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La escritora inglesa Virginia Woolf (1882-1941). / Foto de Wikipedia

Virginia Woolf: su mirada magistral sobre la literatura, el arte de la ficción y su elogio a Katherine Mansfield

Por primera vez, se publican en español, a cargo de la editorial Páginas de Espuma, las lecciones literarias de la autora de obras como 'La señora Dalloway', 'Al faro' y 'Las olas'. WMagazín ofrece el texto inédito de la autora inglesa sobre la gran cuentista neozelandesa

Presentación WMagazín Este es uno de esos pocos libros-regalo que a medida que se lee incentiva la lectura del libro o del escritor a quien se refiere. La responsable de esta cadena de invitaciones es Virginia Woolf (1882-1941) con El estrecho puente del arte. Ensayos literarios (Páginas de Espuma). Un volumen que reúne, por primera vez, en español, las lecciones de esta maestra de la literatura alrededor del arte de la ficción y de la biografía. Una lección sobre la literatura, sobre la creación literaria, sobre las escritoras y la manera como muchas han sido soslayadas o ignoradas.

Este libro incluye algunos inéditos como el texto elogioso que la autora inglesa dedica al talento exquisito de Katherine Mansfield titulado Una mente arrebatadoramente sensible: «No ha habido quien la haya superado, ni crítico literario que haya sido capaz de explicar semejante talento». Este ensayo lo publicó en el periódico británico Nation & Athenaeum, el sábado 10 de septiembre de 1927. Se incluyó posteriormente en la antología de Granito y arcoíris.

WMagazín celebra la edición de esta obra con la publicación del texto inédito dedicado a la magnífica cuentista neozelandesa. Lo hacemos por la manera como Woolf se refiere a Mansfield (Nueva Zelanda, 1888- Francia, 1923) y desbarata la supuesta rivalidad entre las dos escritoras, que se conocieron, y por ser el centenario de la muerte de la creadora de relatos extraordinarios como En la bahía, Preludio, Casa de muñecas, La lección de canto

Virginia Woolf da una lección magistral con cada tema por la crítica o la biografía en sí misma, por los argumentos sobre los cuales levanta su valoración o aborda al autor, por la perspectiva con la que los trata y por la fluidez tan natural y su entusiasmo contagioso.

El estrecho puente del arte contiene las reflexiones de Woolf sobre nombres británicos como Jane Austen y George Elliott, rusos como Fiódor Dostoievski, Antón Chéjov y León Tolstói, franceses como Guy de Maupassant y Marcel Proust, y estadounidenses como Henry James, Ernest Hemingway y Henry David Thoreau. En ellos, afirma la editorial, Woolf “reflexiona sobre la travesía que ha de hacer quien escribe mientras decide qué llevarse de sus antecesores y qué ofrecer a sus contemporáneos. Al leer estos ensayos puede deducirse el discurso de Virginia Woolf con respecto al camino propio que supone la literatura, pues recuerda a quienes leen y quienes escriben, en especial si son mujeres, que nuestro criterio personal no ha de verse desviado por la opinión popular”.

La siguiente es solo una parte pequeña del gran regalo que es este libro, El estrecho puente del arte, en un pasaje dedicado a una escritora “inigualable, fuera de toda categoría”:

Una mente arrebatadoramente sensible

Por Virginia Woolf

Las mentes escritoras de los cuentos más aclamados de Inglaterra coinciden todas en que, como bien afirma el señor Murry, la cuentista Katherine Mansfield ha sido una autora hors concours [Del francés: ‘inigualable, fuera de toda categoría’]. No ha habido quien la haya superado, ni crítico literario que haya sido capaz de explicar semejante talento. Mas quien lea el diario de esta escritora mucho se alegra de que tales cuestiones se dejen en el tintero. Pues no es el talento de su pluma ni su éxito literario lo que nos apasiona de su diario, sino el espectáculo de una mente –una mente arrebatadoramente sensible– que experimenta, una y otra vez, las impresiones azarosas de ocho años de vida. Su diario resulta ser un compañero enigmático. “Acércate, mi invisible, mi desconocido amigo, y conversemos un rato”, escribe Mansfield cuando comienza un nuevo diario. Allí solía apuntar sus recuerdos… qué tiempo hacía aquel día, con quién se había reunido; dibujaba escenas; desmenuzaba su temperamento; describía una paloma, un sueño, o bien una conversación. Nada quedaba sin analizar, ninguna parte quedaba desprovista de su mirada personal. Nos sentimos testigos de una mente que está a solas consigo misma; una mente que piensa tan poco en sus lectores que, de cuando en cuando, hace uso de su propia taquigrafía o, como bien acostumbra una mente solitaria, se parte en dos mitades y comienza a dialogar consigo misma. Como si Katherine Mansfield nos contase sobre Katherine Mansfield.

