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Imagen de la portada de ‘Rojo y negro’, de Stendhal, en Alianza editorial. /WMagazín

Por qué gustan los personajes abyectos en la literatura: fragmentos oscuros de cada uno en los otros

De Julien Sorel, de 'Rojo y negro', a la sociedad civil que acorrala a Ana Ozores en 'La Regenta', la literatura está poblada de seres viles que insuflan vida a los libros. Carlos Clavería Laguarda analiza en 'Elogio de la abyección' quince obras. WMagazín selecciona cinco que representan sendos modelos despreciables en algunos momentos

La tentación de asomarse y contemplar las zonas más sombrías de la condición humana a través de otras personas parece inevitable. Y la literatura es una de las mejores vías de exploración y la posibilidad de ver fragmentos escondidos de cada uno en los otros. He ahí parte del triunfo literario y fascinación que despiertan los seres abyectos en la ficción y la mantienen viva: desde el arcángel que desafía a Dios en la tradición cristiana, momentos de dioses, semidioses y titanes en la mitología griega, los raptos oscuros de venganza de Aquiles, las sombras de Macbeth y tantos personajes de Shakespeare, los laberintos de la marquesa de Verteuil y el visconde de Valmont y el abismo de Humbert Humbert, hasta la propia sociedad que se puede alzar como la más abyecta de todas las criaturas como hacen los neoyorquinos con la condesa Olenska y Newland Archer… Seres en los que se reconoce la bajeza, el envelecimiento extremo, lo bellaco, lo despreciable, la capacidad de humillación o crueldad que puede infligir alguien, las grietas del alma humana…

Un asomo y analisis a ese mundo lo realiza Carlos Clavería Laguarda en Elogio de la abyección. Quince personajes de novela (Altamarea Ediciones). El ensayo levanta una cartografía de este comportamiento a través de quince obras y personajes universales, a la vez que muestra que lo abyecto varía según la época y los ojos con que se mire. Ahí están Crimen y castigo, de Dostoievski; La Regenta, Leopoldo Alas Clarín; David Copperfield, de Charles Dickens; Los Buddenbrook, de Thomas Mann; Orgullo y prejuicio, de Jane Austen; Rojo y negro, de Stendhal; El proceso, de Franz Kafka; La muerte de Virgilio; de Hermann Broch; Anna Karénina, de Leon Tólstoi…

‘Elogio de la abyección’, de Carlos Clavería, y cinco de los libros y personajes analizados. /WMagazín

La razón por la cual los lectores se sienten atraídos por los personajes abyectos se debe, según el filólogo Carlos Clavería, «quizá por una variante de lo que se conoce como atracción del abismo. Quizá porque muchos quisiéramos ser personajes conflictivos o desafiantes y capaces de pasar de la humillación a la gloria, pero sin necesidad de demostrar ni maldad ni vileza».

Desde este punto de vista, agrega Clavería, «un lector puede seguir todo el proceso de la novela entendida como ‘narración en la que se desconoce lo que sucederá en el párrafo siguiente’ y formar parte de un conglomerado de sentimientos no habituales, pero hacerlo con el placer de sentirse partícipe sin necesidad de sentirse responsable». Es como ser otros con toas las protecciones del caso. Así, el personaje, añade el filólogo español, «se convierte en la persona que quisiera ser el lector y este puede identificarse con los poderes del personaje sin necesidad de identificarse con sus debilidades. Además, por regla general el lector va a la novela moderna a buscar entretenimiento porque el malo (de por sí) da mucho más juego que el bondadoso fingido: esto es, porque visto como va el mundo, el malo es más creíble que el bueno».

¿Es Mr. Darcy, el personaje creado por Jane Austen en Orgullo y prejuicio, una persona abyecta? ¿Dónde está la abyección en obras como Anna Karénina, Madame Bovary o La Regenta? El retrato de los personajes abyectos varía. No hay un solo arquetipo. A Carlos Clavería le gustaría que tras la lectura de este ensayo «quedara la impresión de que la colectividad también puede ser un personaje abyecto, alguien lleno de complejos y de necesidad de defender sus miserias». La sociedad como masa que embosca a las personas está presente en mucha obras y la sociedad se comporta así porque, agrega el filólogo, «en el género novela me parece tan importante la lucha que emprende el personaje (Quijano, Sorel, Raskólnikov, Josef K.) contra la sociedad en la que vive como importante es la defensa que presenta esa sociedad (Vetusta, la fea burguesía de la transición española, la vida provincial en Francia, la plebe en La muerte de Virgilio) ante la provocación del personaje».

