Un Mishima inédito que muestra su mirada hacia lo artístico, lo atlético, el nihilismo y el narcisismo
La novela 'La casa de Kyoko' (Alianza), editada por primera vez en España y medio mundo, pone de actualidad a uno de los grandes escritores japoneses del siglo XX. WMagazín publica un pasaje esencial donde el autor empieza a abrir su mundo sensorial, de ideas y de belleza literaria
Presentación WMagazín Un inédito de Yukio Mishima (1925-1970), en español y en casi todo el mundo, es una gran noticia. Se trata de La casa de Kyoko, que acaba de publicar Alianza Editorial. Una novela que el escritor japonés tenía como una de sus favoritas. Mishima es un escritor de otro tiempo cuya literatura es intemporal. El libro cuenta las historias interconectadas de cuatro hombres que representan las diferentes facetas de la personalidad de su autor: lo artístico en el pintor, lo atlético en el boxeador, lo nihilista en el hombre de negocios y lo narcisista en el actor. Es uno de los autores japoneses más relevantes del siglo XX, junto a Yasunari Kawabata, silenciado por su ideología deslizada hacia el fascismo.
WMagazín publica un pasaje de La casa de Kyoko que sirve de umbral al mundo que se abre en las siguientes páginas. La novela contiene los temas y obsesiones de Mishima: de la presencia y búsqueda de la belleza de manera consciente o no a las pulsaciones del deseo y su mundo resbaladizo, del duelo inmortalidad – muerte a la lucha por sus ideales en un mundo que empieza a metamorfosearse en algo que no sabe si quiere.
Mishima es un maestro de la conciencia de sus personajes, de mirarlos por dentro y mostrar su reflejo ante los demás. Un escritor de mirada sensorial, exquisita, profunda y perturbadora. Entre sus obras figuran Confesiones de una máscara, Sed de amor, El rumor del oleaje, El pabellón de Oro, El marino que perdió la gracia del mar o la tetralogía El mar de la fertilidad (Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del Alba y La corrupción de un ángel), que está publicada por Alianza Editorial.
«En la casa de Kyoko los invitados son bien recibidos a cualquier hora. Ahí se reúnen cuatro jóvenes, de profesiones y caracteres diferentes, y con algo en común: una conciencia estoica que les obliga a negarse a sí mismos, a aparentar que no creen en la existencia del sufrimiento en este mundo, acostumbrados a ocultar sus sentimientos, ese espejo roto en pequeños fragmentos de cristal en su interior. En esa casa no se toman en serio los matrimonios, las clases sociales, los prejuicios ni el orden, ni hay temas de conversación prohibidos. Sólo pensar que existe un lugar así en el mundo alegra a esos cuatro jóvenes, para los cuales ese lugar es un refugio y un faro», señala la editorial.
El siguiente es el pasaje de La casa de Kyoko en el que Yukio Mishima abre un mundo:
'La casa de Kyoko'
Por Yukio Mishima
Shunkichi luchó durante un rato con el mal sabor de boca que queda tras las peleas y la sensación de que el cuerpo se empequeñeciese. Finalmente, él, que bajo ningún concepto reflexionaba más que lo indispensable, recobró su acostumbrado estoicismo.
Shunkichi se había prohibido el alcohol y el tabaco. No obstante, tanto las peleas como las mujeres eran ineludibles, no las elige uno sino que vienen a por ti sin remedio. Shunkichi no era el único estoico. El grupo de hombres que solía reunirse en la casa de Kyoko, aunque de profesiones y caracteres completamente diferentes, tenía algo en común: cada uno a su estilo vivía estoicamente. Osamu era así. Y Natsuo también. Qué decir de Yanagimoto Seiichiro, el más estoico de todos. Les daban vergüenza el sufrimiento y la impaciencia de la juventud actual. Ellos se habían acostumbrado a ocultar sus sentimientos, y vi vían un estoicismo extremo mordiéndose la lengua. Mostraban un rostro alegre. Se sentían obligados a aparentar que no creían en la existencia del sufrimiento en este mundo. Debían negarse a sí mismos.
