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Estatua en Roma.

Pasolini y sus hermosos retratos literarios sobre Roma, por primera vez en español

'La ciudad de Dios' es el título del volumen de artículos que el narrador, poeta y director de cine escribió sobre la capital italiana. WMagazín publica en primicia uno de esos textos donde, a veces, "la pobreza y la belleza son una sola cosa"

Presentación WMagazín Una de las personas que mejor ha retratado Roma con sus miserias y grandezas, y sobre todo con los pliegues de dudas implícitos en el amor, ha sido Pier Paolo Pasolini (Bolonia 1922 – Roma 1975). El escritor y director de cine italiano escribió varios artículos, historias y relatos de y sobre Roma que verán la luz por primera vez en español este octubre. Se trata del volumen La ciudad de Dios, editada por Altamarea. Un gran retablo físico, cultural, socio-político y sentimental de la capital italiana donde «la pobreza y la belleza son una sola cosa».

WMagazín publica en primicia un adelanto de La ciudad de Dios. Se trata del artículo Muchacho y trastévere donde se aprecia la delicadeza y la hondura de Pasolini para describir personajes y atmósferas y analizar el entorno. En estos textos, asegura la editorial, «Pasolini traza un variopinto fresco sociocultural de la vida romana de la posguerra, compuesto por imágenes de un verismo puro y conmovedor y caraterizado por esa inigualable delicadeza narrativa que será propria de las obras más famosas del gran autor italiano. El lector tiene aquí una poliédrica y compleja fotografía del encuentro-desencuentro del joven y provinciano Pasolini con la gigantesca, sabia, ciega y cruel «Ciudad de Dios».

Pasolini llegó a Roma con su madre a los 27 años, el 28 de enero de 1950. Desde el primer momento, la ciudad fue su ciudad, su vida y su inspiración. Bienvenidos a Roma a través de los sentidos de uno de los mejores poetas y directores de cine italianos de la segunda mitad del siglo XX:

Pier Paolo Pasolini.

'La ciudad de Dios'

Por Pier Paolo Pasolini

Muchacho y trastévere

El muchacho que vende castañas al final del puente Garibaldi se emplea a fondo. Sostiene la estufita entre las piernas, sentado sobre una acanaladura del pretil, sin mirar a nadie a la cara, como si su relación con los hombres hubiera terminado o hubiera quedado reducida simplemente a una mano —y ni siquiera la mano concreta del chiquillo o de la vieja—, sino una mano abstracta, un registro que tiende el dinero y recibe la mercancía, en un intercambio rígidamente calculado y presupuestado. Y, por lo demás, es probable que ese joven, negro como una viola, tan negro como solo los chicos de Trastevere saben serlo, procure dejar en la mano abstracta del comprador menos castañas de las debidas: una castaña retenida en la rejilla o sustraída al chiquillo no es, a fin de cuentas, más que un número; en todo caso, la abstracción del comprador es tan acentuada que, moralmente, el engaño no existe.

Por lo demás, el muchacho moreno sabe administrar las dos series paralelas de las castañas y las liras con una especie de avidez completamente interior: está intentando dar un golpe que ha de salirle bien, acaso al precio de transformar en abstracción incluso las horas que separan el mediodía del ocaso. El ocaso no acaba siendo más que el momento en el que la relación entre las dos cifras adversas alcanza su acmé de emoción, se vuelve definitivo, conclusivo y ajeno a lo cotidiano… Entonces (¿dónde imaginarlo? ¿en via della Paglia? ¿en algún callejón de barriada sombríamente perfumado de primavera?) contará sus ganancias.

¿Tendrá una sonrisa el lobo? La castaña sustraída como si la distracción que hace saltar un número fuera la imagen misma de la indiferencia más honrada ¿dará al corazón de este habitante de Trastevere ese estremecimiento de satisfacción que es humano que un corazón deba sentir? Es una pena pensarlo, pero es mejor que nada, y preferible, que tiemble por diez liras ganadas con trampa.

En todo caso, ahora está tan ocupado atendiendo a su empresa que si pasa por su cerebro, a ratos por lo menos, algún pensamiento distinto, aparece en un ojo que solo es capaz de expresarlo como una sombra: así, poco a poco, en la avidez compacta e incolora del ojo, ha ido amasándose en efecto una cierta sombra, desconfiada pero florida, porque a fin de cuentas resultaría completamente antinatural que un muchacho de dieciocho años no tuviera más preocupaciones en la cabeza que la de la pugna entre las dos series numéricas. Es cierto que se trata de una lucha por la existencia, pero en la existencia de un joven de Trastevere, ¡cuántas vocaciones y qué distintas!

