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El filólogo Francisco Rico (Barcelona, 1942-2024). /Foto RAE

Francisco Rico, murió uno de los grandes expertos en Cervantes, ‘El Quijote’, ‘El lazarillo de Tormes’ y Petrarca

El filólogo y gran especialista en la Edad Media y el Siglo Oro y un eficaz divulgador de la historiografía literaria tenía 81 años. WMagazín le rinde homenaje con la publicación de algunos pasajes clave de sus libros

Murió Francisco Rico Manrique (Barcelona, 1942-2024), un erudito español experto en Miguel de Cervantes Saavedra, El Quijote, El lazarillo de Tormes y Petrarca; un gran especialista de la Edad Media y el Siglo Oro y un eficaz divulgador de la historiografía literaria. Falleció a los 81 años, el 27 de abril de 2024, en Barcelona, un día antes de cumplir 82.

Francisco Rico era filólogo, miembro de la Real Academia Española (RAE) donde entro en 1987 con el sillón ‘p’, crítico literario, ensayista, editor y catedrático d Literaturas Medievales en la Universidad Autónoma de Barcelona. Entró en la RAE en 1987 tomando posesión de la silla ‘p’.

Ha muerto un hombre inquieto, elegante y polémico, no por lo que decía, sino por su forma de ser. Pero ese retrato lo hace de manera muy bien Jordi Gracia, con quien publicó Literatura y bellas artes, en el diario español El País, que empieza así:

“Televisivo durante muchos años, insolente, calvo, sabio, ácido, sarcástico, histrión irreprimible, sentimental clandestino, antiprotocolariamente protocolario y el primer humanista español del último medio siglo. Esas son algunas de las cosas que ha sido un hombre de talento y personalidad ingobernables tanto en el ámbito académico como en el familiar y el social, Francisco Rico, que ha muerto hoy a los 81 años, en Barcelona tras ingresar hace 10 días en el hospital. Su incapacidad para callar o autocorregirse y su voluntad de intervención pública han sido parte de la dimensión de un profesional del humanismo que jamás entendió que debiese vivir únicamente asfixiado entre el polvo de las bibliotecas sino también en el campo abierto de las pantallas, de la vida pública y de las relaciones con la literatura de su tiempo, o la que más él quería, fuese primero Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater o Juan Benet o fuesen más adelante Pere Gimferrer, Eduardo Mendoza, Javier Marías, Javier Cercas o Andrés Trapiello”.

WMagazín le rinde homenaje al profesor Rico con pasajes de algunos de sus libros sobre autores y obras clásicas que muestran su conocimiento profundo y humano:

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Petrarca. Poeta, pensador, personaje (Arpa)

“Al rememorar, ya anciano, su propio cursus studiorum, Petrarca afirmó haber leído ‘paene ab infantia’ (casi desde la infancia) a Cicerón y los clásicos latinos, antes incluso de empezar los estudios jurídicos que su origen y condición le imponían. Que él sintiera desde sus años juveniles una profunda repulsión hacia la actividad jurídica del padre es una impresión que algunos biógrafos han extraído de su epistolario y de las obras de madurez, pero también en este caso se trata de un dato atribuible a la construcción hagiográfica que Petrarca llevó a cabo, a partir de la década de 1350, de su propio personaje, puesto que Petracco no fue en absoluto hostil a la educación literaria del hijo (aunque este último lo recordara mientras le arrojaba los libros al fuego en Sen., XVI). Por una parte, lo demostraría su adquisición, en los años de la pueritia de Francesco, del célebre Virgilio ambrosiano (o sea, el manuscrito que contiene las obras del poeta mantuano actualmente conservado en Milán) y de un códice de Isidoro más tarde arrebatado por los acreedores y restituido a su legítimo propietario por Ildebrandino Conti en 1347 y, por otra, el mismo testimonio de Francesco, que declara haber leído desde joven a Cicerón ‘patris hortatu’ (por exhortación de mi padre, Sen., XVI). No resulta más fiable la cronología de sus estudios jurídicos, proporcionada por el mismo Petrarca en Fam., XX (fechada por Wilkins entre 1355-1359): iniciados a los doce años —por tanto, en el otoño de 1316, cfr. Sen., X, 1—, él los prosiguió durante ‘siete años enteros’, entre Montpellier y Bolonia”.