El coche se dirigió hacia la casa de Kyoko en Shinanomachi, al este de Yotsuya. En aquella casa se reunía a pasar el rato un grupo de hombres. El ambiente era tan liberal que podía confundirse con una casa de citas. Allí se permitían todo tipo de bromas y hablar de cualquier disparate. Además, se podía beber gratis sin necesidad de pagar nada. Había botellas de alcohol a disposición, no pertenecían a nadie, eran botellas dejadas por los visitantes tras su marcha. También había un televisor y se podía jugar al mahjong. Venía uno cuando le apetecía y se marchaba cuando quería. Todo cuanto había en la casa era de todos y para todos; por ejemplo, si alguien venía en coche, todos los demás podían utilizarlo libremente sin problema.
Si el padre de Kyoko volviese un día como aparición fantasmal a esta casa, no hay duda de que se quedaría espantado al ojear la lista de nombres en el registro de invitados a la casa. Para Kyoko no existía el concepto de clases sociales, sólo juzgaba a las personas por su gracia, por su capacidad de seducción; a los visitantes de su casa los veía como si les hubiera despegado de la solapa la etiqueta de marca de la clase social correspondiente de manera que todos los invitados quedaban fuera del marco de cualquier clase social. Fuese cual fuese la procedencia de esa persona, nadie igualaba a Kyoko a la hora de no ser fiel a su cuna y romper los esquemas de las normas sociales de la época. Aunque no leyese la prensa, su casa se había terminado por convertir en un recipiente de todas las corrientes de su tiempo.
En el corazón de Kyoko no brotaba ningún prejuicio discriminador, por más que aguardase a ver si aparecían con el paso del tiempo. Pero ella lo interpretaba como una especie de enfermedad y desistía de considerarlo un problema. Igual que las personas que se han criado en el ambiente sano y límpido del campo son más proclives a los virus, ella había vivido expuesta sin defensas al ataque de todas las ideologías venenosas para las que la posguerra ha sido un buen caldo de cultivo, y aunque ya otras personas se hubiesen ido curando de la infección, ella seguía sin haberlo superado. Ella creía que lo habitual era que la anarquía durase indefinidamente. Cuando oía decir que la gente criticaba su inmoralidad, ella se reía de lo anticuado de esas calumnias, pero no se había dado cuenta de que en estos tiempos esas críticas maledicentes estarían en boca de personas que hoy presumirían de estar a la vanguardia.
Había heredado la flaqueza de su padre. Tenía un rostro de característica belleza oriental, y aunque a veces la finura de sus labios parecía expresar disgusto, en su parte interna se percibía una suave calidez que contrastaba con la imagen de frialdad expresada de puertas para afuera. Le quedaban bien los vestidos formales de estilo occidental, y con la llegada del verano se ponía vestidos ligeros dejando hombros y brazos al descubierto con estampados de llamativos diseños que le favorecían. No olvidaba vestir lo apropiado para cada estación del año, y sólo en cuanto a perfumes podía decirse que se saltaba lo establecido y probaba unos y otros.
Kyoko consentía al máximo la libertad de las demás personas, por eso amaba más que nadie el desorden, y pocas personas igualarían su estoicismo innato. Como un médico que sabe del propio poder de autoanálisis y que precisamente por eso rehúsa usarlo, conocedora de su propio encanto, había perdido el interés por saborear los frutos de su atractivo femenino. Le gustaba presumir, pero no pasaba de ahí. Cuando la tildaban sin razón de inmoral, secretamente se alegraba, y gozaba más cuando los escuchaba equivocarse de plano y en lugar de considerarla una mujer con carácter propio pensaban que era una chica de alterne o bailarina. De todas esas cosas falsas, que no tenían que ver con la verdadera realidad, ella se enorgullecía. Podía pasarse el día entero hablando de temas sensuales al tiempo que se reía de sus propios sentimientos. La mayoría de los jóvenes invitados a la casa solían quedar fascinados por Kyoko, pero al final acababan por desistir y se quedaban con la primera chica resultona que encontraban. Contemplar este desarrollo habitual de las cosas era motivo de regocijo para Kyoko, que saboreaba en ello una especie de intensa felicidad.
