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Detalle del cuadro ‘La tempestad’, de Giorgione (1508), en la portada del ensay ‘Elogio de la melancolía’, de László Földényi (Galaxia Gutenberg). /WMagazín

‘Elogio de la melancolía’ y su misterio en la pintura, la música, el cine, la literatura y la arquitectura

El teórico de arte húngaro publica, en Galaxia Gutenberg, un libro espléndido donde rastrea la presencia de este sentimiento en las artes y se mantiene en el ser humano "obstinadamente, lo cual por sí solo nos señala que se trata de algo que se nutre de las raíces de nuestra cultura”

Presentación WMagazín A pesar de los siglos y la evolución y progresos, el ser humano no puede liberarse de la melancolía. Parece atado a ella en su viaje. O, ¿acaso, aunque parezca contradictorio, es un mecanismo innato para seguir adelante? La melancolía “se mantiene obstinadamente, lo cual por sí solo nos señala que se trata de algo que se nutre de las raíces de nuestra cultura”, afirma László Földényi (1952). El intelectual y teórico del arte húngaro lo relata en el magnífico libro Elogio de la melancolía (Galaxia Gutenberg). Un tema que estudia desde hace cuatro décadas en sus formas de vivir y pensar, pero que aquí redondea de manera original y bella al ayudar a comprender al ser humano en esa compañía, al tiempo que ahonda en su misterio: la manera cómo la melancolía se hace visible y cobra vida a través de la pintura, de la música, de la arquitectura, del cine, de la literatura contemporáneas.

La melancolía como eterno compañero de viaje que en esta época se enseñorea en un mundo que despliega incertidumbres. Una era de avances y desencantos por igual.

Pocas emociones, como la melancolía, llevan dentro tantos sentimientos diversos y contradictorios latiendo a la vez y pugnando por reinar. Como un ecualizador de música que modula las frecuencias y la intensidad de los tonos.

WMagazín publica un avance de este ensayo en el que László Földényi expresa sus tesis sobre este sentimiento que anida en todas las personas y que siempre está a punto de poseerlas ante un pensamiento, un recuerdo, una visión, un sonido, una esperanza, una reflexión. Rastrea un sentimiento “que puede aparecer por cualquier parte. No solo en el desánimo, sino también en el entusiasmo; no solo en la tristeza o en el tedio, sino también en la alegría y el arrobo. Incluso en los sentimientos más opuestos. De lo cual se deduce que es más que mero sentimiento”.

Tras unos luminosos capítulos teóricos sobre la melancolía, Földényi se adentra en el arte de Kiefer, Beuys, Richter, Viola, Bacon, Hopper, Klee, Oteiza, Jovánovics; el cine de Kubrick, la arquitectura de Peter Zumthor, la literatura de Sebald. Todos ellos sirven al autor para analizar al melancólico, ese ser “sensible a lo insoluble e inexplicable, a cuanto se opone a las explicaciones racionales del mundo. Y que no considera lo desconocido algo que tarde o temprano se puede averiguar con los conocimientos adecuados, sino el centro más profundo de la existencia y del pensamiento humanos”.

El intelectual húngaro László Földényi. /Foto cortesía Galaxia Gutenberg

Elogio de la melancolía obtuvo el Premio del Libro de Leipzig para la Comprensión Europea. László Földényi exploró en sus libros anteriores las distintas maneras de vivir y pensar “esa vaga e intensa propensión a la tristeza llamada melancolía” en el Renacimiento, el romanticismo, la tragedia griega y el teatro del absurdo, o en la música de Bach y de Wagner.

László Földényi  se dio a conocer, en 1980, con la publicación de El joven Lukács. En 1984 publicó Melancolía, una genealogía de la condición melancólica del espíritu a partir de grandes hitos de la creación artística, literaria, musical y filosófica de la humanidad. A este canon, galardonado con el premio Mikes de Literatura, le siguió un estudio sobre la obra del pintor romántico Caspar David Friedrich, El sudario de la Verónica (Galaxia Gutenberg, 2004), un sugerente ensayo en el que Földényi invita al lector a un itinerario por algunos de los museos de Europa en busca del sentido oculto de la obra artística y pictórica; la pequeña joya literaria que es Dostoyevski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar (Galaxia Gutenberg, 2006), lúcido y apasionante ensayo sobre el oscuro destierro del gran narrador ruso; Goya y el abismo del alma (Galaxia Gutenberg, 2008) y Los espacios de la muerte viviente, publicado por este mismo sello en 2018.

