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Por qué es necesario recuperar y reivindicar el silencio en el siglo XXI

El historiador francés experto en las sensibilidades del ser humano a través de la Historia dedica un ensayo al silencio y su importancia en el desarrollo de las personas. WMagazín publica dos pasajes de esta obra dedicados a una de las cosas con que más se relaciona e inspira el silencio: la Luna. Homenaje al cincuentenario de la llegada a nuestro satélite

Presentación WMagazín Ssshhh… en un mundo cada vez más ruidoso en el cual parece valorarse más la estridencia que la serenidad y la calma, el silencio cobra mayor importancia y se convierte en un valor seguro y necesario para avanzar en el torbellino del siglo XXI. Porque el silencio es algo que todas las personas anhelan en algún momento. Cada uno guarda un silencio dentro que pide salir con cierta frecuencia, aunque algunos le teman, y al silencio quisieran ir todos con más frecuencia.

El historiador francés Alain Corbin (1936) reivindica el silencio al repasar su biografía histórica y cultural y su mapa a través de las voces de algunos escritores, pensadores, artistas y creyentes a lo largo de la historia, y de la suya propia. Lo hace en el ensayo Historia del silencio. Del Renacimiento a nuestros días, editado por Acantilado. «Es un requisito indispensable para la contemplación, la fantasía, la plegaria y la creación, el silencio es la íntima fuente de la que mana el lenguaje, e impregna nuestros espacios más privados y sagrados, del dormitorio a la catedral», señala la editorial.

WMagazín publica dos pasajes de este libro iluminador en el que Alain Corbin recuerda la necesidad del silencio en nuestros días. No solo como ese espacio, sensación o estadio que facilita el camino hacia la vida interior o como compañía para valorar mejor la existencia y redescubrir la belleza del mundo y de la creación humana, sino como elemento esencial para afrontar los retos y desafíos del mundo contemporáneo.

Corbin que ha dedicado sus investigaciones y sabiduría a analizar las diferentes sensibilidades del ser humano, sus raíces, sus transformaciones y la manera como han modelado el comportamiento a través de los tiempos se detiene en este libro en un espacio maravilloso que empieza y termina en sí mismo, el silencio.

Una de las cosas con la que más se asocia el silencio y que más lo inspira es la Luna. Y como son días de celebración del cincuentenario de la llegada del ser humano a nuestro satélite, el 20 de julio de 1969, uno de los dos pasajes seleccionados por WMagazín de este ensayo tiene que ver con la Luna. Bienvenidos a la Historia del silencio desde la mirada de la Luna:

'Historía del silencio. Del Renacimiento a nuestros días'

Por Alain Corbin

En el silencio hay siempre algo inesperado, una belleza que sorprende, una tonalidad que paladeamos con la sutileza del gourmet, un reposo de sabor exquisito […] Sin que pueda darse nunca por hecho, aparece como movido por una fuerza interior. El silencio se sedimenta […], surge con paso ágil y delicado.
Jean-Michel Delacomptée, Petit éloge des amoureux du silence

Preludio

El silencio no es sólo ausencia de ruido. Casi lo hemos olvidado. Las referencias auditivas se han desnaturalizado, han perdido fuerza, han perdido su sacralidad. El miedo y aun el horror suscitados por el silencio se han vuelto más intensos. En otros tiempos, los occidentales apreciaban la profundidad y los sabores del silencio. Lo consideraban como la condición del recogimiento, de la escucha de uno mismo, de la meditación, de la plegaria, de la fantasía, de la creación; sobre todo, como el lugar interior del que surge la palabra. Desgranaban las tácticas sociales del silencio. La pintura, para ellos, era palabra de silencio. La intimidad de los lugares, la de la estancia y sus objetos, la del hogar, estaba tejida de silencio. Tras el surgimiento del alma sensible en el siglo XVIII, los hombres, inspirados por el código de lo sublime, apreciaban los mil silencios del desierto y sabían escuchar los de la montaña, los del mar y los del campo. El silencio probaba la intensidad del encuentro amoroso y parecía un requisito de la fusión. Presagiaba el sentimiento duradero. La vida del enfermo, la cercanía de la muerte, la presencia de la tumba suscitaban una gama de silencios que hoy son sólo residuales. ¿Qué mejor manera de experimentarlos que sumergirse en las citas de los numerosos autores que han emprendido una verdadera búsqueda estética? Al leerlos, ponemos a prueba, cada uno de nosotros, nuestra sensibilidad. La historia ha pretendido «explicar» con excesiva frecuencia.