Elogio de la abyección desenmascara a personajes y sociedaddes de novelas publicadas entre 1749 y 1990. Aunque, aclara el filólogo, sin pretender hacer una monografía sobre el carácter del personaje literario o novelesco, sobre esquemas o morfologías del relato o de la escritura. Solo quiere acercarse a «qué tipo de personas representaban esos personajes en las épocas en que fueron creados».

Es un obrar personificado de manera clara y de frente, pero también sibilino como lo peude ser la sociedad en nombre de supuestas normas por el bien de todos y el orden. Carlos Clavería no duda en afirmar que «si una marca de la abyección es la distancia que hay entre lo que somos y lo que queremos ser, la sociedad novelesca que basa todo en la apariencia es la creación más abyecta que pueda haber, es una criatura capaz de todo por repartir humillación y vileza a diestro y siniestro o, si lo prefiere, a derecha e izquierda».

Si la pregunta sobre por qué los lectores y la gente se puede sentir atraída por estos personajes queda más o menos resuelta, a Clavería le surge el interrogante de por qué los crean los escritores. «No parece normal», explica en la introducción del ensayo, «que gente tan preparada, tan consciente, tan evangélica y tan capaz como los escritores echen mano en masa de personajes abyectos para apoyar las intenciones —ideológicas, artísticas, pictóricas, jocosas, sociales, judiciales u otras cualesquiera— que los empujan a escribir novelas. Sin embargo, se refugian en balleneros desconcertados, en lectores desquiciados, en cándidos de zarzuela, en mademoiselles caprichosas, en donjuanes más caprichosos aún y además fofos, en saltabancos y canónigos magistrales de erección fácil, en forajidos y políticos, en comerciantes engreídos y en otras gentes de evitable compañía».

Es entonces cuando el filólogo cita a Adorno al parafrasearlo: «No son los comportamientos viles o desafiantes en sí los que nos atraen, sino quizá el hecho de verlos y de sentirlos tan cerca en personajes que tenemos al alcance de la mano y del entendimiento, de personajes que se presentan al lector —según la feliz expresión de Debenedetti— de este modo: ¡cuidado!, ‘soy alguien que tiene que ver contigo».

Tras el pensaminto de Adorno aparece el de Milan Kundera: «El personaje no es un simulacro de ser viviente, es un ser imaginario». Apoyado en ambas reflexiones Clavería afirma que «se podría aventurar que el personaje es un simulacro de ser viviente al que el lector le vierte toda la imaginación que le sobra, y con la que construye un simulacro de sí mismo. Foster insistió vehementemente en que la novela no puede eludir el ‘carácter intenso y sofocantemente humano’, pues es un género que ‘chorrea humanidad».

La elección del término «abyecto», recuerda Carlos Clavería, «parte del concepto latino abiicere (rebajar, envilecer), dio en principio en ‘humillado, herido en el orgullo’, pero hoy aparece como sinónimo de ‘despreciable, vil en extremo’, como alguien que falla en la correspondencia de los afectos. Se sabe también que el ser vil ‘executa acciones infames, e indignas u feas’, tal y como aclara el diccionario llamado de Autoridades en 1739″.

Ese es el quiebre visible por los lectores y en el alma humana de cada personaje que interesa analizar a Clavería Laguarda tanto en la cabeza de su creador, escritor, como en el efecto que logra en el lector más allá del espejo en el cual puede ver fragmentos suyos ocultos o deseables o amansados. Y es aquí donde este ensayo va más allá de una mera enumeración y descripción de autores, obras y personajes porque los pone a dialogar entre sí y entre ellos y otras obras como parte de un ecosistema imaginario que parte de la realidad y con la época que fueron creados.

