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Viaje por el origen de las palabras más asombrosas de la ciencia que marcan el destino de la vida

El periodista científico y escritor español publica 'Diccionario del asombro. Una historia de la ciencia a través de las palabras' (Crítica) en el que reconstruye la biografía de términos científicos. Un asomo a la historia de la humanidad de modo ameno. WMagazín publica un pasaje de una de ellas que ha sido crucial: Átomo

Presentación WMagazín ¿Sabías que la palabra átomo quiere decir en griego sin corte o división? Conocer el origen de las palabras es conocer una parte del ser humano, de su tiempo y asomarse al asombro de su historia. Y aunque parece que ya todo está nombrado en esta vida, que ya no hay que señalar las cosas con el dedo, como tuvieron que hacer los primeros pobladores de Macondo, en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, porque el mundo era muy nuevo, todavía hay un territorio por descubrir, y lo seguirá estando por mucho tiempo: la ciencia, donde no cesa de haber hallazgos que nombrar. Eso es lo que ha hecho Antonio Martínez Ron en Diccionario del asombro. Una historia de la ciencia a través de las palabras (Crítica). Se trata de una obra transversal donde están la ciencia, la historia, las humanidades, la lingüística que se lee como un volumen de relatos en el que ha elegido una palabra de la ciencia por cada letra del abecedario, salvo la ñ.

WMagazín publica un pasaje de una de esas palabras, una que es la base de todo lo que existe y que da origen a más descubrimientos y asombros: Átomo. Fue de las primeras que surgió en ese ámbito, ya en el mundo griego, pero no fue hasta comienzos del siglo XIX cuando tuvo su bautizo oficial. El periodista científico y escritor español explica así su libro:

“Vivimos rodeados de ciencia. Cada vez somos más conscientes de que tenemos teléfonos, medicinas, agua potable y una larga serie de avances que mejoran nuestras vidas cotidianas gracias a la investigación. Pero quizá no tenemos tan presente otro regalo igual de importante que nos ha hecho el mundo científico: la creación de miles de palabras y términos que, en los últimos siglos, se han incorporado a nuestro vocabulario.

¿Cómo han llegado hasta nosotros estas palabras? ¿En qué momento fueron creadas y con qué criterio? Cuando, en el año 2017, empecé a recopilar mis palabras científicas favoritas, aún no sabía que esas eran las dos preguntas para las que buscaba respuesta. Comencé a trabajar en un proyecto que bauticé como el Diccionario del asombro, con el que inicialmente solo pretendía recopilar aquellos términos que me parecían particularmente interesantes y que alimentaban mi ‘sentido de la maravilla’. Sin embargo, durante el largo proceso de investigación, sucedió algo que cambió mi forma de ver aquella colección de palabras y que las convirtió en algo sutilmente diferente.

Una tarde, mientras trataba de poner orden a la nebulosa de conceptos que tenía anotados en diferentes cuadernos, se me ocurrió colocarlos en una línea temporal y ordenarlos por fechas. Delante de mí apareció una barra de progreso que contaba una historia en sí misma. Tenía ante mis ojos un posible relato de la ciencia a través de las palabras”.

Fueron muchas palabras, pero, al final, reconstruyó la historia de 26: de Átomo a Zoonosis, pasando por Bacteria, Eclipse, Látex, Neurona, Robot, Sapiens o Yottabyte. Otro aspecto interesante de este Diccionario del asombro es que en la historia de cada palabra se abren más historias de otros términos asociados que Martínez Ron va desvelando como en una caja de matrioskas. Un viaje maravilloso por la historia de la ciencia y la humanidad.

A continuación, la biografía de una palabra capital que se encuentra en todo, Átomo:

Ilustración de un átomo. /WMagazín

'Diccionario del asombro'

Átomo

Por Antonio Martínez Ron

En cierta ocasión, le preguntaron a Richard Feynman qué concepto científico sería esencial para reiniciar la civilización en caso de cataclismo, y el físico y premio Nobel estadounidense apuntó sin dudarlo a la hipótesis atómica, a la idea de que “todas las cosas están hechas de átomos”. “Verán ustedes que en esa simple frase hay una enorme cantidad de información acerca del mundo, con tal de que se aplique un poco de imaginación y reflexión”, señaló Feynman. “Todo lo que hacen los seres vivos puede entenderse en términos de sacudidas y contoneos de los átomos”.