Esta caprichosa heredera no amaba a los pájaros, tampoco a los perros ni los gatos; a cambio, había desarrollado un interés constante por las personas; sin embargo, tenía un marido amante de los perros. Los perros fueron el primer motivo de las peleas matrimoniales y, finalmente, la causa del divorcio; su hija Masako se quedó con ella, Kyoko echó de casa al marido y, con él, a los siete perros de raza, varios pastores alemanes y un gran danés, y la casa se liberó del olor canino que la inundaba hasta entonces.
Kyoko tenía una convicción clara; la experimentaba cuando se cruzaba por la calle a un matrimonio o pareja. El hombre, sin excepción, le daba un buen repaso. En esos momentos, Kyoko percibía de un modo tan claro, que casi le dolía, que ellos, aunque se reprimieran, en realidad la deseaban más a ella que a sus propias parejas. A Kyoko le gustaba la mirada de todos aquellos hombres tratando de reprimir sus sentimientos verdaderos. Su marido, en cambio, no la miraba de esa manera; aunque él también sintiese atracción por ella, su mirada era más contenida, tal vez de ahí su gran amor por los perros. ¡Pero sólo pensar en dichas conexiones mentales era para echarse a temblar! ¡Daba espanto tan sólo imaginarlo!
La casa de Kyoko fue construida sobre una ladera alta; nada más cruzar el portón de entrada, se divisaba el amplio panorama del jardín. Bajo la ladera se veía el trasiego de los trenes pasando por la estación de Shinanomachi, y en la lejanía, el bosque alto de Meiji Kinenkan y los bosques del Palacio Imperial se superponían recortando su perfil arbolado en el horizonte. Aunque era época de floración, había pocos cerezos. En el bosque de intensos tonos verdes oscuros de Meiji Kinenkan sólo un gran cerezo había florecido espléndidamente. Al lado también sobresalían algunos árboles oscuros elevándose a lo alto, su ramaje denso y complicado se desplegaba como un abanico dejando traslucir la caída del sol entre sus intersticios.
Sobre el cielo del bosque a veces sobrevolaban bandadas de cuervos esparciendo un reguero de semillas negras de goma por el horizonte. Kyoko, desde niña, creció observando aquellas bandadas de cuervos volando en la lejanía. Cuervos en los jardines del templo sintoísta de Jingu Gaien en el Meiji Kinenkan, en el Palacio Imperial… Aquí abundaban los nidos de cuervos. También se dejaban ver en la terraza del salón. En un punto lejano aparecía una bandada de cuervos; de repente la bandada se disgregaba en pequeñas motas negras por el cielo, y aquel panorama dejaba un difuso y vago sentimiento de melancolía en el corazón de la pequeña Kyoko. En ocasiones, pasaba mucho tiempo observándolos. Cuando tenía la impresión de que ya se habían ido, volvían a aparecer. De repente, allí estaban graznando en los bosques bajo la casa, y la agudeza de sus graznidos resonaba por el cielo… A estas alturas, Kyoko ya se había olvidado de aquello; sin embargo, Masako, la hija de ocho años, que a menudo se quedaba sola, también observaba los cuervos asiduamente desde la terraza.
Como se dijo antes, frente a la entrada principal se extendía un jardín de estilo europeo en armonía con el paisaje. A la izquierda quedaba la mansión de estilo occidental, y siguiendo más a la izquierda, una pequeña casa de estilo japonés en la que vivió la familia durante el periodo en que fue requisada la mansión principal. Como el camino ante la puerta frontal era muy estrecho y los coches no podían detenerse allí, solían aparcar en el recinto interior ante la mansión.