Cuando aborda el mundo de las emociones debe también, y ante todo, hacernos sentir, en especial cuando se trata de universos mentales desvanecidos. Así pues, es indispensable recurrir a un gran número de citas reveladoras. Sólo ellas permiten que el lector comprenda de qué manera los individuos del pasado han experimentado el silencio. Hoy en día, es difícil que se guarde silencio, y ello impide oír la palabra interior que calma y apacigua. La sociedad nos conmina a someternos al ruido para formar así parte del todo, en lugar de mantenernos a la escucha de nosotros mismos. De este modo, se altera la estructura misma del individuo. Es bien cierto que hay caminantes solitarios, artistas y escritores, adeptos a la meditación, mujeres y hombres recogidos en monasterios, mujeres que visitan tumbas y, sobre todo, enamorados que se miran y callan, que buscan el silencio y todavía son sensibles a sus texturas. Pero son como viajeros arrojados a una isla de costas escarpadas que está a punto de quedar desierta. Ahora bien, el hecho decisivo no es, como podríamos pensar, el aumento de la intensidad del ruido en el espacio urbano. Gracias a la acción de militantes, de legisladores, de higienistas, de técnicos que analizan los decibelios, el ruido de la ciudad, que se ha transformado, sin duda no es más ensordecedor que en el siglo XIX. Lo esencial de la novedad reside en la hipermediatización, en la conexión continua y, por ello mismo, en el incesante flujo de palabras que se le impone al individuo y lo vuelve temeroso del silencio. En este libro, la evocación del silencio de otros tiempos, de las modalidades de su búsqueda, de sus texturas, de sus disciplinas, de sus tácticas, de su riqueza y de la fuerza de su palabra tal vez pueda contribuir al reaprendizaje del silencio, es decir, del estar con uno mismo.

El silencio de la naturaleza, la Luna

Lucrecio, en De rerum natura, evocaba «el severo silencio de la noche» que reina en la totalidad del espacio. En las postrimerías del siglo XVIII, Joubert considera ese espacio «como un gran texto de silencio». Maurice de Guérin se detiene en el momento en que anochece, cuando el silencio «lo envuelve». En ese instante, los vientos callan, el monte bajo deja de emitir ruido, el de los hombres, «que son siempre los últimos en callar, se desvanece de la faz de los campos. El rumor general se extingue», sólo permanece el leve ruido de la pluma que escribe en medio del silencio de una noche que lo ha abrazado todo.

Chateaubriand asocia el silencio nocturno con los efectos de la luna. «Cuando los primeros silencios de la noche y los últimos murmullos del día luchan sobre los collados, a orillas de los ríos, en los bosques y en los valles, cuando los bosques han suspendido sus innumerables voces, cuando no se oye el menor suspiro de la hierba ni del musgo, cuando la luna preside en el cielo y cuando presta atención el oído del hombre», entonces el pájaro empieza a cantar y revela el silencio de la noche. Victor Hugo, por su parte, escribe en Les Contemplations: «Yo soy la criatura inclinada […] | que pregunta a la noche el secreto del silencio«. Al otro lado del Atlántico, Walt Whitman, que proclama el esplendor del silencio, evoca la noche estival, desnuda y silenciosa, que lo saluda…

También Georges Rodenbach, en sus volúmenes de poemas, insiste en la conexión entre la noche, la luna y el silencio. Añade a esto la presencia nocturna del agua del río y de los canales de una Brujas que se adormece «en pesados silencios». Aquí, la noche «posa sus silenciosas alhajas sobre un agua atormentada de remordimiento».

Gaston Bachelard subraya que la noche amplifica las resonancias auditivas que compensan la aniquilación de los colores. De ahí que el oído sea un sentido de la noche. Mientras que las formas quedan retenidas en el espacio nocturno, los ruidos están engastados en el silencio y llegan al oído de una manera imperceptible.

En el siglo XX, Proust vuelve a la textura del silencio del claro de luna. En su terraza, Legrandin se entrega a la exaltación de la sombra y de su silencio: «Y, sabe usted, hijo mío, llega una hora en esta vida […] en que los ojos fatigados ya no toleran más que una luz, ésta que una noche como la presente prepara y destila en la oscuridad, y cuando el oído no percibe otra música que la que toca la luna en el caramillo del silencio». Valéry afirma que en plena noche, anclado en su sustancia, un espíritu extraordinariamente solitario, distinguido, reposado siente que las tinieblas lo iluminan y que el silencio le habla de cerca. Al anunciarse la aurora, el alma percibe que «los primeros rumores surgidos en el espacio que se ilumina se establecen sobre el silencio», en el instante mismo en que las formas coloreadas que se insinúan «se posan sobre las tinieblas».

