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Detalle de la portada de la novela ‘Las brujas y el inquisidor’, de Elvira Roca Barea (Espasa). /WMagazín

Elvira Roca cuenta la historia del origen y la persecución a las brujas y desmonta su leyenda

La experta en literatura medieval publica la novela 'Las brujas y el inquisidor' centrada en el caso de Zugarramurdi de 1609. La autora de libros como 'Imperofobia y la leyenda negra', rescata la figura de Alonso de Salazar, clave para acabar con estas persecuciones en la Inquisición

Presentación WMagazín «No hubo brujos ni embrujados hasta que no se empezó a hablar de ellos». Y eso fue entre los siglos XV, XVI y XVII, reforzada durante la Inquisición, uno de los momentos vergonzosos y claves de la Historia, cuando se libró una gran batalla entre el fanatismo y la superchería y la razón. Uno de esos escenarios fueron las tierras de Zugarramurdi (España). Esta es la historia que cuenta Elvira Roca Barea en Las brujas y el inquisidor (Premio Primavera de Novela 2023). La escritora licenciada en Filología Clásica e Hispánica y doctora en Literatura Medieval desmonta la idea arraigada que hay de las brujas y brujos en el imaginario colectivo universal.

WMagazín publica dos pasajes importantes de Las brujas y el inquisidor de esta escritora que en 2016 publicó Imperofobia y leyenda negra, uno de los ensayos más exitosos de los últimos años en España, y en 2019 Fracasología. Esta es la primera incursión de Roca Barea en la narrativa basada en hechos reales. En sus páginas no solo expone una investigación profunda, sino que encaja muchas piezas históricas de sucesos y personajes en una narrativa ágil y amena. Además de tener pasajes de clases magistrales, sin resentir el ritmo, sobre temas concretos de la propia brujería, o del pensamiento de entonces, o de historias bíblicas con su entrada en el imaginario colectivo.

Elvira Roca desvela la figura histórica de Alonso de Salazar, tan olvidada como relevante. A través de este personaje, que si bien no salva a los acusados de entonces, su trabajo influyó en acabar con toda aquella histeria contagiosa y punible. La novela muestra los entresijos de la brujería en el siglo XVII, cuando, recuerda la editorial Espasa, «las guerras de religión, los conflictos políticos y otras circunstancias provocaron una masiva caza de brujas en Europa. En el caso de Zugarramurdi, además, no hay que olvidar la rivalidad entre Francia y España por el control de Navarra. A todo esto se enfrentará el inquisidor Alonso de Salazar con la más poderosa de las armas humanas: la razón».

Este es un pasaje y un viaje a un tiempo oscuro, pero cuyo espíritu de fanatismo, intolerancia y ruido aflora en este siglo XXI:

'Las brujas y el inquisidor'

Por Elvira Roca

Durante el resto del otoño de 1610, los casos de brujería van aumentando y las denuncias ante las autoridades civiles y ante el Santo Oficio crecen sin cesar, como don Alonso había temido y también el obispo Venegas. El auto de fe tiene un efecto multiplicador no solo por las miles de personas que acudieron a Logroño, sino porque se imprimen narraciones breves y hojas volanderas de los hechos, como el pliego de Juan de Mongastón.

La epidemia se expande por una región amplísima que excede ya con mucho a Zugarramurdi y Urdax. Desde las Cinco Villas (Vera, Echalar, Lesaca, Yanci, Aranaz), las denuncias por brujería se extienden a Sumbilla, Gastelu, Legasa, Oronoz, Narvarte, Oyeregui, Arráyoz, Ciga, Garzáin; localidades todas que están en el norte de Navarra. Pero se registran también en otras partes de Navarra como Arriba de Araiz, Lazaeta y Tafalla. Sin sorpresa, don Alonso de Salazar constata que empiezan a aparecer casos en Guipúzcoa y hay denuncias en Fuenterrabía, Rentería y Andoain, e incluso en el mismo San Sebastián, señal de que lo que hasta entonces había sido un fenómeno eminentemente rural comienza también a manifestarse en las ciudades.

Hay casos nuevos en zonas nunca hasta ahora afectadas como Eguino, Alegría, Labastida y Miranda de Ebro. Comienzan a llegar rumores de posibles aquelarres en Oyarzun (Guipúzcoa) y en muchos pueblos cercanos a Logroño, como Ribafrecha, Ajamil y Bañares.