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El sueño de humanismo. De Petrarca a Erasmo (Crítica)

“Pocos movimientos intelectuales han dejado huellas más hondas que el humanismo en las avenidas de la cultura europea; quizá ninguno de envergadura comparable es hoy tan pobremente conocido. Lorenzo Valla no tiene menor estatura y probablemente ejerció tanta influencia como, pongamos, Voltaire. Sin embargo, no se nos ocurra preguntarle por qué a un historien des mentalités… No quiero decir que la noción de ‘humanismo’ no tenga curso corriente en muchos dominios. Por el contrario, humanismo y humanista son rótulos que uno encuentra a menudo en monografías y obras de conjunto sobre la literatura, la filosofía, el arte, la ciencia, la política o el derecho de la Edad Moderna. Pero me temo que con demasiada frecuencia el recurso a tales etiquetas está lejos de responder a una imagen adecuada de la realidad histórica.

Podemos echarle la culpa a las palabras. Humanismo, cierto, es voz tan joven, que ni siquiera ha cumplido los dos siglos: nació para designar un proyecto educativo del Diecinueve temprano y sólo después se aplicó retrospectivamente, tanteando, al marco de un Renacimiento entonces todavía poco explorado. De ese parto tardío y de esa utilización a ritroso le han quedado resabios difícilmente corregibles, una irrestañable querencia a teñirse de connotaciones contemporáneas e introducir en la descripción histórica resonancias de ‘l’esprit humain’ o ‘la science de l’homme’ de la Encyclopédie, de los ‘derechos del hombre’, los ‘valores humanos’ o el ‘humanitarismo’ de días aún más cercanos Pero también podemos echarle la culpa a las cosas. El humanismo brotó de un ideal de renovación tan ambicioso y, en efecto, dio frutos tan varios, en tantos terrenos, que es comprensible que a veces se confunda el tronco con una rama o con un esqueje. Podemos contemplar la historia del humanismo como historia de la alta filología, para unas docenas de especialistas, o, bien de otro modo, como historia de la ‘enseñanza general básica’, poco menos que para las masas; como sólida escuela de pensamiento o como comportamiento superficial y hasta frívolo mimetismo, como fundamentalmente italiano o como fecundo sobre todo a este lado de los Alpes… Según la ocasión en que lo sorprendamos, podemos pintarlo estoico o aristotélico, popular o aristocrático, creador o erudito… Podemos incluso resolver por nuestra cuenta las contradicciones que desde el principio arrastró y preferirlo, por ejemplo, cuando descubre en los clásicos el sentido de la historia o bien cuando traiciona el sentido de la historia para vindicar a los clásicos. De todo ello y mucho más hay en los caminos del humanismo, desde los mismísimos comienzos; y, en definitiva, la etiqueta es de nuestros días y somos libres de ponérsela a quien nos parezca oportuno.

Con todo y con eso, caben pocas dudas de que cuando menos es lícito llamar humanismo a una tradición histórica perfectamente deslindable, a una línea de continuidad de hombres de letras que se transfieren ciertos saberes de unos a otros y se sienten herederos de un mismo legado y, por polémicamente que a menudo sea, también vinculados entre sí. Es la línea que de Petrarca lleva a Coluccio Salutati, a Crisoloras, a Leonardo Bruni, a Alberti, a Valla y a centenares de hombres oscuros”.

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Don Quijote de la Mancha

Historia del texto

“Las ediciones de Robles

Por agosto de 1604, cansado quizá de mendigar entre grandes señores y ‘poetas celebérrimos’ sin dar con ninguno ‘tan necio que alabe a don Quijote’ (o así lo contaba la mala lengua de Lope de Vega), Miguel de Cervantes debió de decidirse a componer él mismo los versos burlescos que ocupan en el Ingenioso hidalgo el lugar que en otros volúmenes de la época corresponde a una sarta de loas al autor y a la obra; y en la misma sentada hubo de escribir también la ‘prefación’ en que ajusta las cuentas con ‘la inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse’ (I, Pról., 10).