Natsuo, nada más cruzar el umbral del portón de entrada, se quedó impresionado por el bello crepúsculo poniéndose en el horizonte más allá de las arboledas en los parques de allá abajo; una vez que todos se bajaron ante la entrada, él se volvió para contemplar aquel atardecer.
Como todos sabían del carácter reservado pero agradable de Natsuo, la mayoría de las veces se libraba de intromisiones ajenas. Si se tratase de otra persona, sería necesario decir algo y excusarse de algún modo al no franquear la entrada de la casa y volverse al portón de entrada. De no hacerlo, no habría podido evitar un «oye, ¿pero adónde vas?», aunque no había nadie que pensase dirigirse en tales términos a Natsuo. Era sorprendente que Natsuo no sintiese siquiera la leve desazón que se supondría en cualquier persona de gran sensibilidad. Entre su mundo interior y el mundo exterior, ya fuera con otras personas o la sociedad en general, jamás había experimentado ningún choque. Su sensibilidad era como la técnica habilidosa de un ladrón de guante blanco o prestidigitador capaz de captar la única imagen del mundo exterior que le interesaba sin que los demás se apercibiesen. Ni una sola vez había sufrido a causa de su riqueza de sentimientos, experimentaba en todo momento una escasez y vacío de luminosa lucidez.
Se hacía querer por su tranquilidad y carácter maduro y bondadoso. ¿Sería ésa tal vez la causa de su delicadeza y receptividad? ¿O sería más bien que para proteger su innata sensibilidad, que le hacía especialmente vulnerable, se había configurado ese carácter? Incluso a él le costaría responder a esta cuestión. Aunque no pretendía encontrar el equilibrio, lograba mantenerlo en sí mismo, y como no buscaba un significado especial en el mundo exterior, la naturaleza en su entorno transmitía serenamente belleza. Desde que se graduó en bellas artes, aunque llevaba dos años siendo galardonado por sus cuadros, este joven pintor japonés, bondadoso y despreocupado, jamás se molestaba en plantearse si era un genio o no.
Captaba visualmente una escena y la recreaba recortándola del mundo externo. Siempre miraba el mundo exterior inconscientemente.
Las nubes, como borrones de tinta china de oscuro rojizo, se alargaban al caer el sol, destellando en reflejos verdosos sobre la parte alta de los bosques. Los cuervos sobrevolaban lentamente. El intenso azul oscuro del cielo preludiaba la amenazadora oscuridad en ciernes.
«Ya me olvidé por completo de la pelea. No fue más que un espectáculo, una mera distracción», pensó Natsuo. Lo cierto es que fue un espectáculo peligroso, pero, al fin y al cabo, no dejaba de ser un espectáculo sin más. El incidente, más que a sí mismo, concernía a su coche. Natsuo lo percibía como algo ajeno. Lo característico de su vida era la ausencia de percances.
Precisamente hace un mes todo el mundo hablaba del suceso de las radiaciones atómicas del atolón Bikini. Unos pescadores japoneses, faenando cerca del atolón de las islas Bikini, fueron víctimas de una lluvia radiactiva provocada por un experimento con una bomba de hidrógeno. Los pescadores se vieron expuestos a la radiación. Toda la población de Tokio temía comer atún por la posible contaminación radioactiva. El precio del atún se desplomó en los mercados. En todo caso, para Natsuo, aunque él tampoco comió atún, no fue más que un accidente de repercusión social extraordinaria. Pero no se podría decir que le hubiese afectado personalmente. Como persona compasiva, por supuesto, lamentaba lo sucedido a las víctimas y simpatizaba con ellas, pero eso no significaba que el suceso le hubiese provocado una fuerte impresión que afectase a su propia vida.
- La casa de Kyoko. Yukio Mishima. Traducción del japonés: Emilio Masiá López (Alianza).
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