
El dramaturgo y escritor inglés Peter Brook (1925-2022) en un detalle de la portada de su autobiografía ‘Hilos de tiempo’ (Siruela). /WMagazín
Muere Peter Brook, gran renovador del teatro contemporáneo desde la esencia y la estética
El dramaturgo inglés falleció a los 97 años en París. Su mirada revolucionó las artes escénicas y se convirtió en uno de los credores más influyentes de las últimas décadas. WMagazín publica un pasaje de su autobiografía, 'Hilos de tiempo', y otro de su libro más conocido: 'El espacio vacío'
Peter Brook, una de las personas que renovó, revolucionó y más ha influido en la escena del teatro en el mundo desde mediados del siglo XX ha muerto. Fue este 3 de julio de 2022, a los 97 años en París, donde vivía desde los años setenta. El gran dramaturgo nació en Londres el 21 de marzo de 1925, era hijo de padres judíos emigrantes de Letonia.
Peter Brook creó desde la exploración de la esencia del texto y de la puesta en escena y estética que mejor lo pudiera representar y enriquecer. Trabajó en teatro, ópera y cine con escenarios sorprendentes y visionarios desde nuevas esquinas de la belleza, nuevos puntos de vista y enfoques, ahí está su legado de las recreaciones de las obras de William Shakespeare. Sus teorías sobre el teatro, en puesta en escena y actuación de los actores, son legendarias.
Gracias, Peter Brook, por sus maravillosos montajes y ampliarnos la mirada sobre la vida a través de las artes escénicas.
Una prueba de su gran talento prematuro fue que con 22 años, en 1947, dirigió la Royan Ópera House, hasta 1950. Esa década lo llevó por medio mundo con sus producciones, hasta que en 1962 volvió a Inglaterra a la recién creada Royal Shakespeare Company donde dirigió y exploró con éxito varias producciones.
William Shakespeare fue su gran inspirador, varias adaptaciones de sus obras figuran entre las más relevantes de su carrera y que abrieron caminos en el teatro: ahí están su El sueño de una noche de verano, La tempestad, Romeo, Medida por medida, Timón de Atenas y Lear. Nadie olvida su Marat/Sade, de Peter Weiss, o Mahabharata, el poema épico indio, o El jardín de los cerezos, de Chéjov, o Días felices, de Becekett, o la Carmen de Bizet.
Cuando en octubre de 2019 recibió, en Oviedo (España), el Premio Princesa de Asturias de las Artes dijo en rueda de prensa qué lo motivaba para seguir creando:
«Ninguno de nosotros sabe cuánto tiempo más va a estar aquí en la Tierra. Todo está en Shakespeare. Shakespeare dice: tenemos que aguantar y soportar hacia adelante y hacia atrás. Esto no depende de nosotros. Tenemos que seguir hacia adelante. Hasta mi último momento, cuando esté completamente jubilado, sentado, tranquilo, bebiendo el mejor manzanilla que exista, pensaré en mi vida feliz y, de pronto, todo será un poco aburrido. Pero, si puedo seguir trabajando y siendo útil para alguien yo seguiré. Hay una ley de la energía que dice: Conforme das energía, recibes energía. Conforme recibes energía sigues dándola. Afortunadamente esto es así. Hoy, aquí, la presencia de todos ustedes, de sus preguntas, eso es lo que me hace seguir. Sin eso yo no podría dar este discurso. Es esa relación de reciprocidad la que nos mantiene a todos vivos». (Puedes ver el vídeo completo en este enlace).
WMagazín publica algunos pasajes de su autobiografía, Hilos de tiempo (Siruela) y de su obra más conocida donde plasmó su pensamiento y filosofía principal respecto al teatro: El espacio vacío (Península):

'Hilos de tiempo', autobiografía
Por Peter Brook
Leía libros de ciencia, no tanto porque me gustasen los hechos y las medidas sino porque me cautivaban las ideas que despertaban. Por aquellos días, un escritor llamado James Dunne estaba causando mucho revuelo con libros que trataban sobre el Tiempo, y cuando los devoré se me antojó que por fin quedaban resueltas todas las preguntas vitales. Decían que la Eternidad es el teclado de un piano, y el Tiempo es la mano que pulsa las notas. La explicación parecía impecable, a la vez elegante y completa.
