no pudo retenerlo más en Macondo y decidió una despedida sencilla y hermosa: luego de ver esa tarde la llegada del circo fue al castaño a orinar y allí se quedó. Él se lo contó a ella, se acostó a su lado y se puso a llorar. El fundador de Macondo estaba inspirado en el abuelo Nicolás Ricardo Márquez.

Poco después Francisco Porrúa, editor de Sudamericana, en Buenos Aires, contactó con él. Lo hizo por sugerencia de Luis Harss que lo había incluido en su libro Los nuestros donde entrevistaba a un grupo de escritores latinoamericanos conocidos y emergentes. García Márquez le dijo que ya tenían editor pero que si quería le podía dar una novela que estaba escribiendo. Le envío unos capítulos. Porrúa se entusiasmó y para asegurar el negocio le envió en un sobre como adelanto 500 dólares. Llegaron como caídos del cielo. Mercedes Barcha pagó algunas deudas y los estiró durante unos cuantos meses más.

Cuando la novela estuvo terminada, a finales de 1966, ambos fueron a la oficina de correos para enviar el libro a Sudamericana, en Buenos Aires. Frente al mostrador quedaron de piedra: el agente de correos les dijo que el envío del paquete costaba 82 pesos mexicanos. Solo tenían 50 pesos. Dividieron las 590 páginas de 28 líneas cada una y cada línea de 60 matrices o golpes por la mitad y enviaron los diez primeros capítulos.

Volvieron a la casa. Acordaron coger las “tres últimas posiciones militares” e ir al Monte de Piedad. Las empeñaron por unos 50 pesos.

Regresaron a la oficina de correos. Ella, que no había leído la novela, pero lo sabía todo por boca de él, le soltó con su voz costeña serísima:

– ¡Oye, Gabo!, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala.

La primera edición de Cien años de soledad llegó a las librerías de Buenos Aires el 5 de junio de 1967. Fueron ocho mil ejemplares que se agotaron pronto. A las dos semanas tuvieron que reimprimir. Lo que siguió ya es historia de la literatura.

‘Cien años de soledad’, de García Márquez, en diferentes idiomas. /Giphy de WMagazín

Los García–Barcha habían llegado a Ciudad de México el lunes 26 de junio de 1961. Él había sido corresponsal de El Espectador por Europa y ayudado en la creación de la agencia de información cubana Prensa Latina.

Ya en Barcelona, tras el éxito planetario de Cien años de soledad, se empezaron a referir a ella con más frecuencia como La Gaba, en vista de que a su marido toda la vida su familia y allegados lo habían llamado Gabito, de pequeño, y Gabo, de adulto.

Aquel tiempo ella lo recordaría para la revista colombiana Semana en 1982 así:

-Pobreza tal vez hubo cuando Gabo escribía Cien años de soledad, que se alargó un poco más del tiempo previsto y se nos acabó la plata. Pero, en fin, tampoco fue muy dramático. Cuando uno es joven no se da cuenta de los problemas, y cuando es viejo ya no tiene problemas.

Sus recuerdos sobre el momento en que conoció a García Márquez son neblinosos:

– Éramos niños los dos. Es uno de esos casos en que uno crece con la otra persona desde que tiene memoria.

La pedida de matrimonio sí era un recuerdo que conservaba nítido:

– Un día, de buenas a primeras, él me dijo «Tienes que casarte conmigo». Yo creí que la cosa era un poco más romántica y me sorprendió un poco este tratamiento imperativo, pero, en fin, un poco asustada, acepté.

Entre sustos, travesías y aventuras, una de las mayores alegrías y aventuras la vivieron la madrugada del 21 de octubre de 1982. El teléfono los despertó. Ella contestó. Era de la Academia Sueca del Nobel.

Gabriel García Máquez y Mercedes Barcha, en el jardín de su casa de Ciudad de México, la mañana del 21 de octubre de 1982 tras el anuncio del Nobel de Literatura para el escritor colombiano. /Foto de Gonzalo García Barcha

Ninguno de los dos ya está. Con Mercedes Barcha Pardo falleció la cuarta y última de las mujeres que sirvieron de pilares en la vida personal y literaria de Gabriel García Márquez. La primera en morir fue su abuela Tranquilina Iguarán, con quien se crio y sembró de imaginación su mundo; luego su madre, Luisa Santiaga Márquez a quien acompañó en 1950 a Aracataca para poner en venta la casa de sus abuelos con quienes vivió hasta los 8 años y cuya visita activó su memoria que desencadenaría su creación magistral; después Carmen Balcells, la agente literaria que creyó en él y lo impulsó y respaldó a vivir en Barcelona tras la publicación de Cien años de soledad y aseguró que toda su obra fuera leída en medio centenar de idiomas; y ahora Mercedes Barcha Pardo.

Ella nunca se sintió a la sombra de él porque decía que tenía su vida. Y él reconoció en una entrevista a Plinio Apuleyo Mendoza, recogida en El olor de la guayaba, lo mucho que ella le había aguantado. ¿Pero quién era ella, en realidad? En aquella entrevista a Semana no dudó en contestar, con un tono mamagallístico al puro estilo de su esposo:

– Yo, Mercedes Barcha, la mujer de Gabo.

Gabriel García Márquez y su esposa Mercedes Barcha. Debajo las otras tres mujeres clave en la vida del Nobel colombiano, de izquierda a derecha: su abuela materna Tranquilina Iguarán, su madre Luisa Santiaga Márquez y su agente literaria Carmen Balcells. /Mosaico de WMagazín
Winston Manrique Sabogal
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