En nuestro tiempo, Philippe Jaccottet retoma con la máxima agudeza las sensaciones que asocian luna y silencio. En un primer momento, se dice asustado por el silencio, casi absoluto, que se genera a veces en el exterior en medio de la noche. El 30 de agosto de 1956, hacia las tres de la madrugada, cuando una claridad de luna se alza sobre su cama y el silencio es absoluto, al punto que no oye ningún ruido, ni de viento, ni de pájaro, ni de vehículo, el terror se apodera de él, atroz. Se asusta ante la inmovilidad silenciosa y vacía, y espera la entrada en escena de la luz. Por el contrario, en una noche de luna, el silencio parece ser otro nombre para definir el espacio. El astro transforma la tierra, la hace más libre, más transparente, más íntima. Ella confiere tranquilidad, inmovilidad al paisaje hasta hacer perceptible la respiración silenciosa de las hojas.

Iniciemos con el desierto, lugar silencioso por excelencia, nuestra revisión de los espacios privilegiados en los que el silencio reviste una particular importancia. Evocaremos más adelante la experiencia de los Padres del desierto. Por desgracia, con respecto a nuestro objeto, carecemos de testimonios que permitan conocer sus emociones ante tal espacio, salvo las que atañen a su búsqueda de Dios. A partir del siglo XIX, en cambio, disponemos de grandes textos que nos transmiten la experiencia emocional de individuos enfrentados al silencio del desierto. Así, en Francia, Chateaubriand, Lamartine, Fromentin, Nerval, Flaubert, y después, entre las dos guerras, los viajeros a la búsqueda de aventuras y los agentes de la colonización de los desiertos, que son legión, narraron las emociones experimentadas mientras encontraron refugio en ese espacio.

Chateaubriand, que percibe Oriente por el oído, lo describe como un gran silencio de desolación surgido del despotismo. Este régimen político, a sus ojos, petrifica a los seres y al mundo. Ya en Constantinopla, el silencio es continuo. No se oyen ruidos de carrozas ni de carretas. No hay campanas, y apenas ningún oficio de martillo, y «ves a tu alrededor una muchedumbre muda». A esto se añade, en la imaginación del viajero, el silencio del serrallo. El verdugo mismo, que estrangula con un hilo de seda, es mudo. En el Imperio, el silencio es condición de supervivencia. Alejandría es también «inhumanamente silenciosa». Ya al recorrer Grecia, Chateaubriand había percibido el silencio del Oriente despótico: «Las ruinas de Esparta enmudecían en mi derredor», escribe. Allí, el silencio significa la servidumbre y la muerte del espíritu de la Grecia antigua. En suma, Oriente le parece a Chateaubriand un mundo amenazado a la vez por «el abandono y el olvido».

(…)

El Eutidemo de Platón contiene el vano debate de un sofista con sus interlocutores sobre la diferencia entre silencio y palabra. La conclusión es que las cosas, en particular las piedras, guardan silencio, pero al mismo tiempo hablan. De ahí puede concluirse que se trata de silencios materializados y locuaces.

Michelet, a la búsqueda de las tristezas de la montaña, confiesa, sin embargo, que no preveía su silencio angustioso. A orillas del Rin suizo, en el lapiaz, ya no hay flores. «Nada salvo piedras. Gran silencio […] La ruta era lúgubre». En ese espacio, «la erosión continúa actuando en silencio, sólo para que una mañana aparezca, despojándose, la ominosa desnudez en la cual nada retornará nunca». La tarea silenciosa de la naturaleza culmina aquí en la destrucción, pues la erosión «no tiene ni el deseo ni el poder del bien», mientras que en los mares del Sur la «silenciosa labor de innumerables pólipos» forja la tierra futura en la que tal vez habitaremos.

El mar es también un ámbito de silencio, de texturas peculiares. Como escribe Chateaubriand en El genio del cristianismo: «Se aprecia la calma en el mar […] y se admira el silencio de las concavidades del abismo porque sale de la misma profundidad de las aguas». Joseph Conrad hace que el lector de La línea de sombra sienta ampliamente la tragedia de la completa quietud de la alta mar tropical y su espantoso silencio, el cual se corresponde, en tales regiones, con la abrumadora inmovilidad del mundo. Es un espejo de la desesperación. En el barco pasan horas sin que se oiga el menor ruido, y el capitán prevé el fin de la nave, la muerte en esa calma completa: «Era inútil […] tratar de prever la proximidad del momento. Cuando éste llegara las tinieblas absorberían silenciosamente la débil claridad que caía de las estrellas sobre el navío y sobrevendría el fin de todo, sin un suspiro, sin un movimiento, sin un murmullo».

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