En ocasiones, reconoce el filólogo, «ese parece ser el recorrido vital de algunos personajes de las novelas que ahora me interesan, pues pasan de ser humillados y ofendidos a convertirse en despreciables, y viles en extremo, cuando quieren vengar alguna fechoría causada por la vida, o por sus contemporáneos». Es cuando recuerda que nada es blanco y negro en el alma humana. Pues «solo los santos no se afanan a la hora de vengar una humillación, una herida en el orgullo. Es como si el mecanismo que ha modernizado a los personajes de la novela hubiera evolucionado paralelo al que se sigue cuando se transita del envilecimiento pasivo a la vileza activa. Fascina el héroe humillado porque el lector puede llegar a creer que para salir de su problemática realidad y para llegar a la cima a la que desea llegar deberá usar (o se estará sirviendo de) los mismos resortes que utiliza el común de los mortales para alcanzar lo que quiere alcanzar».

Un asomo al retrato de cinco de los quince personajes seleccionados de Elogio de la abyección los puedes ver en la siguiente antología:

@WinstonManrique

Georgi Taratorkin, como Raskólnikov, de 'Crimen y castigo', de Dostoievski, en la versión cinematográfica de Lev Kulidzhanov (1970). /WMagazín

Raskólnikov, de 'Crimen y castigo', de Dostoievski

«Raskólnikov no envilece por ambición social sino por afirmación personal, y este es el primer paso para acercarse al cumplimiento de otros objetivos, pero también para encontrarse con el castigo. El héroe comete un crimen para ponerse a prueba a sí mismo, para llevar a cabo una idea propia que quiere elevar a caso general, la de que un asesinato no elimina a una persona, sino que liquida una concepción del mundo. Así lo expresa con exaltación para darle rango a su gesto: ‘¡No he matado a un ser humano, sino un principio!’.

En la novela de Austen, el complejo de inferioridad latente no era algo reconocido en primera persona, sino que era algo inducido, por eso la frase ‘his sense of her inferiority’ que aparece en el capítulo XXXIV de Orgullo y prejuicio es toda una declaración de principios literarios contra los que ha de luchar el protagonista de Crimen y castigo y cualquiera que no quiera permanecer humillado por una idea ajena.

Pero las novelas de Dostoyevski van más allá de un prejuicio, de una convención y de una redención».

James Steerforth, de 'David Copperfield', de Dickens, recreado por Frank Reynolds. /WMagazín

Steerforth, en 'David Copperfield', de Dickens

«Steerforth es el elemento desestabilizador, y tiene el mismo rango de novedad en la ficción narrativa que la ciudad o la aparición del dinero —o de la falta de dinero— como ansia fundamental de los protagonistas. Entiéndase que hablo de la pobreza como condición social, no como resultado de peripecias picarescas o sablazos amistosos.

Si como puntualiza Mario Praz (1952, pero citado por Berardinelli)las novelas de Dickens no tienen un héroe único y el protagonista principal es el ambiente, Steerforth es entonces más que necesario, aunque solo sea para dar relieve a la blanda bondad del marido escritor en que se ha convertido Copperfield, para recortar la figura del cobarde anulado por los despechos que va dejando su amigo por la novela y ante los que es incapaz de reaccionar. En ambos casos, héroe y antihéroe son los personajes de una novela bifronte, y se comportan como se espera que se comporten en una sociedad incapaz de aceptar quiebras fundamentales. Con un comportamiento así, ambas partes cumplen el papel de asegurar o de soliviantar al lector, pero siempre dentro de unos límites».

Imagen de la portada de 'La Regenta', de Clarín, editada por Penguin Random House. /WMagazín

Ana Ozores y la sociedad, de 'La regenta', de Clarín

«La Regenta es paradigma de la novela del siglo XIX, aquella que quedó definida en el prólogo como la lucha de un personaje con su sociedad, pero la de Alas es algo más, es un gigantesco mecanismo ajustado como un reloj suizo. Lo explicó mejor Oleza, estamos ante la historia de cómo unos personajes, inconformes con su situación, anhelan trascenderla y son vencidos finalmente por el mezquino mundo que les rodea. Esto es cierto. Pero absolutamente insuficiente… Lo verdaderamente singular es la inmensa complejidad y riqueza de matices. (…)

Con Ana Ozores se cierra el ciclo decimonónico de un tipo de adulterio. El adulterio como argumento literario puede leerse también desde la abyección si aplicamos el mecanismo que mueve las paradojas: algo está haciendo mal la sociedad masculina para que una mujer no se baste a sí misma a la hora de encontrar sosiego, felicidad, realización o como se quiera llamar. Para que exista el bovarismo es necesario que exista el donjuanismo: Emma Bovary no necesita un donjuán porque lo lleva dentro, se entregaría a su idea sin necesidad de forzar puertas, pero Ana Ozores, sin el donjuanismo, no acabaría como acaba; final que es causa de despecho más en el tercero en discordia que en el marido.