Un día que iba por la calle Charing Cross, cotilleando por los escaparates de las librerías, mis ojos quedaron atrapados por un volumen expuesto. En la cubierta, en letras grandes, venía impresa la palabra mágica Magick. Al principio me avergonzó mi interés, y varias veces entré en la tienda y fingí que estaba hurgando en otros estantes antes de hojearlo furtivamente. De pronto, una nota al pie de una página me llamó la atención: «El alumno que alcanza el grado de Magister Primus puede crear riqueza y mujeres guapas. También puede convocar hombres armados a voluntad». Aquello era irresistible y, aunque el libro era excesivamente caro para mí, me lo compré e inmediatamente me propuse localizar al autor, cuyo nombre mismo, Aleister Crowley, ya era suficientemente notable como para producir un escalofrío de excitación y temor. Una carta al editor dio como fruto un número de teléfono, que condujo a una cita en unas señas de Piccadilly, en donde vivían caballeros muy cosmopolitas en caros apartamentos dotados de todo. El gran mago era hombre de cierta edad, con un aire de aristocracia rural, y cortés. En los años veinte se le había conocido como El Hombre más Malvado del Mundo, pero yo creo que había venido a menos. Pareció conmovido por mi interés y quedamos unas cuantas veces, dándonos un paseo juntos por Piccadilly adelante, en donde, para mi gran azaramiento, quería plantarse al amanecer en mitad del tráfico para elevar su bastón de paseo de elaborada talla y salmodiar una invocación al sol. Una vez me llevó a comer al Hotel Piccadilly, y en el atestado y sobrecogido comedor, soltó a gritos un conjuro durante la sopa. Más tarde me permitió esconderle en mi dormitorio de Oxford para causar sensación haciéndole aparecer en lo mejor de un guateque de estudiantes, y en esa misma ocasión ofendió a un camarero del Hotel Randolph que le preguntó su número de habitación, vociferando: «¡Pues el número de la Gran Bestia, naturalmente: el 666!».
Cuando hice mi primer montaje en Londres, El doctor Fausto, consintió en ser asesor de magia y vino a un ensayo, no sin hacerme prometer antes que nadie sabría quién era él, porque no quería más que mirar sin ser visto desde el fondo de la sala. Pero cuando Fausto inició el conjuro, ya no pudo con aquello y se levantó rugiendo de un modo impresionante: «¡No! ¡No, no! Necesita una escudilla de sangre de toro. ¡Eso convocará a espíritus de verdad, se lo prometo!». Luego añadió con un amplio guiño: «Incluso en una matiné». Se había desmistificado a sí mismo, y nos reímos juntos.
Lo que dominó mis años mozos fue alternativamente un natural escepticismo y una complacencia en la burla, y, en otro nivel, un anhelo de creer. En el colegio, las Escrituras nos las daba un tal Mr. Habershon. Llevaba alzacuello y tenía la manía de restregarse la cara con las dos manos de modo que parecía que se había arrancado una capa de piel, dejándose toda la cara ondulada y roja. De pequeño me había enterado de que yo era judío y ruso, pero aquellas palabras eran conceptos abstractos para mí; mis impresiones estaban profundamente condicionadas por Inglaterra: una casa era una casa inglesa, un árbol era un árbol inglés, un río era un río inglés. La capilla del colegio era un sitio en el que nos reíamos a escondidas por aburrimiento, pero a veces ardía con secreto fervor, de modo que, cuando a todos nos llegó el momento de ser candidatos a la confirmación, acudí a Mr. Habershon, confuso, avergonzado, deseando muchísimo que me aceptara en aquel día religioso especial, pero dolorosamente azarado ante la idea de que iba a abrirle mi corazón al blanco de nuestras bromas y temeroso de que me obligaran a mencionar a Dios en nuestra casa, liberal y de ideas científicas. Mr. Habershon estaba sentado, restregándose la cara: «Hay un tiempo en la vida en el que uno sabe sin preguntárselo que “Este es el momento”. Si lo deja usted pasar, no volverá nunca». Volvió a restregarse la cara, como si fuera una bola de cristal en la que pudiera leer la verdad. A mí no me quedó muy claro a qué momento se refería, pero seguí adelante con la ceremonia de la confirmación. Aquella frase me ha perseguido desde entonces. ¿Puede uno saber que «Este es el momento»? Todavía me lo pregunto, y me estremezco ante la idea de que igual lo he dejado pasar, de que lo estoy dejando pasar otra vez.