Bienvenidos a esta mirada frente al espejo con la melancolía:

'Elogio de la melancolía'

Por Lázsló Föndélyi

Sin embargo, ni siquiera más de un siglo de «marcha triunfal» de la depresión ha podido hacer desaparecer la melancolía. Se mantiene obstinadamente, lo cual por sí solo nos señala que se trata de algo que se nutre de las raíces de nuestra cultura. No podemos liberarnos de ella, como tampoco de otros conceptos, como, por ejemplo, de la palabra «dios», por mucho que Dios haya muerto, o del concepto de «grandeza», por mucho que desde hace dos siglos la medida ideal sea la medianía, o de la «metafísica», por mucho que toda la civilización reúna sus fuerzas para eliminarla violentamente. Como en estos, también en la melancolía reside algo inquietante, hoy de la misma manera que entre los griegos o en la Edad Media o en la época barroca, tan íntimamente vinculada a la muerte. La melancolía sitúa las culturas de todos los tiempos en una refracción que la mayoría, por un justificado sentido de autoprotección, no quiere percibir. La melancolía nos sugiere la inestabilidad de los sentimientos, así como la inutilidad del llamado “saber definitivo”. El hecho de que, por mucho que ordenemos seguros de nosotros mismos nuestro mundo, este es tambaleante y descansa sobre pilares frágiles. Aunque lo ensamblemos todo sin fisuras y tratemos de instalarnos amparados en el mundo, el amparo solo puede crearse en medio del desamparo. Aunque el optimismo sea la religión universal obligatoria (signifique esto la fe en Dios o en la omnipotencia de la técnica o en las soluciones políticas o en el crecimiento infinito de la economía), por detrás se apila una gran cantidad de interrogantes a los que no se puede dar una respuesta satisfactoria, como tampoco a la pregunta de qué es la melancolía.

La melancolía significaba algo distinto en cada época. Cada una tenía su propia melancolía, cada una con sus propios e inconfundibles rasgos que no se pueden confundir con los de la melancolía del período anterior o del siguiente. De ahí que hablemos de una melancolía medieval o barroca o moderna o antigua; cada una era la sombra perfectamente distinguible de su tiempo. Aun así, tras los diferentes significados, había un denominador común, un rasgo común: concretamente, que los melancólicos, vivieran cuando vivieran, nunca han podido considerar definitiva la organización momentánea del mundo. Hoy en día, en el umbral del tercer milenio, esto resulta particularmente llamativo. La civilización actual no solo no ha dejado ya manchas blancas para los descubridores en el mapa geográfico, sino que tampoco está dispuesta a dejar nada sin solución en los demás ámbitos de la vida. Está firmemente convencida de que tarde o temprano se podrá encontrar explicaciones para todo y resolver todo, incluso la prolongación de la vida o la existencia eterna de la conciencia.

Todo es una cuestión de disposición y de determinación. El melancólico, en cambio, no comparte esta fe generalizada. Por muy “negra” que sea su bilis, es el guardián de las manchas “blancas”. Es sensible a lo insoluble e inexplicable, a cuanto se opone a las explicaciones racionales del mundo. No considera lo desconocido algo que tarde o temprano se puede a averiguar con los conocimientos adecuados, sino el centro más profundo de la existencia y del pensamiento humanos.

La melancolía en nuestros días: oposición a las expectativas generales de la sociedad y de la civilización. Y nada más fácil que acusar de tristes, saturninos o malhumorados a quienes se oponen. Sin embargo, no es por una especie de mal humor que el melancólico es reacio a participar en la danza universal de la felicidad. Sobre todo, la melancolía no es pena o mal humor, sino una fuerza interior que, si uno la posee, le permite prestar atención a otras cosas, descubrir en otro lugar aquello que las civilizaciones anteriores denominaban “esencia” y no cesar de cuestionar aquello que en apariencia es evidente. La melancolía significa una apertura respecto a la metafísica en un mundo que ha declarado la guerra a toda clase de metafísicas y que las considera anacrónicas, algo extraño perteneciente al pasado que de alguna manera sigue aquí. La melancolía –en palabras del poeta polaco Adam Zagajewski– es una “nostalgia vertical”, anacrónica en un mundo que solo impulsa los anhelos horizontales y trata de encajar toda la civilización en el océano de la cultura material, en la plétora de las cosas acumulables. El melancólico se refiere a la “esencia” aunque no crea en Dios, habla de la esencia como un creyente sin religión, y se aparta de tal modo del pensamiento generalizado dominante, el cual tampoco cree en Dios (a lo sumo intenta generar su apariencia en los días festivos), pero al mismo tiempo ha expulsado la «esencia» de su campo visual. El gran “pecado” del melancólico moderno es que se da cuenta de lo poco natural y poco evidente que es aquello que la civilización en su conjunto considera como tales. Comprende que el precio de la destrucción de los mitos es la creación de nuevos mitos. André Breton y Marcel Duchamp organizaron en una gran exposición con el título de Le surréalisme en 1947 , para cuyo catálogo Georges Bataille escribió un texto: La ausencia del mito. Allí se puede leer lo siguiente: “La ausencia decidida de la fe es la fe inquebrantable” (Bataille).

