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Regreso al misterio y la verdad de la infancia de la mano de William Irish

'Si muriera antes de despertar' es el relato del autor estadounidenses elegido para anunciar la próxima publicación de una antología con 23 grandes autores del siglo XX y sus relatos que transcurren en la niñez

Presentación WMagazín: «Somos las palabras gastadas de los niños que fuimos. Por eso la literatura, que intenta volver a unir palabra y ser, memoria y materia, sentido y vida, se vuelca tantas veces a aquel espacio inmaduro y a la vez tan acabado de nuestro ser”, dice J.L. Badal antólogo del volumen de relatos Antología literaria para regresar a la infancia, que editará Catedral en noviembre.

Una maravilla de páginas en las que conviven 23 escritores y relatos de la infancia. De Antón Chéjov y Katherine Mansfield a Silvia Plath y Svetlana Alexievich, pasando por Yasunari Kawabata y Carmen Martín Gaite. Y el autor elegido para dar un avance de este volumen: William Irish con su cuento Si muriera antes de despertar. Su nombre real es Cornell Woolrich (1914-1968), uno de los autores estadounidenses de novela policiaca y de misterio más adaptados al cine y la televisión. Una de sus historias más famosas la llevó alcine Alfred Hitchcok con el título de La ventana indiscreta, de Hitchcok.

El fragmento del cuento que adelantamos es narrado por un niño que en la escuela se relaciona con dos niñas a quienes un desconocido les regala piruletas y él tendrá que hacer las veces de espía ante el peligro que las acecha. Así que prepárense para regresar a la infancia y hacer de detectives en Si muriera antes de despertar:

El escritor estadounidense William Irish (1914-1968).

Si muriera antes de despertar, de William Irish

La niña que se sentaba delante de mí en 5.º A se llamaba Millie Adams. No me acuerdo mucho de ella, porque entonces solo tenía nueve años, y no casi doce como ahora. Solo recuerdo esas tres piruletas —las dos que le dieron y la que no le llegaron a dar— y que nunca volvimos a verla después de eso. Los chicos y yo solíamos molestarla mucho. Después, cuando fue demasiado tarde, me arrepentí de haberlo hecho. No la molestábamos porque tuviéramos algo contra ella, sino solo porque era una chica. Tenía dos coletas que le caían por la espalda, y yo me divertía mucho metiéndolas en el tintero y pegándoles chicles. También me castigaban mucho por eso.

Solía seguirla por el patio a la hora del recreo y tiraba de sus coletas diciendo «¡Din don!», como si fueran campanas. Ella me amenazaba con contárselo a un policía.

—¡Ajá! —me carcajeaba yo—. ¡Mi padre es un detective de tercer grado, y eso es mejor que cualquier policía!

—¡Pues entonces se lo diré a un detective de segundo grado, que es mejor que uno de tercero!

Eso me dejó sin respuesta, así que volví a casa y esa noche le pregunté a mi padre al respecto. Él miró a mi madre, un poco incómodo.

—No es mejor, solo un poco más listo. Tu padre será uno de esos, Tommy, cuando cumpla los cincuenta —contestó ella antes que él pudiera decir nada.

Él pareció avergonzarse, pero se quedó callado.

—Yo también quiero ser detective de mayor —dije yo.

—¡Dios no lo quiera! —replicó ella, pero parecía dirigirse a mi padre más que a mí—. Nunca a tiempo para comer. Solicitado en mitad de la noche. Arriesgando la vida, sin que tu esposa sepa cuándo volverás en una camilla… o simplemente no regresarás. ¿Y todo para qué? Una pensión miserable cuando has entregado tu juventud y tu fuerza, y ya no les sirves para nada.

A mí me sonaba muy bien. Él esbozó una sonrisa.

—Mi padre también era detective —dijo—. Y me acuerdo de mi madre diciendo lo mismo cuando yo tenía la edad de Tommy. No podrás detenerlo, más vale que te vayas acostumbrando a la idea. Lo lleva en la sangre.

—¿Ah, sí? ¡Pues se le va a salir de la sangre, aunque sea por la fuerza!

¡Te digo que me la ha dado un señor! Un señor muy majo. Estaba de pie en una esquina cuando he llegado a la escuela esta mañana. Me ha llamado, la ha sacado del bolsillo y ha dicho «Toma, niña, ¿quieres un caramelo?».

Por cómo la molestábamos los chicos y yo, Millie Adams había cogido la costumbre de comerse el almuerzo en clase en lugar de salir al patio. Un día, cuando yo estaba a punto de salir, ella abrió su fiambrera de metal y vi que sobresalía una piruleta color verde manzana. Una de las que valen cinco centavos, además, no solo uno. Y la verde es de lima, mi sabor favorito. Así que me quedé por allí e intenté arreglar la situación con ella.