En Oxford todas las mañanas había un precioso momento de soledad en el que atravesaba un portillo que daba a una vereda privada que discurría junto al río. Tenía muchísima maleza, pero el sol, cuando brillaba, iluminaba todas las ramitas, trayendo a un nítido relieve todas las complejas marañas de rama, tronco y corriente. Cuando andaba por allí, me deleitaba en aquellos inagotables esquemas porque los detalles se movían y se volvían a componer solos a cada paso que yo daba, e iba cada vez más despacio, a veces volviéndome hacia delante, y luego hacia atrás, para menear los detalles de aquel caleidoscopio y disfrutar atisbos cada vez más intensos dentro de los siempre cambiantes átomos de la percepción. Me di cuenta de que en mí estaba despuntando un susurro que provenía de cierta fuente desconocida y honda, y de que el sentido de la belleza era inseparable de una tristeza especial, como si la experiencia estética fuese una reminiscencia de un paraíso perdido, que creaba una aspiración… pero no sabía decir hacia qué.
- Hilos de tiempo. Peter Brook. Traducción de Susana Cantero (Siruela).

'El espacio vacío'
Por Peter Brook
A primera vista el teatro mortal puede darse por sentado, ya que significa mal teatro. Como esta es la forma de teatro que vemos con más frecuencia, y como está estrechamente ligada al despreciado y muy atacado teatro comercial, pudiera parecer una pérdida de tiempo extenderse en la crítica. No obstante, solo nos percataremos de la amplitud del problema si comprendemos que lo mortal es engañoso y puede aparecer en cualquier lugar.
Al menos, la condición de teatro mortal es bastante clara. El público que asiste al teatro decrece en todo el mundo. De vez en cuando surgen nuevos movimientos, buenos escritores, etc., pero en general el teatro no solo no consigue inspirar o instruir, sino que apenas divierte. Con frecuencia, y debido a que su arte es impuro, se ha calificado de prostituta al teatro, pero en la actualidad dicho calificativo es cierto en otro sentido: las prostitutas cobran y luego abrevian el placer. La crisis de Broadway, la de París y la del West End son la misma: no es necesario que los empresarios nos digan que el teatro es mal negocio, ya que incluso el público lo advierte. Lo cierto es que si el público exigiera el verdadero entretenimiento del que tanto habla, casi todos nos hallaríamos en el aprieto de no saber por dónde empezar. No existe un auténtico teatro de diversión, y no solo es la obra trivial o la mala comedia musical la que resulta incapaz de compensarnos el valor del dinero gastado, sino que el teatro mortal se abre camino en la gran ópera y en la tragedia, en las obras de Molière y en las piezas de Brecht. Y desde luego, este tipo de teatro en ningún sitio se instala tan seguro, cómodo y astutamente como en las obras de William Shakespeare. El teatro mortal se apodera fácilmente de Shakespeare. Sus obras las interpretan buenos actores en forma que parece la adecuada; tienen un aire vivo y lleno de colorido, hay música y todo el mundo viste de manera apropiada, tal como se supone que ha de vestirse en el mejor de los teatros clásicos.
Sin embargo, en secreto, lo encontramos extremadamente aburrido, y en nuestro interior culpamos a Shakespeare, o a este tipo de teatro, incluso a nosotros mismos. Para empeorar las cosas siempre hay un espectador «mortal» que, por razones especiales, gusta de una falta de intensidad e incluso de distracción, tal como el erudito que emerge sonriendo de las interpretaciones rutinarias de los clásicos, ya que nada le ha impedido probar y confirmarse sus queridas teorías mientras recita los versos favoritos en voz baja. En su interior desea sinceramente un teatro que sea más noble que la vida y confunde una especie de satisfacción intelectual con la verdadera experiencia que anhela. Por desgracia, concede el peso de su autoridad a lo monótono y de esta manera el teatro mortal prosigue su camino.
Cualquiera que esté al tanto de los éxitos que se producen cada año, observará un fenómeno muy curioso. Se espera que el llamado éxito sea más vivo, ligero y brillante que el fracaso, pero no siempre se da ese caso. Casi todas las temporadas, en la mayoría de las ciudades amantes del teatro, se produce un gran éxito que desafía estas reglas: una obra que triunfa no a pesar sino debido a su monotonía. Después de todo, uno asocia la cultura con un cierto sentido del deber, así como los trajes de época y los largos discursos con la sensación de aburrimiento; por lo tanto, y a la inversa, un adecuado grado de aburrimiento supone una tranquilizadora garantía de acontecimiento digno de mérito. Naturalmente, la dosificación es tan sutil que resulta imposible establecer la fórmula exacta: si es excesiva, el público se marcha; si resulta insuficiente, puede encontrar el tema desagradablemente intenso. Sin embargo, los autores mediocres parecen hallar de manera infalible la mezcla perfecta, y así perpetúan el teatro mortal con insulsos éxitos, universalmente elogiados.
- El espacio vacío. Peter Brook. Traducción de Ramón Gil Novales (Península).
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