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Paisaje de Burundi, escenario de la novela ‘Pequeño país’.

‘Pequeño país’ y el principio del fin de la felicidad

WMagazín publica un pasaje de la novela del francorruandés Gaël Faye, una de las más exitosas en Francia en los últimos años y con varios premios, entre ellos el Goncourt de los Estudiantes

Presentación WMagazín. Pequeño país, de Gaël Faye (Buyumbura, Burundi, 1982) es uno de los hallazgos literarios de la temporada. Por ese motivo publicamos un pasaje de esta novela que ha vendido más de 700.000 ejemplares en Francia desde 2016 cuando se publicó. Marbel Sandoval Ordóñez, crítica de WMagazín, se refiere a este libro así:

«Con una narración fluida, de la primera a la última página, y de la que es imposible escapar una vez se ha abierto el libro, Pequeño país tiene la magia de la buena literatura.  Introduce al lector, en la voz del pequeño Gabriel, en su vida que transcurre feliz y tranquila con las escapadas al río con su amigos, las tardes jugando al fútbol y los cigarros fumados a escondidas, para ir dejando caer a goteras el inicio del fin de la felicidad: la complejidad de las relaciones humanas que descubre con la separación de sus padres,  y la tormenta final que todo lo arrasa: el genocidio en Ruanda que afecta a su madre que nació allí y la guerra civil de Burundi que lleva al exilio a Gabriel y su hermana.

  • Pequeño país. Gaël Faye. Traducción de José Manuel Fajardo (editorial Salamandra en español y Empúries en catalán).

Los dejamos con uno de los pasajes iniciales de Pequeño país:

'Pequeño País', de Gaël Faye

Prólogo

La verdad es que no sé cómo comenzó esta historia.

Papá, sin embargo, nos lo había explicado todo un día en la camioneta.

—Mirad, en Burundi sucede como en Ruanda. Hay tres grupos diferentes, se llaman etnias. Los hutus son los más numerosos, son bajitos y tienen la nariz ancha.
—¿Como Donatien? —le pregunté yo.
—No, él es zaireño, no es lo mismo. Como nuestro cocinero, Prothé, por ejemplo. También están los twa, o sea, los pigmeos. Ellos, bueno, dejémoslo, sólo son unos pocos, digamos que no cuentan. Y luego están los tutsis, como mamá. Son mucho menos numerosos que los hutus; son altos y flacos, con la nariz fina y nunca se sabe lo que se les pasa por la cabeza. Tú, Gabriel —añadió mi padre señalándome con el dedo—, eres un auténtico tutsi, nunca se sabe lo que piensas.

Tampoco yo sabía qué pensar. Al fin y al cabo, ¿qué podía pensar uno de todo aquel lío? Así que le pregunté:
—¿La guerra entre los tutsis y los hutus es porque no tienen el mismo territorio?
—No, no es eso, están en el mismo país.
—Entonces… ¿no hablan la misma lengua?
—No, la lengua que hablan es la misma.
—Entonces, ¿es porque no tienen el mismo dios?
—Sí, sí tienen el mismo dios.
—Entonces… ¿por qué están en guerra?
—Porque no tienen la misma nariz.

La conversación se detuvo ahí. De veras que aquel asunto era muy extraño. Creo que papá tampoco lo entendía muy bien. A partir de aquel día, empecé a fijarme en la nariz y en la estatura de la gente por la calle. Cuando íbamos de compras al centro de la ciudad, con mi hermana pequeña, Ana, intentábamos adivinar discretamente quién era hutu y quién tutsi. (…)

***

Creo que el principio del fin de la felicidad se remonta a aquel día de San Nicolás, en la gran terraza de Jacques, en Bukavu, en Zaire. Visitábamos al viejo Jacques una vez al mes, se había vuelto una costumbre. Ese día, mamá nos acompañó y eso que hacía varias  semanas que casi no hablaba con papá. Antes de irnos, pasamos por el banco a cambiar divisas. Al salir, papá dijo: «¡Somos  millonarios!» En el Zaire de Mobutu, la moneda se había devaluado tanto que se compraban vasos de agua potable con billetes de cinco millones.

En cuanto se llegaba al puesto fronterizo, se cambiaba de mundo. La contención burundesa cedía paso al tumulto zaireño. En aquella muchedumbre bulliciosa, la gente charlaba entre sí, se interpelaba, se increpaba como en una feria de ganado. Niños alborotados y mugrientos no les quitaban ojo a los retrovisores, los limpiaparabrisas y a las llantas embarradas por las salpicaduras de los charcos de agua estancada; la carne de cabra se vendía en brochetas por unas cuantas carretillas de dinero; madres solteras que driblaban entre las filas de camiones de mercancías y de minibuses, pegados unos a otros, parachoques contra parachoques, intentando vender a toda prisa huevos duros que se comían con sal gruesa y cacahuetes picantes en bolsas; mendigos con las piernas retorcidas  como sacacorchos por la polio, que pedían algunos millones para poder sobrevivir a las desagradables consecuencias de la caída del muro de Berlín; y un predicador, de pie sobre el capó de su Mercedes desvencijado, que anunciaba a voces la inminencia del fin del mundo, sosteniendo en la mano una biblia en suajili encuadernada en piel de serpiente pitón real. En la garita herrumbrosa, un soldado adormilado movía con desgana un espantamoscas. Los efluvios del gasóleo, mezclados con el aire caliente, resecaban la garganta del funcionario, que llevaba lustros sin cobrar. En las carreteras, inmensos cráteres que ocupaban el lugar de los antiguos baches maltrataban a los vehículos, pero eso no impedía de ninguna manera que el aduanero inspeccionara meticulosamente cada uno de esos coches para verificar la adherencia de los neumáticos, el nivel del agua del motor, el buen funcionamiento de los intermitentes. Y si el vehículo no mostraba ninguno de los fallos esperados, el aduanero exigía al conductor un libro de bautismo o de primera comunión para poder entrar en el territorio.