—¿Hacemos las paces? —le pregunté—. ¿De dónde has sacado eso?

—Me la ha dado alguien —contestó—. Es un secreto.

— Las chicas siempre dicen eso cuando les preguntas algo. Sabía que no podía creerle.

Ella nunca tenía monedas para caramelos y si el señor Beidermann de la tienda de golosinas ni siquiera nos fiaba las de un centavo, mucho menos le fiaría una de cinco centavos como esta, envuelta en papel de cera.

—¡Me juego lo que sea a que la has robado! —dije.

—No es verdad —se defendió—. ¡Te digo que me la ha dado un señor! Un señor muy majo. Estaba de pie en una esquina cuando he llegado a la escuela esta mañana. Me ha llamado, la ha sacado del bolsillo y ha dicho «Toma, niña, ¿quieres un caramelo?». También ha dicho que yo era la niña más bonita que había visto en toda la mañana…

— Se tapó la boca con la mano—. ¡Ay, se me había olvidado! Me ha dicho que no se lo dijera a nadie. Que no me daría más si se lo contaba a alguien.

—Dame un lametón de la piruleta —dije—, y no se lo contaré a nadie.

—¿Lo juras por tu vida?

No eres como los otros chicos, no puedes romper nunca tu palabra, ni siquiera cuando se la has dado a una cosa tonta como una chica. Si lo haces, eres un traidor. Me lo dijo él, y todo lo que dice es verdad.

Hubiera prometido lo que fuese para conseguirlo. Estaba prácticamente babeando encima de su hombro. Así que lo juré por mi vida. Cuando haces eso, no puedes contarlo nunca a nadie, especialmente si tu padre es un detective de tercer grado como el mío. No eres como los otros chicos, no puedes romper nunca tu palabra, ni siquiera cuando se la has dado a una cosa tonta como una chica. Si lo haces, eres un traidor. Me lo dijo él, y todo lo que dice es verdad.

Al día siguiente, cuando abrió su fiambrera a mediodía, dentro había un piruleta de color naranja. Y la naranja también es mi sabor favorito. Así que ya podéis imaginar que volví a estar por la labor. La compartimos: un lametón ella, otra yo.

—¡Madre mía! —se alegró— ¡Qué señor más majo! Tiene unos ojos grandes y saltones como dos platos y no deja de volverse en todas direcciones. Mañana me dará otra, una de canela.

La canela también es mi sabor favorito.

—Me juego lo que sea a que se le olvida —dije.

—Ha dicho que si no se acordaba, tengo que recordárselo, y puedo acompañarle para cogerla yo misma. Puedo coger todas las que quiera. Tiene una casa grande en el bosque, llena de piruletas y gominolas y barras de cocholate, en la que puedo coger todo lo que quiera.

—¿Y por qué no lo has hecho? —me mofé yo.

¡Ningún niño en su sano juicio dejaría pasar una oportunidad así! Sabía que se lo estaba inventando todo para hacerse la interesante y presumir.

—Porque faltaba un minuto para las nueve y ya estaba sonando la campana. ¿Piensas que quiero llegar tarde y arruinar mi historial? Pero mañana voy a salir temprano de casa y tendré tiempo de sobras para hacerlo.

Cuando salimos a las tres me la quité de encima porque no quería que los chicos pensaran que yo era una nenaza. Pero ella se acercó a mí justo cuando estaba empezando a pasarme la pelota con Eddie Riley y me tiró de la manga. Estábamos a una manzana de distancia, y volvíamos a casa en tropel.

—Mira —susurró—, allí está el hombre que me ha dado las piruletas. ¿Lo ves, ahí de pie bajo ese toldo? ¿Ahora me crees?

Miré hacia donde me decía pero no había nada espectacular que ver. Solo un hombre con ropa vieja y deforme, y unos brazos grandes y largos que le colgaban hasta las rodillas, como los monos del zoo. La sombra azul del toldo le caía sobre la cara y los hombros, pero podías ver cómo brillaban sus ojos saltones. Tenía una navaja reluciente en la mano y estaba cortándose un callo del dedo mientras miraba hacia todos lados como si no quisiera que nadie viera lo que estaba haciendo.

Me daba vergüenza que Eddie Riley me viera hablando con una chica, así que me la quité de encima. Además, ya no le quedaba piruleta.

—¿Qué más da? —gruñí—. ¡Lánzame una bola curva.

Eddie! Eddie falló a la hora de coger algunos de mis pases porque estaba caminando de espaldas y, mientras él corría a buscar la pelota, yo tuve tiempo de mirar lo que pasaba. Millie y el señor estaban caminando por la calle lateral cogidos de la mano. Pero de repente él se dio la vuelta, caminó apresuradamente en dirección contraria y dobló la esquina como si se hubiera olvidado de algo. Y el señor Murphy, el policía de tráfico, apareció por la calle lateral justo en ese momento; iba de camino hacia la escuela para dirigir el tráfico como hacía siempre cuando los chicos salían del colegio. Y eso fue todo.