La concentración en las piezas preliminares supone que el resto del Quijote estaba ya en vías de publicación. Pocos o muchos meses atrás (los trámites administrativos solían ser largos), Cervantes, pues, había presentado al Consejo de Castilla el original de la novela (acaso titulada entonces El ingenioso hidalgo de la Mancha), solicitando la licencia indispensable para imprimirla, y sin duda tenía apalabrada la edición con Francisco de Robles, acreditado ‘librero del Rey nuestro Señor’ y hombre de negocios diversos (y de diversos grados de licitud). Como editor, Robles no mostró nunca demasiado interés por la literatura, pero el éxito del Guzmán de Alfarache le tuvo que hacer ver las posibilidades comerciales de la narrativa de aire realista, y en 1603 las tanteó con buen pie sacando a la luz el Viaje entretenido de Agustín de Rojas; de suerte que no vaciló en apostar fuerte por el Quijote e invertir en él un mínimo de entre siete y ocho mil reales.

Mientras el papel se llevó casi la mitad del presupuesto (y al autor le tocaría alrededor de un quinto), solo la cuarta parte del total, aproximadamente, estaba destinada a pagar, a siete reales y medio por resma, la composición e impresión del libro. Robles confió esa tarea, cuando lo hiciera, a uno de los más aceptables entre los pocos talleres que el traslado de la Corte había dejado a orillas del Manzanares: la vieja imprenta de Pedro Madrigal, ahora propiedad de la viuda, María Rodríguez de Rivalde, cuyo yerno desde 1603, Juan de la Cuesta, actuó de regente entre 1599 y 1607, año en que salió huyendo de Madrid (aunque su nombre perviviera cerca de dos decenios más en los productos de la casa).

El original presentado por Cervantes al Consejo Real seguramente no fue, desde luego, un manuscrito autógrafo, sino una copia en limpio realizada por un amanuense profesional particularmente atento a la claridad de la escritura y la regularidad de las páginas. Tal era el proceder seguido en la inmensa mayoría de los casos (si no se trataba de una reimpresión), tanto para hacer más cómoda la lectura a censores y tipógrafos como en especial para que la imprenta —donde los libros no se componían siguiendo el orden lineal del texto, porque no lo permitía la escasez de tipos— pudiera calcular fácilmente qué partes de un manuscrito en prosa equivalían a cada una de las planas discontinuas del impreso contenidas en una forma, es decir, en una cara del pliego”.

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Tiempos del Quijote (Acantilado)

“De lo máximo a lo mínimo, un paralelo estrictamente factual y objetivo quizá aclare la cuestión. Cervantes probablemente articulaba Quixote con una consonante palatal, de sonido cercano al de la che francesa. Al lector de a pie, que sigue siendo el destinatario por excelencia de la novela, no puede pedírsele hoy que restituya arqueológicamente esa fonética. Por el contrario, encontrar Quixote en un libro compuesto con la tipografía y la ortotipografía de nuestros tiempos lo llevaría a decir Quiksote (o Quigsote), si la popularidad que por excepción ha alcanzado la vieja grafía gracias a su uso en reproducciones de la portada, logotipos y montajes varios no lo hubiera acostumbrado, en algunos casos, a superponer a la equis la pronunciación con jota, velar. El ejemplo acaso insinúe el problemático ajuste de las perspectivas que rastreo a vuelo de pájaro. (…)

La que hoy llamamos Primera parte del Quijote (y que en el momento de su aparición no era tal, sino un libro cabal y cumplido) tuvo tres ediciones más o menos controladas por Cervantes: una impresa a finales de 1604 (aunque con fecha ya del año siguiente), otra en 1605 y una tercera en 1608. Las tres ofrecen variantes extensas o minúsculas introducidas por el autor, ninguna coincide exactamente con las otras y cada una da versiones distintas de uno de los hilos mayores del relato, la pérdida y el hallazgo del borrico de Sancho. Pues bien, los lectores de fechas más tempranas debieron sentirse en extremo perplejos ante los huecos y contradicciones que los pentimenti de Cervantes habían dejado en la narración: por dudar, dudarían incluso de a qué cuadrúpedo se refería cuando hablaba de «el rucio». Nuestra perplejidad es en cambio considerablemente menor, porque nosotros tenemos presente la Segunda parte y otros puntos de referencia. Dos de los estudios aquí reunidos procuran reconstruir cómo los lectores de primerísima hora (o, todavía, el malvado Avellaneda) se las arreglarían para descifrar esos misterios del relato y la composición de lugar que para ello tenían que hacerse”.

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