De ahí que el concepto de «átomo» sea un punto de partida ideal para este diccionario. No solo es el pilar sobre el que se asienta la realidad material y nuestro conocimiento científico al respecto, sino que, como veremos, constituye un estupendo ejemplo de un término reutilizado y reinterpretado a lo largo del tiempo, con algún divertido malentendido por el camino.

Cuando, el 21 de octubre de 1803, el químico, matemático y meteorólogo inglés John Dalton pronunció una conferencia titulada “Sobre la absorción de gases por el agua y otros líquidos” ante una audiencia de nueve personas en la Sociedad Literaria y Filosófica de Manchester, la palabra “átomo” ya tenía un larguísimo recorrido. El término en griego había sido utilizado por Leucipo y por su discípulo Demócrito en el siglo É a. C. con el sentido de partícula “indivisible”, en el contexto de una discusión sobre la naturaleza de la materia y la existencia del vacío. El concepto, que también habían manejado en la filosofía india, partía de una pregunta muy sencilla: si cojo un trozo de queso, por ejemplo, y lo empiezo a dividir en trozos más pequeños, ¿hay un punto en el que ya no puedo dividirlo más?

Durante los siglos siguientes, los principales pensadores mantuvieron viva la idea de que debía existir alguna partícula indivisible, dentro de una corriente que se conoció como atomismo y que tomó un nuevo impulso cuando el famoso poema de Lucrecio De rerum natura fue traducido en 1417.* Más adelante, Robert Boyle habló de corpúsculos, Leibniz jugó con el escurridizo concepto de mónadas y Newton llegó a la conclusión de que existían piezas de materia indivisibles que habían sido creadas y utilizadas por el propio Dios como ladrillos para su «Creación». La idea flotaba en el ambiente, pero, sin experimentos que pudieran demostrarla, se quedaba en el reino de la especulación.

Fluidos elásticos

Dalton tuvo el mérito de ser el primero en proponer la hipótesis de la existencia de estas partículas indivisibles a partir de sencillos experimentos en los que se mezclaban diferentes gases con el agua. Dado que se combinaban en proporciones variables, tenía que haber partículas con distintas propiedades y masas que explicaran aquellas combinaciones. Dalton expresó así su deducción en aquella conferencia de 1803:

¿Por qué el agua no admite la mayoría de los tipos de gas por igual? He considerado debidamente esta cuestión y, aunque todavía no he encontrado una explicación que me satisfaga por completo, estoy casi persuadido de que la circunstancia depende del peso y del número de las partículas últimas de los diversos gases; los gases cuyas partículas son más ligeras y simples son menos absorbibles, y los otros lo son más a medida que sus partículas aumentan de peso y complejidad.

Aquella observación de Dalton marcó un antes y un después en la historia de la ciencia y supuso el principio de un largo camino. En aquel momento, el científico partía de unas ideas un poco difusas e imaginaba las partículas como pequeñas esferas que se apilaban en diferentes disposiciones. En una serie de anotaciones de septiembre de aquel año, dibujó por primera vez los símbolos que representaban a los átomos de los elementos (hidrógeno, oxígeno, azote [nitrógeno], carbono, azufre…), a los que atribuyó diferentes masas a partir de sus observaciones.

Poco a poco, Dalton fue comprendiendo mejor aquellas variaciones en “las partículas de los fluidos elásticos» y fue añadiendo nuevos datos que completaban el puzle. En 1810 ordenó sus ideas en un libro (A New System of Chemical Philosophy), en el que proponía su nuevo sistema de «filosofía química” y en el que dejaba claro que debía haber algún punto «más allá del cual no podemos ir en la división de la materia», aunque probablemente aquellas partículas eran demasiado pequeñas para ser vistas al microscopio. También explicaba por qué había decidido recuperar la terminología griega:

He escogido la palabra átomo para referirme a estas últimas partículas; me parece preferible a términos como «partícula», «molécula» o cualquier otro diminutivo, porque me resulta mucho más expresivo; incluye en sí mismo la noción de ente «indivisible», cosa que no hacen los otros términos.