Este pensamiento rimaba, por así decirlo, con la idea expuesta unos años antes por Adorno y Horkheimer, según la cual la Ilustración, mientras desenmascaraba todo como mito, se erigía en mito inevitable. La renuncia al mito o, mejor dicho, su liquidación era uno de los grandes objetivos de la Ilustración. Paradójicamente, sin embargo, a la vez que despojaba al mundo de la llamada dimensión mítica, lo revestía de un nuevo mito, por la sencilla razón de que el ser humano es incapaz de vivir sin los mitos. Debe la vida a una fractura, a una grieta –ha pasado del no-ser al ser– y una fractura o grieta parecida acaba también con ella –del ser vuelve a caer a un sitio que a falta de mejor término llama no-ser.

Lo desconocido que precede y que sigue a la vida es la raíz del sentimiento mítico. No es necesario ser filósofo para eso; esta sensibilidad está latente en todos, y aparece en determinadas circunstancias para convertirse en una experiencia que barre con todo: “La cuna se mece sobre un abismo –escribe Vladimir Nabokov en la primera frase de sus memorias–, y la mente sobria nos dice que nuestra existencia no es más que un breve fulgor entre las dos eternidades de la oscuridad”. (Nabokov).

En la sensibilidad a este abismo está enraizada la melancolía. Ella nos faculta a no considerar natural aquello de lo que toda una civilización trata de convencernos. “También la noche es un Día y también la ausencia de mito es un mito: el más frío, el más puro, el único verdadero”, escribe Bataille en el texto mencionado (ibid., p. ). Este frío mito percibe el melancólico de hoy en día a su alrededor, pero a la vez es consciente de que la vida humana resulta inconcebible sin el mito. Precisamente lo desconocido que precede y que sigue a la vida hace que, a la manera del barón Münchhausen, debamos elevarnos cogiéndonos de los pelos para ver aquello en lo que estamos inmersos. E incluso este símil cojea, pues no solo hemos de disponer de la vista, sino permanecer dentro de aquello que vemos. Tenemos que estar al mismo tiempo dentro y fuera, lo cual es tan imposible como ver en un ángulo de ­‑grados. Algo así a lo sumo se presenta como deseo, como meta ideal que el hombre se impone una y otra vez, pero que nunca alcanza ni alcanzará. El hombre necesita a un Dios al que traslade esta capacidad, un ser omnisciente, omnividente, capaz en un principio de aquello que el ser humano solo puede desear.

La sensación de carencia por la imposibilidad de alcanzar la plenitud hizo necesario el mito. El melancólico se encuentra a su vez en una trampa. Es consciente de vivir entre mitos que le tapan la vista a aquello que está más allá de la enorme bóveda creada por ellos, pero es al mismo tiempo consciente de que, mientras viva, jamás podrá desembarazarse de los mitos. Ser un hombre significa vivir encerrado en estos.

(…)

¿Qué es entonces la melancolía? Algo que cuando se nombra deja de ser lo que es. Está presente mientras no se puede ver; y cuando se ve, ya solo es su imagen nebulosa. Enriquece la vida; pero a quien alcanza tiene la sensación de haber sido despojado de algo. El melancólico percibe la melancolía como un tesoro incomparable; pero al mismo tiempo es incapaz de decir qué es lo que posee. No es de extrañar que siempre estuviera bajo sospecha. Muestra, por así decir, la otra cara del mundo, lo cual tiene un efecto destructivo. Es en sí puro anacronismo; como si quisiera hacer girar hacia atrás la rueda de la historia o cuando menos pararla. Y lo hace. El melancólico no acepta el estado actual del mundo, siempre desea algo más, algo más allá de todo. Al mismo tiempo, sin embargo, un abismo lo separa de los creyentes; no cree en la ‘otra vida’, no cree que exista la salvación. Anhela ir de aquí a un ‘más allá’ a pesar de que con todas sus fibras niega la existencia de un ‘más allá’. Ni aquí ni allí: la melancolía surge de la grieta entre ambos. Mancha negra en el cuerpo de toda civilización. Como el rojizo desierto de piedra cuya visión me acompañó largo rato mientras miraba por la ventanilla del autobús rumbo a Guadalupe.

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