Pero según vamos leyendo su diario, sin darnos cuenta, nos vemos a nosotras mismas, o más bien a la propia Katherine Mansfield, buscando una lógica a todos estos escritos. ¿Desde dónde contempla ella la vida, ahí sentada, con una sensibilidad apabullante, recolectando, una y otra vez, vivencias tan dispares? Ella es escritora, una escritora nata. No hay nada de lo que sienta, oiga u observe que nos parezca incompleto, que nos resulte incoherente; pues esos escritos se pertenecen los unos a los otros. En ocasiones, la propia anotación se transforma de inmediato en un cuento. “Déjame que recuerde cuando escriba sobre la suavidad con la que ese violín se eleva y sobre la tristeza con la que desciende; sobre la manera de conseguir aquello”, anotaba ella. O, “Lumbago. Es algo del todo extraño. Tan repentino, tan doloroso… he de tener en cuenta esto cuando escriba sobre una persona mayor. Aquel empujón para levantarse, esa pausa para respirar esa mirada hastiada, esa forma en que, cuando una se recuesta en la cama, parece quedar presa”…

Una vez más, el momento cobra de pronto todo un significado, y es ella quien lo delinea para que no vaya a ningún lado. “Está lloviendo, pero la brisa es agradable por la bruma, por la calidez. Mayúsculas gotas tropiezan con hojas arrugadas, las flores del tabaco se encorvan. Ahora solo queda un susurro tan solo en la hiedra. Wingly había llegado al jardín colindante, saltando la valla. Y con delicadeza, levantando las piernas, afilando las orejas, con mucho miedo de que la gran ola lo alcance, vadea el lago de hierbajos verdes”. La Hermana de Nazareth, “mostrando sus encías pálidas y sus dientes descoloridos”, pide dinero. El perro está delgado. Tanto que su cuerpo, el cual nos recuerda a “una jaula de cuatro patas de madera”, corre calle abajo. De alguna manera, ella siente que el perro delgado pertenece a los callejones. Cuando estamos dentro, nos da la sensación de estar en relatos a medio acabar; vemos que aquí comienzan; que allí acaban. Tan solo andamos faltas de un bucle de palabras que dancen a su alrededor para culminarlos.

Pues es entonces cuando su diario se nos antoja del todo personal, del todo instintivo, pues presenciamos a su otro yo resquebrajarse de su yo-escritora, solo para verse a sí misma escribir. La escritura del yo resulta extraña; de buenas a primeras, nadie escribiría de tal manera. “Tengo mucho que hacer y qué poco hago yo. La vida aquí podría ser casi perfecta, si tan solo estuviera trabajando cuando finjo estar ocupada. Echo un vistazo a los cuentos que no hacen más que aguardar y aguardar… al día siguiente. Pero piensa en esta mañana, por ejemplo. No quiero escribir más. Pues es gris, es duro de entender, es aburrido. Y los relatos parecen tan inverosímiles que no merece la pena aquello. No quiero escribir; quiero vivir. ¿Qué querrá decir con eso? Es difícil saberlo. ¡Pero en esas estoy!”.

¿Qué querrá decir con eso? Nadie se tomaba más en serio la importancia de escribir tal y como lo hacía ella. Por muy instintivas, por muy apresuradas que sean todas esas páginas de su diario, su devoción hacia su obra es admirable y coherente, es mordaz y austera. No se lee ni un chisme literario; ni un ápice de vanidad ni de celos. A pesar de que, en sus últimos años, sin duda era consciente de su éxito literario, nunca hizo la más mínima mención al respecto. Valoraba su propia obra desde una constante perspicacia e indiferencia. Sus cuentos anhelaban la riqueza y la profundidad; pues solo ella “volaba alto… nadie más”. Incluso el hecho de escribir, de meramente expresarse de forma apropiada y sensible, no le era suficiente. Tenía que partir siempre desde algo indecible; y ese algo ha de guardar su propio peso, su propia entereza. Bajo un tedio insoportable, fruto de una enfermedad inagotable, emprendió una curiosa y difícil búsqueda, de la que tan solo se alcanza a vislumbrar, a intuir, esa lucidez tan evidente que se necesita para escribir de verdad. “Nada que merezca la pena puede salir de algo irreconciliable”, escribió. Solo una misma puede preservar la salud de su interior. Después de media década intentando mejorar, renunció a todo tratamiento, pero no por desesperación, sino porque estaba convencida de que su dolencia provenía del alma y que la respuesta no se hallaba en ningún tratamiento físico, sino que estaba en alguna “hermandad espiritual”, como aquella de Fontainebleau, en donde pasó sus últimos meses de vida. Pero no se fue sin dejarnos escrito la razón de sus decisiones con las que culminaría su diario.

Quería gozar de salud, escribía ella; pero ¿qué entendía ella por salud? “Por salud –escribió–, me refiero al hecho de poder llevar una vida plena, adulta, excitante y estimulante, en estrecho contacto con aquello que adoro: la tierra y todas las maravillas que esconde… la mar, el sol… Así es como quiero trabajar. ¿En qué? Ansío tanto vivir que cuando trabajo, lo hago con mis manos, con mis sentimientos, con mi cabeza. Quiero un jardín y una casita, hierba verde y animales, libros, cuadros y música. Y a partir de ahí, aprovechando aquello que emane de mí, quiero escribir. (Por más que acabe escribiendo sobre coches fúnebres, da lo mismo)”. “Todo es bueno”, son las palabras con las que acaba su diario. Y dado que murió al cabo de los tres meses, resulta tentador pensar que esas palabras representaban alguna suerte de conclusión acerca de la enfermedad y de la intensidad que la animaron, a una edad en la que la mayoría de nosotras vagamos con facilidad entre tantas apariencias e impresiones, entre tantas alegrías y sensaciones, a amar como nadie lo había hecho antes.

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