Al día siguiente, Millie por fin arruinó su historial y no vino a la escuela en todo el día.

Yo tenía la esperanza de que viniera al día siguiente con todos esos caramelos de los que había hablado y que los compartiría conmigo. Pero al día siguiente, su pupitre siguió vacío.

El director vino justo antes de las tres y fuera, en el pasillo, vimos dos hombres con trajes grises que parecían vigilantes de niños. Todos nos asustamos un poco, pero no era nada; no estaban buscándonos por haber roto una ventana ni nada por el estilo. El director solo quería saber si alguno de los presentes había visto a Millie Adams anteayer de camino a la escuela.

Una chica levantó la mano y dijo que había ido a buscar a Millie, pero que había salido de casa súper temprano, a las ocho y cuarto, y que no había podido alcanzarla.

Una noche, a través de la puerta, le oí decir algo sobre un «lunático suelto». Pero no entendí lo que significaba la palabra y pensé que se refería a algún tipo de animal.

Iba a decirles lo que ella me había contado sobre esa casa llena de caramelos en el bosque, pero recordé que lo había jurado por mi vida y que mi padre era un detective de tercer grado, así que ¿cómo podía romper el juramento? Además, sabía que todo era mentira, y que solo se reirían de mí o me castigarían de pie en el rincón. Nunca volvimos a ver a Millie. Un día, unos tres meses después, los ojos de la señorita Hammer, nuestra maestra, estaban rojos y húmedos, como si hubiera llorado justo antes de que sonara el timbre. Y, después de eso, mi padre no estuvo en casa durante casi una semana. A veces regresaba para ducharse y afeitarse, pero volvía a irse enseguida. Una noche, a través de la puerta, le oí decir algo sobre un «lunático suelto». Pero no entendí lo que significaba la palabra y pensé que se refería a algún tipo de animal. Una raza de perro, quizá.

—Si tan siquiera tuviésemos alguna pista —dijo—. ¡Algún tipo de descripción, por muy incompleta que fuera! ¡Si no lo cogemos, volverá a ocurrir, siempre es así!

Salí de la cama y me acerqué a él.

—Papá, si un chico da su palabra de que no va a contar algo y su viejo, ejem, su padre es un detective de tercer grado, ¿puede romper su promesa excepcionalmente? —le pregunté:

—No —respondió—, nunca. Solo hablan los soplones y los tramposos.

—¡Con uno en la familia es suficiente! —espetó mi madre—. ¡Fin de la conversación! —Hizo el gesto de ir a coger una de sus zapatillas, así que salí pitando.

A veces, esa semana, mi padre traía el periódico cuando volvía a casa. Pero cuando yo los encontraba al día siguiente, la primera página siempre estaba arrancada, como si tuviera una foto de alguien que yo no pudiera ver. Pero a mí, de todos modos, solo me interesaban las tiras cómicas. Más o menos una semana después de aquello, volvieron a estar enteros, y mi padre empezó a cenar con nosotros otra vez.

Rápidamente, los chicos de la escuela nos olvidamos de Millie Adams.

Pasé de curso en otoño, y luego en primavera, y luego otra vez en otoño y primavera. No era capaz de sacar nada mejor que «suficientes» en contenidos y «aprobados» en conducta, pero con tal de que pasara de curso y no me quedara atrás, mi padre me daba una palmadita en la cabeza y decía: «Está bien, Tommy, de todos modos serás un buen detective. De tal palo, tal astilla». Pero solo me lo decía cuando mi madre no andaba por allí. Ah, casi me olvidaba. Le hicieron detective de segundo grado cuando tenía treinta y cinco años, y no cincuenta como había dicho mi madre. Se puso un poco colorada cuando se lo recordé.

Tuve suerte en 5.º B, 6.º A y 6.º B, y no volví a tener una chica delante de mí hasta 7.º A. Era una niña nueva que había venido de otra escuela y se llamaba Jeanie Myers. Siempre llevaba una blusa blanca de cuello marinero y tenía un montón de rizos castaños que le caían por la espalda.

Me cayó bien desde el principio, porque sacaba muy buenas notas, y con lo difícil que se estaba poniendo la escuela, era práctico que me dejara mirar por encima de su hombro para copiarle las respuestas. La mayoría de las chicas son un poco rácanas con eso, pero ella era como un chico. Así que cuando los otros chicos empezaron a molestarla, le di un puñetazo en la nariz a uno e hice que pararan. Pero luego ella tuvo que acercarse a mí enfrente de todos y me dijo «¡Tommy Lee, me parece que eres muy majo!», y ya os podéis imaginar que eso no me gustó nada…

William Irish
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