Hubiera sido hermoso que el marido cornudo desafiara al chivato en lugar de al amante; obrar así hubiera supuesto una nueva dimensión del bovarismo y una aniquilación, por incomparecencia, del donjuanismo, que con el romanticismo de folletín ha mudado en fofos calculadores y ha perdido el arrojo del primigenio amante saltaventanas. En el capítulo xviii se dice que Quintanar, el esposo a quien gusta salir de montería, es valiente aunque nunca ha luchado contra nada: al final muere de un disparo en las partes bajas, no en el corazón. Si le hubieran disparado al corazón no hubiera muerto, porque el corazón no le importaba; le importaba la honra».

Mr. Darcy, de 'Orgullo y prejuicio', de Jane Austen, caracterizado por Matthew Macfadyen, en la película de Joe Wright. /WMagazín

Mr. Darcy, de 'Orgullo y prejuicio', de Austen

«Sin demoras: recuérdese que la primera vez que Mr. Darcy se encuentra con Elizabeth Bennet, aquel la rechaza amparado en una razón que  nada tiene que ver con el dinero, con la posición, o con la rusticidad de la familia —tiempo habrá para ello— sino porque ‘no es lo suficientemente atractiva para tentarme’.

El punto central del libro, el que hará que los lectores de hoy vean en Darcy un bellaco, aparece ya en el capítulo III. Es reseñable que esta escena haya pasado a la historia de la literatura como una demostración de orgullo y de clasismo por parte de un personaje vil (masculino) que humilla a otro (femenino), una escena que es ejemplo de la doble abyección social de su tiempo, en suma. Por el contrario, es muy posible que cualquiera que tuviera la posición de Darcy viera en aquella expresión un gesto de congruencia, de sinceridad, de elegancia e incluso de discreción».

Imagen de la portada de 'Rojo y negro', de Stendhal, de Alianza editorial. /WMagazín

Julien Sorel, de 'Rojo y negro', de Stendhal

«Sorel es alguien que no sabe insertarse en su propia realidad, por ello crea una alegoría de sí mismo, porque cree que gracias a ella se insertará mejor en lo que cree ser, en lo que cree merecer, en la idea de hombre que le ronda por la cabeza. Remo Bodei [2014] ha estudiado como nadie lo de crearse una alegoría a medida e intentar vivir de acuerdo con ella: «Rojo y negro nos presenta a Julien Sorel, que quiere imitar a Napoleón (de quien conserva, a escondidas, un retrato) que imitaba a Julio César, que imitaba a Alejandro Magno, que imitaba a Aquiles». Y de aquí a que el lector se afane en reconocer modelos a los que imitar o, cuando menos, prestar atención sin demasiado asco, hay un paso.

La conclusión de todas estas imitaciones, cuanto supone la invención de una hipocresía sublime y a ultranza la apunta también Bodei: ‘Leopardi y Stendhal son testimonios que muestran cómo se marchitan los sueños de gloria’.

El orgullo que paseaba Darcy por la campiña inglesa y por Londres era muy diferente del que presume Sorel por la provincia francesa y por París. Aquel era tolerable por los de su clase, el francés es intolerable y no encuentra acomodo ni en su baja estofa ni en la alta clase de sus conquistas: la ambición de un arribista no suele tener tiempo para echar raíces si el orgullo es mayor que la paciencia; quizá por eso el orgullo del joven pretendidamente revolucionario que quiere saltarse de un golpe tres clases sociales —como quien se salta tres casillas de un juego de mesa que solo prevé el paso de rey— es defendible desde una personalidad pretendidamente revolucionaria pero incapaz de ser parte
de esa historia. Si Darcy se mostraba como pez en el agua entre los de su clase y como pez al aire con los de la otra, Sorel es un inadaptado diastrático, vaya donde vaya lo hace empujado por la hipocresía (la del ateo apoyado en la scala paradisi) y por un orgullo irrefrenable que le hace confundir pasión con interés».

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Winston Manrique Sabogal

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