Venezuela, sus problemas y el mito del eterno adolescente
La espiral de incertidumbres y protestas que vive el país suramericano es analizada en un ensayo que indaga en lo que los venezolanos son y lo que quieren ser
Presentación WMagazín: Venezuela vive un siglo XXI lleno de incertidumbres. Tras la muerte del presidente Hugo Chávez, en 2013, le sucedió Nicolás Maduro. Las protestas de buena parte de la población han aumentado desde entonces. Sobre todo tras los hechos ocurridos el pasado 30 de marzo cuando fue inhabilitada la Asamblea Nacional por decisión del Tribunal Supremo de Justicia, dominado por el chavismo. Se trata de un país dividido. Muchos de sus habitantes han empezado a emigrar. En España, por ejemplo, el porcentaje de inmigrantes que más ha crecido en los últimos años procede de Venezuela.
El escritor Juan Carlos Chirinos, que vive en España hace un par de décadas, ha escrito un ensayo en el cual indaga sobre su país, a la vez trata de explicar al resto del mundo lo que sucede en él y por qué sucede. Chirinos se remonta a posibles orígenes de la identidad venezolana, a las causas de por qué vive lo que vive ahora Venezuela. Una frase suya define bien lo que es este libro: «La bandera blanca que ondea en el puente que limita entre lo que somos y lo que hemos tratado de ser».
El siguiente es un pasaje de Venezuela. Biografía de un suicidio, de Juan Carlos Chirinos, editado por La huerta grande. El autor presentará el ensayo el 21 de septiembre en Los editores Librería, calle Gurtubay, 5, en Madrid.
Venezuela. Adolescencia, diosas y videos
El mito del eterno adolescente.
Venezuela es un país plagado de mitos, porque la superstición y lo irracional constituyen parte de su morfología identitaria. Esos mitos han servido para darle forma a una manera de actuar, pero también para generar arte, para incitar al pensamiento científico y a la rebelión. De hecho, el principal mito de nuestra condición occidental, el cristianismo, ha estado en colisión con los deseos de los venezolanos de algunas épocas. Pongo este ejemplo, harto conocido. En 1812, casi al año de haberse firmado el Acta de la Independencia en Caracas, un feroz terremoto de 7,7 grados en la escala de Richter dejó en ruinas gran parte de la capital y produjo miles de víctimas. El terremoto también afectó, entre otras poblaciones en poder de los revolucionarios republicanos, a Barquisimeto, El Tocuyo, La Guaira, Mérida, San Felipe, La Victoria y Valencia, pero no tanto a Coro, Maracaibo y Angostura, aún en poder de los soldados de la corona española. Ocurrió el 26 de marzo, que era Jueves Santo, y quiero destacar este detalle por lo que comentaré más adelante.
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Bien, pues tras la terrible experiencia que significó el terremoto caraqueño de 1812, la gente estaba, como es natural, asustada. Los curas que apoyaban a España, disgustados por el atrevimiento sedicioso de sus conciudadanos, no desaprovecharon la oportunidad: atribuyeron la violenta sacudida de la naturaleza al enojo de dios con los venezolanos por rebelarse contra la corona, cuyo poder emanaba, como todo el mundo sabía, de sus divinas manos. Y como era Jueves Santo, las amenazantes palabras de los religiosos tuvieron un mayor efecto.
Y he aquí que el mito tuvo una utilidad política feroz y efectiva: se dice que Simón Bolívar, entonces de veintiocho años, se subió a los escombros y desde lo alto arengó a los vecinos allí reunidos con una frase que ha corrido con la suerte de la posteridad, y que forma parte de la colección de «pensamientos de bolsillo» que sirven a muchos venezolanos como vademécum bolivariano:
—Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca.
Dejando de lado lo que de soberbia tiene la pretensión de doblegar a la naturaleza, muy propia de la necedad humana, esta conocidísima frase nos muestra cómo se puede luchar contra los mitos: con más mitos. Quizá por lo rebosantes de fuego romántico y el aire descabellado que emana de su sentido, estas frases atribuidas a Bolívar han ayudado a construir al animal mitológico que se sube a un caballo y, él solo, como se decía del Cid, gana batallas y domina enemigos. Un hombre que montado sobre su corcel recorrió tanto camino como para darle la vuelta dos veces a la Tierra.
Habrá quien juzgue normal que los caraqueños de principios del siglo XIX temieran las amenazas de los curas y se tranquilizaran con los embustes ególatras de Bolívar; eran actitudes comprensibles en gente supersticiosa que no conoció la luz eléctrica ni los adelantos de la ciencia que han desentrañado tantos misterios del cosmos; era una sociedad adolescente, casi niña, que se conformaba con diversiones inocentes dentro de casa y con cumplir con las festividades religiosas. De hecho, algunos extranjeros que viajaron por el país en esas épocas atestiguan los hábitos de entonces: en 1806 el viajero Francisco Depons (Viaje a la parte oriental de tierra firme en la América Meridional), aunque ya existía un teatro, una filarmónica y una alameda en la ciudad, se queja de lo yermo del ambiente cultural caraqueño, y declara que cada español solo sale para ir a la iglesia o a cumplir con sus obligaciones. «Ni siquiera trata de endulzar su soledad con juegos cultos; gusta solo de aquellos que lo arruinan, no de los que pueden distraerlo». Otros viajeros no tuvieron tal negativa opinión: El historiador Carlos Duarte cita, en La vida cotidiana en Venezuela durante el período hispánico (2001), las notas que don Miguel de Santiesteban tomó durante su viaje de Lima a Caracas entre 1740 y 1741, define a los mantuanos apuntando que «son obsequiosos con los forasteros, de buena fe en sus tratos y agradables con todos».