Aunque es algo que no suele mencionarse al narrar la historia de aquel descubrimiento, el asunto del nombre elegido para designar esta nueva realidad fue objeto de un intenso debate entre los físicos de la época. En 1810, el propio Dalton publicó un artículo para poner un poco de orden en la cuestión. Bajo el título “Investigaciones sobre el significado de la palabra partícula, tal como la usan los escritores químicos modernos, así como sobre algunos otros términos y frases», Dalton proponía a sus colegas dejarse de líos y unificar la manera de referirse a aquellas partículas/corpúsculos/moléculas y demás entes indivisibles que, recalcaba, “yo llamo átomos”.

Más allá del queso

Con el paso de los años, los sucesivos descubrimientos reordenaron la terminología de forma natural. En 1811, el italiano Amedeo Avogadro descubrió que “las partículas más pequeñas no son necesariamente simples átomos, sino que están compuestas de cierto número de estos átomos unidos por la fuerza de la atracción para formar una sola molécula”. Un poco después, el químico sueco Jöns Jacob Berzelius sustituyó los antiguos, y a menudo incomprensibles, símbolos de cada elemento por una serie de letras para cada uno, un sistema mucho más claro que ha llegado hasta nuestros días, a pesar de que Dalton lo consideraba «horrible» y «caótico». «Un joven estudiante de química podría aprender antes hebreo que familiarizarse con ellos», escribió en modo cascarrabias.

Inevitablemente, el trabajo del genial Dalton pronto se vio completado y superado, y se produjo una doble contradicción. Igual que la propia palabra “átomo” se podía descomponer en trozos más pequeños, pues procedía de los vocablos griegos a (sin) y tomon (corte o división),* la idea de átomo como última partícula indivisible de la materia también saltó en pedazos. Después de todo, y a pesar de su nombre tan ingenioso y bien elegido, el átomo no era la partícula más pequeña de aquel trozo de “queso” dividido una y otra vez.

El mazazo más importante llegó en 1897, cuando, mientras experimentaba en el Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, el físico inglés Joseph John Thomson descubrió algo que no solo era mil veces más ligero que el hidrógeno, sino que también parecía muchísimo más pequeño. “¿Qué son estas partículas? —se preguntó—. ¿Se trata de átomos, de moléculas o de materia en un estado aún más fino de subdivisión?”.

Amagando con volver a liarla con las nomenclaturas, Thomson se limitó a llamarlas «corpúsculos», pero más adelante rectificó y todo el mundo acordó utilizar la palabra electrón, propuesta en 1894 por el irlandés George Johnstone Stoney cuando teorizaba sobre su existencia. Una vez más, se recurría a un término clásico, elektron, que podría proceder de la palabra fenicia para designar una «luz brillante» y que, en todo caso, los griegos habían usado para designar a las piezas de ámbar, que parecían tener el extraño poder de atraer pequeños objetos.

El término había sido recuperado en el año 1600 por el inglés William Gilbert en su obra De Magnete, y en los siglos posteriores el concepto se fue transformando hasta que el descubrimiento de Thomson, junto con muchos otros sobre la carga y la corriente eléctrica, permitió conectar el fenómeno de la electricidad con las partículas que lo hacían posible.

Una cuestión importante en esta historia es el instrumento con el que Thomson pudo hacer su descubrimiento, un tubo de vacío conocido como tubo de Crookes por cuyos dos extremos (electrodos) se hacía circular una fuerte corriente eléctrica. En 1858, el físico alemán Julius Plücker había observado que, entre los dos extremos del tubo, se formaban unos vistosos rayos de color verde que parecían salir del cátodo hacia el ánodo, motivo por el que los bautizó como rayos catódicos. Lo que había visto Thomson, en definitiva, era que aquellos misteriosos rayos estaban hechos de electrones.

Pero ¿quién puso nombre a estos componentes por los que se movía la electricidad y que procuraron tantos descubrimientos? El asunto tiene tanto interés que merece que hagamos un pequeño paréntesis, pues es uno de los momentos en que el arte de poner nombres a nuevos conceptos científicos quedó mejor documentado. Y sus protagonistas fueron el físico inglés Michael Faraday y el ya citado William Whewell, creador de la palabra scientist y gran gurú del vocabulario científico de la época.

  • Diccionario del asombro. Una historia de la ciencia a través de las palabras. Antonio Martínez Ron (Crítica).

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Antonio Martínez Ron
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