La situación amenaza con escapar a todo control. Diversas órdenes religiosas envían predicadores a la región con el objetivo de atajar la expansión de la herejía diabólica sin que esto surta efecto alguno. Pasan semanas y nadie toma una decisión. El Santo Oficio está como paralizado y la Suprema no se decide a intervenir. Don Alonso se desespera más y más ante esta pasividad. Pero sigue insistiendo ante la Suprema. El obispo Venegas, que no ceja en su empeño de acabar con aquella locura, convence al provincial de la Compañía de Jesús que envíe varios jesuitas jóvenes que hablen vascuence a la zona afectada. En aquellos momentos la Orden crece alimentada por muchos mozos de las provincias de Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra, y el obispo está convencido de que no hay personal más cualificado para luchar contra la superstición. Como una auténtica guerrilla, los jóvenes jesuitas se despliegan por la montaña y los valles de la región. Para no perder el contacto con la evolución de los acontecimientos, don Alonso decide enviar a Baltasar con ellos.

Las noticias que llegan a Logroño son cada vez más alarmantes. Fray León de Araníbar, comisario del Santo Oficio, escribe desesperado al tribunal y pide ayuda. El conflicto social y vecinal aumenta cada día y teme un estallido de violencia descontrolada. Afirma que «ha llegado el mal a tanto que ya no hacemos caso de que haya brujos, aunque se descubre multitud de ellos» porque apenas si tiene tiempo para proteger a niños que proclaman aterrados que las brujas los llevan al aquelarre sin que haya modo de evitarlo, y con dificultad puede sosegar a padres dispuestos a todo con tal de proteger a sus hijos. Sin su intervención ya habrían asesinado a varias de las brujas más afamadas de la comarca, como ha sucedido en un pueblecito francés que está apenas a dos leguas. Allí los vecinos han quemado viva a una vieja a la que acusaban de brujería después de que esta reconociera que era verdad que llevaba a los niños del lugar al aquelarre. Hacia Navidad los inquisidores de Logroño vuelven a escribir a la Suprema solicitando instrucciones ante la avalancha de confesiones y denuncias que llegan de distintos pueblos.

La situación en la montaña navarra es de extrema gravedad. Ante la ausencia de autoridad reconocida que se haga cargo del asunto, la gente comienza a tomarse la justicia por su mano. Baltasar envía cartas a don Alonso dando cuenta de estos graves sucesos. En una aldea varios vecinos han encendido una gran hoguera y hasta ella han llevado a la fuerza a los brujos del lugar y los han amenazado con quemarlos vivos si no confiesan. En otro lugar los sospechosos de brujería han sido atados y arrojados al río helado. Una y otra vez los han izado y empujado de nuevo al agua para que confiesen sus crímenes diabólicos y es un milagro que ninguno se haya ahogado, aunque Baltasar tiene sus dudas al respecto. Otros han sido atados a los árboles y conminados a confesar mientras sus vecinos les arrojaban cubos de agua. El recurso al agua era habitual porque existía una superstición común según la cual los brujos no se ahogaban. En otras aldeas los sospechosos han sido obligados a pasear arriba y abajo atados a una escalera mientras los insultaban y arrojaban piedras en un espectáculo público de extremada crueldad que duró horas. El obispo de Pamplona don Antonio de Venegas comunica en sus informes que varias personas sospechosas de brujería habían muerto de manera violenta en la montaña navarra y refiere el caso terrible de una mujer embarazada que fue atada a un manzano, junto a otras desdichadas, y allí falleció mientras la gente le preguntaba una y otra vez si era bruja. Mientras tanto daban vueltas de garrote al cordel con que le habían atado piernas y brazos, apretando mucho. Esto ocurrió en Aurtiz, que es un barrio de Ituren. A otros el populacho enfurecido los atormentó metiéndoles los pies en cepos, y luego metían los pies y las pantorrillas en unas gamellas de agua, que con el frío que hacía se helaban enseguida y se congelaban los miembros, por lo que sufrían gran dolor. Entonces confesaban que sí, que eran brujos, pero luego, cuando el tormento acababa, se desdecían y lo negaban. Esto había ocurrido con cinco personas en Legasa.