Desde luego, la sociedad venezolana contemporánea dista mucho de parecerse a esta de los tiempos de la colonia, devota y temerosa. Conserva, quizá, sí, el «alma adolescente» que tanto bien como mal ha hecho. José Balza, en su Pensar a Venezuela (2008), reflexiona al respecto: ¿Llegaremos, alcanzaremos a ser una Venezuela íntegra? Fuimos siempre tan jóvenes, tan a punto de adquirir carácter, rasgos decisivos, nitidez, que nos acecha el riesgo de continuar siendo una incesante acumulación de fragmentos, de parcialidades, sin integración. Y no nos estamos refiriendo a la cristalización de una «identidad», de algo esencial, rígido y definitivo, a patrones fijos de conducta (aunque los haya), sino a un perfil humano —fijo, flexible— que estructure nuestro sentido del trabajo, de la responsabilidad y la legalidad; nos referimos a la organización de todo un pueblo para la realización de su bienestar.
Creo que este ensayo de Balza no está entre los últimos para entender qué es la Venezuela de hoy. La pulsión que parece mover los designios históricos del país tiene su origen en esta condición «juvenil» de la gente que lo habita y de los que se han encargado en estos últimos dos siglos de hacerlo avanzar y retroceder. El secreto para la eterna adolescencia venezolana no es aquel elixir que anduvo buscando Ponce de León por la Florida; como en todos los mitos, hay un fondo acre que nos espera al final: no es tan hermoso ser siempre joven; así como los vampiros y el judío errante saben que lo peor que puede pasar es vivir para siempre, la adolescencia permanente atesora una de las claves más terribles de la identidad venezolana: «¿No está allí, en ese poderoso núcleo de la improvisación, la desigualdad, la ilegalidad, la irresponsabilidad uno de los secretos de nuestra eterna juventud? ¿El fondo de este rostro confuso, inestable, siempre a punto de comenzar, que nos define hasta ahora como país?», pregunta Balza, y sospechamos las respuestas. No hemos vivido dentro de un espejo; hemos vivido inconscientes, como en un mito, dejándonos arrastrar por las pasiones o los momentos; por las ideas fulgurantes o la desidia que produce el sol del trópico a las tres de la tarde. Balza sosiega, pero no cede: es el pensamiento activo el que podrá dominar al adolescente que llevamos dentro: «No se trata de negar el devenir histórico ni los males que nos han aquejado sino, haciendo uso de la consciencia crítica, identificar (y usar) la fuerza generadora de ideas que ayuden al bienestar de todos».
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Vivir fuera del país de origen trae consigo, además de la necesaria y muy reconfortante experiencia de alienación y desarraigo, el descubrimiento de que somos menos conocidos en el mundo de lo que esperábamos —y de lo que nos han hecho creer—. Ya Jung, en Recuerdos, sueños, pensamientos (1961), describió con meridiana claridad la necesidad de salirse de uno mismo para contemplarse: «¿Cómo podemos hacernos cargo de las características nacionales si nunca tenemos ocasión de contemplar nuestra nación desde fuera?». Ese Otro que irrita mis prejuicios y mi idiosincrasia también me permite conocerme a mí mismo.
En el proceso de conocer lo otro para conocerse a uno mismo en tierras ajenas pasamos de defender con ardor al país a bajar la cabeza avergonzados cuando descubrimos sus miserias; y a levantar la voz enardecidos cuando a su vez las miserias del país que nos acoge emergen con la impudicia que las caracteriza. El resultado, cuando reflexionamos sin pasión ni nacionalismos sobre nosotros mismos, deviene crudísima —y crudelísima— realidad. Descubrimos, peladamente, que Venezuela no ha sido ni es un gran país. Y descubrimos que la raíz de esto (o una de sus causas) es que siempre hemos creído que Venezuela ha sido y es un gran país, así, ab origine, sin más explicación. Y eso no es cierto.
El investigador Héctor Antonio Espinoza, en La muerte en la venezolanidad (2003), destaca algunos de los rasgos identitarios que los estudiosos establecieron en 1998 (quizá algunos ya se han modificado); no son concluyentes y solo pretenden ser hipótesis conceptuales: el venezolano es convivial: la vida toda se vive en convivencia; lo significativo son las personas; las relaciones se sostienen sobre la afectividad, la falta de afecto es identificada con soledad aunque haya compañía de gente; la pobreza no define el mundo-de-vida popular; el hombre del pueblo no se identifica ni como pobre ni como rico; es propio del hombre (varón) la dispersión sexual, el machismo, del cual la madre es cómplice por razones utilitarias; no puede considerarse que la inacción y la pereza sean las constantes que definen el modo de actividad del pueblo. Precisamente, es la necesidad de encontrar trabajo lo que mueve a la emigración, por ejemplo; el hombre del pueblo vive al margen de las instituciones. Todo un minucioso retrato que no nos devuelve exactamente la imagen que estábamos esperando y que se ve empañada por el hollín de los años. Hace tiempo recibí un correo electrónico de esos masivos que se llamaba «Cien razones para querer a Venezuela», entre las que se enumeraban sin orden las arepas de chicharrón camino de Cumaná, la orquídea, el tucán y las mujeres bonitas, entre otras. Eran cien razones que inflaman el espíritu venezolano de cualquiera porque en ellas van cien sentimientos adheridos. Pero ninguna me pareció que nos autorizara a decir que teníamos un gran país, sino más bien que teníamos en la cabeza la idea del gran país que fue y que, si nos esforzábamos, volvería a ser.
Venezuela. Biografía de un suicidio, de Juan Carlos Chirinos. Editorial La huerta grande. El libro acaba de llegar a librerías.
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