Aquella tarde, harto de resistir, papá terminó por entregar la mordida que todos aquellos absurdos requisitos perseguían. La barrera se alzó al fin y proseguimos nuestro camino entre la humareda que emanaba de las fuentes de agua caliente situadas al lado de la carretera. Entre la pequeña ciudad de Uvira y Bukavu, nos detuvimos en varias cantinas para comprar frituras de banana y cucuruchos de termitas fritas. Sobre la entrada de esos tugurios había todo tipo de letreros caprichosos: El Fouquet de los Campos Elíseos, Snack-bar Giscard d’Estaing, Restaurante Celebraciones Como en Casa. Cuando papá sacó su Polaroid para inmortalizar aquellos carteles y celebrar la inventiva local, mamá chasqueó la lengua y le reprochó que se maravillara ante un exotismo para blancos.

Después de haber estado a punto de aplastar a multitud de pollos, patos y niños, llegamos a Bukavu, una especie de jardín del Edén a orillas del lago Kivu, vestigio art déco de una ciudad antiguamente futurista. En casa de Jacques, la mesa estaba puesta, lista para recibirnos. Había encargado langostinos recién llegados de Mombasa. Papá estaba exultante:

—¡No es una buena bandeja de ostras, pero es estupendo comer cosas buenas de vez en cuando!
—¿De qué te quejas, Michel? ¿Es que comes mal en casa? —dijo mamá sin ninguna ternura.
—¡Sí! El idiota de Prothé me obliga a tragarme sus carbohidratos africanos cada mediodía. ¡Si por lo menos supiera cocinar un entrecot como es debido!
—¡No me hables de eso, Michel! —intervino Jacques—. El macaco que yo tengo en la cocina lo hace todo pasado, con el pretexto de que así mata los parásitos. Ya no sé lo que es un buen filete poco hecho. ¡Qué ganas de regresar a Bruselas para someterme a un buen tratamiento de amebas!

El estallido de risas fue general. Tan sólo Ana y yo permanecimos en silencio en el extremo de la mesa. Yo tenía diez años, ella sólo siete. Quizá por esa razón el humor de Jacques se nos escapaba. De todos modos, teníamos expresamente prohibido hablar a menos que alguien se dirigiera a nosotros. Ésa era la regla de oro cuando íbamos invitados a algún lado. Papá no soportaba que los niños se metieran en las conversaciones de los adultos. Sobre todo, en casa de Jacques, que era para él como un segundo padre, un modelo, hasta tal punto que, sin darse cuenta, reproducía sus expresiones, sus gestos e incluso las inflexiones de su voz. «¡Él fue quien me enseñó África!», le solía decir a mamá.

Inclinado sobre la mesa para protegerse del viento, Jacques encendió un cigarrillo con su Zippo plateado en el que podían verse dos ciervos grabados. Luego se enderezó, de su nariz escaparon algunas espirales de humo y durante unos instantes observó el lago Kivu.
Desde su terraza se distinguía un rosario de islotes que se perdía a lo lejos. Y más allá, en la otra orilla, estaba la ciudad de Cyangugu, en Ruanda. Mamá tenía la mirada perdida en ese horizonte. Cada vez que comíamos en casa de Jacques, oscuros pensamientos debían de acudir a su mente. Ruanda, su país, que había abandonado en 1963 durante una noche de masacres, bajo el resplandor de las llamas que cercaban la casa familiar; ese país, al que no había regresado desde que tenía cuatro años, estaba allí, a poca distancia, casi al alcance de la mano…

Gaël Faye presenta su novela 'Pequeño país', en el Instituto francés de Madrid.

Faye: "El mestizaje no es el futuro de la humanidad"

A los 13 años Gaël Faye pasó de ver los colores exuberantes del trópico africano, jugar en las calles polvorientas de Kigali y escuchar las historias de los adultos llenas de poesía cotidiana a ser vecino de Versalles, cerca de París, sentirse en la orilla del mundo e ir a la biblioteca a leer a escritores africanos y de todos lados.

  • Pequeño país. Gaël Faye. Traducción de José Manuel Fajardo (editorial Salamandra en español y Empúries en catalán).
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