Si fuera por mí, me gustaría poder averiguar cuáles son esos mecanismos de su corazón a través de los que Trastevere vive en su interior, informe, insistente, ocioso. Sus dos ojos son como dos sellos: dos piezas de lacre negras impresas sobre el gris de la cara donde no hay luz que emerja desde el interior, ampliamente compensada, por lo demás, por la luz externa del cielo de Roma. Su corazón es como una tenia que digiere en un instante millones de gritos, suspiros, sonrisas y exclamaciones; que ha podido digerir, sin que su poseedor haya llegado a darse cuenta nunca ni a aprovecharlo, una generación entera de coetáneos suyos, poco más que arcilla y poco menos que Apolos.

Detrás de él, el Tíber es un abismo dibujado en papel cebolla.

Y se tiene la desesperante impresión de que él «no lo ve», casi como si para él fuera algo tan ajeno como para no tener nexo alguno con su realidad, o de que él, como un caballo con anteojeras, solo ve una porción, según su realidad estrictamente utilitaria. Ahí está el dolor; y la piedad. Con las rodillas salvajemente abiertas en torno a la pequeña estufa, y con el torso inclinado sobre ella, se comprime entero dentro de un círculo que ninguna fórmula mágica podrá quebrar jamás. Todo el caudal del Tíber, con sus brumas cadavéricas en torno a la Isla Tiberina, y el paisaje que pesa sobre los ojos con sus cúpulas ligeras como velos desgarrados, y el cielo fangoso, chocan contra su espalda como el dedo meñique de un niño contra la Gran Muralla china.

Qué se le va a hacer, Roma no le interesa. Su guía turística personal es tan peligrosa como una pistola. Lo que indica en Trastevere no es desde luego Santa María con las asmáticas figuras de Cavallini, sino, pongamos, a los cinco hombres que ayer por la noche estaban en el cruce de via della Scala con via della Lungara, imbuidos por una alegría tan manchada de sangre como una carnicería, o bien al chico, moreno como una estatua recién desenterrada del fango del Tíber, que está parado delante de los carteles del Reale. ¿Qué otra cosa puede contenerse en esa feroz guía turística que ha reducido Roma a una obsesión de Roma? Cosas acaso que, nosotros la gente civilizada, somos incapaces de suponer. La porción utilitaria del Tíber… el itinerario utilitario de la barriada… Ah, el vendedor de castañas sabe algo de eso; sabe algo, pero permanecerá mudo como una tumba. Para comunicar la topografía de su vida, no debería formar parte de ella: pero ¿dónde acaba Trastevere y dónde empieza el muchacho?

Lo extraordinario es que, en cierto momento, me habla.

—Eh, moreno —dice—, ¿sabe’ qué hora e’?

Si se hubiera levantado y me hubiera lanzado en pleno pecho la rejilla ardiente me habría sorprendido menos: yo creía estar completamente fuera de su realidad útil, de esos pedazos, rincones o capas de Roma que suponía únicamente imprimibles en su retina. El hecho de que no llevara reloj supuso tal vez para él la pequeña explosión de irracionalidad que había supuesto para mí la sombra de sus ojos. Solo que yo fui descartado de inmediato, mientras que, en su caso, el misterio solo se había desplazado ligeramente, adensándose. Ahora, su guía turística amenazaba con convertirse en el más indescifrable de los libros: Trastevere, desde el cine Reale hasta el cine Fontana… alguna incursión al Alfieri donde por cincuenta liras puede verse incluso un espectáculo de variedades… via delle Stalle y san Pietro in Montorio, en las noches de primavera…

Doy vueltas alrededor del círculo, pero sin llegar a entrar en él: el corazón del muchacho precedente, a la hora que no marca mi reloj, en los años ya cumplidos, vive demasiado sepultado en la miseria.

Apesta a sábanas tendidas en los balcones del callejón, a excremento humano en las escalerillas que llevan a la orilla del Tíber, a asfalto entibiado por la primavera, pero ese corazón aparece y desaparece pegado a los parachoques de los tranvías, tan lejano que la pobreza y la belleza son una sola cosa.

  • La ciudad de Dios. Pier Paolo Pasolini. Traducción de Carlos Gumpert (Altamarea).

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