De un pueblo a otro viajó Baltasar y pudo constatar que en Sumbilla murió otra mujer, caso que viene a sumarse al de Aurtiz, como don Antonio ya había denunciado; y otras más en Oronoz, y otra en Arráyoz y otra en Elizondo… Y posiblemente había más casos de los que las autoridades no tenían noticia porque sucedían en lugares remotos o de difícil acceso.

(…)

El viaje a Jaén no detuvo la batalla jurídica en la que se enzarzaron Valle y Becerra por un lado, y por otro, Alonso de Salazar, cabezas visibles de dos posturas enfrentadas por unas normas legales que iban a condicionar el futuro. Ahí se discutieron asuntos de gran calado desde el punto de vista del Derecho como, por ejemplo, el valor de las testificaciones (¿cuando dos o más testigos coinciden hay que dar por cierto aquello que afirman?) o la definición de lo que se debe considerar «hecho positivo». La cantidad de literatura jurídica que esta disputa generó fue extraordinaria. El memorial de 3 de octubre de 1613, que fue escrito todavía en Logroño, resultará especialmente importante. Don Alonso detalla aquí no solo las irregularidades que ha presenciado durante los cuatro años que ha durado el caso de Zugarramurdi, sino que se acusa muy duramente de haber callado algunas cosas para evitar conflictos con sus colegas. Insiste con empeño en que estos han seleccionado el material que envían a la Suprema anotando y comentando solo aquello que parece favorecer su punto de vista e ignorando el resto. Pero sobre todo hace un memorable repaso de los casos anteriores y de toda la jurisprudencia generada por la propia Inquisición en materia de brujería y demuestra de manera apabullante que en el caso de las brujas de Navarra el Santo Oficio ha actuado contra sus propias normas. En todas las causas por brujería despachadas entre 1526 y 1596 «ni una sola bruja había sido quemada en todos aquellos años; ni siquiera se había obtenido licencia para detener a nadie con motivo de dicha acusación sin consultar a la Suprema». Las instrucciones inquisitoriales que Salazar cita demuestran un sano escepticismo, que es la vía correcta, y que el caso de Zugarramurdi no debe alterar. Hay por lo tanto que desandar el camino y reparar en lo posible los errores que se han cometido. Don Alonso destaca las Instrucciones de 1526, en las que el Consejo establece que el testimonio de los acusados por brujería no es válido ni para detener ni para juzgar a otras personas. El caso de Zugarramurdi y el auto de fe de Logroño constituyen por lo tanto una flagrante violación de las propias leyes del Santo Oficio.

Desde Jaén, don Alonso envía otro memorial con fecha 7 de enero en el que continúa desarrollando una doctrina jurídica que neutralice el discurso legal de Valle y Becerra, que insisten una y otra vez en que están en condiciones de probar que la secta de las brujas existe realmente.

En marzo de 1614 don Alonso sigue en Andalucía para deleite de Alarcón, que le acompaña. Allí recibe orden de presentarse en Madrid. Se acerca el momento crucial en que la Suprema por fin se dispone a tomar una decisión definitiva. La postura de Salazar tiene cada vez más partidarios. Juan de Zapata Osorio, miembro de la Suprema, que es quien le escribe por orden de esta para informarle de que debe presentarse en Madrid, le hace saber con toda claridad: «Pienso en estos negocios lo mismo que vuestra merced», pero no se le escapa que «es menester ir con mucho tiento».

Por fin, en agosto de 1614, el Santo Oficio dio por terminado tanto el debate entre las partes como las deliberaciones, y con fecha del día 29 quedaron redactadas las nuevas instrucciones. Eran treinta y dos artículos en los que se seguía prácticamente en todo las recomendaciones legales que Alonso de Salazar había ido trasladando a la Suprema. A continuación fueron enviadas a los comisarios inquisitoriales para su conocimiento y con ellas vino lo que el propio don Alonso años después llamó «el edicto de silencio», encaminado a atajar la histeria colectiva y las acusaciones en cadena, porque, como muy bien sabía el inquisidor, «no hubo brujos ni embrujados hasta que no se empezó a hablar de ellos».

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