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La filósofa Hannah Arendt (1906-1975), alemana nacionalizada estadounidense y de religión judía. /Foto del Center for Politics and Humanities

Hannah Arendt, cómo llegó a ser una de las intelectuales más influyentes y por qué nadie debe eliminar a ningún pueblo

La biografía sobre la filósofa, de origen judío, reconstruye el modo en que fue creando su pensamiento entre su propia vida y las acciones del mundo. Editada por Báltica, WMagazín publica dos pasajes: uno sobre lo vital de la pluralidad de las razas y convivencia en paz y otro sobre cómo los acontecimientos impactaron en su vida

Presentación WMagazín Este libro es un regalo que debería hacerse uno en muchos sentidos: por conocer la biografía de Hannah Arendt (Alemania, 1906 – Estados Unidos, 1975) y cómo su vida, en sus diferentes ámbitos, y los acontecimientos del mundo se imbricaron para modelar su vida, su pensamiento y su obra. Una de las voces intelectuales más importantes e influyentes del pensamiento político del siglo XX que trasciende al presente “decía que escribía para acordarse de lo que pensaba, para registrar lo que valía la pena recordar, y que escribir era una parte integral del proceso de comprensión”. Se trata del libro Hannah Arendt, escrito por Samantha Rose Hill, directora adjunta del Hannah Arendt Center for Politics and Humanities, editado por Báltica.

WMagazín publica dos pasajes de esta obra. En el primero, la escritora y filósofa de religión judía, a partir de su famoso libro Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (1963), sobre el juicio al criminal nazi, donde nos habla y explica, a todos los seres humanos, sobre lo vital que es reconocer la pluralidad para compartir la Tierra con los pueblos de todas las naciones y que nadie tiene el derecho a eliminar. El segundo es una condensación de lo que sucede páginas adentro. La evolución de su vida y la manera como el mundo exterior van impactando en ella y modelando la persona que llegaría a ser. No faltan, claro, sus relaciones con destacados intelectuales europeos y estadounidenses, como Walter Benjamin, Karl Jaspers, Martin Heidegger, Mary McCarthy  o Auden.

“Samantha Rose Hill sitúa a Arendt como una heroína feminista ‘exigente, carente de remordimientos y obstinada’, siempre dispuesta a enfrentarse a la dominación masculina…”, escribió The Wall Street Journal.

La responsable de esta biografía es la joven filósofa estadounidense Samantha Rose Hill que, además de ser directora adjunta del Hannah Arendt Center for Politics and Humanities, es profesora asociada visitante en el Bard College y en el Brooklyn Institute for Social Research. Es también la editora de What Remains. The Collected Poems of Hannah Arendt.

Los siguientes son los dos pasajes de Hannah Arendt, de Samantha Rose Hill. La filósofa es autora de obras como Los orígenes del totalitarismo (1951), La condición humana (1958), Hombres en tiempos sombríos (1968), Sobre la violencia (1970) y La crisis de la república (1972):

Portada de la biografía 'Hannah Arendt', de Samantha Rose Hill (Báltica). /WMagazín

'Hannah Arendt'

Samantha Rose Hill

Eichmann en Jerusalén

Desde el principio, Arendt se sintió frustrada por el proceso. Esperaba un juicio en el cual asistiría a la fundamentación de un caso contra Eichmann por las atrocidades que cometió. En su lugar, se encontró con un payaso en una vitrina y una exhibición de «teatralidad barata». Durante días, ni siquiera se mencionó el nombre de Eichmann y, en lugar de juzgar al propio malhechor, el proceso se convirtió en «una especie de balance histórico» de «las penas del pueblo judío». Arendt estaba ansiosa por marcharse, pero al mismo tiempo temía perderse algo si regresaba a casa. Cuando terminó el juicio, el 15 de diciembre de 1961, Adolf Eichmann fue declarado culpable de «crímenes contra el pueblo judío» y condenado a muerte. El 1 de junio de 1962, después de que el tribunal de apelación israelí rechazara su recurso, fue ahorcado. El reportaje de Arendt sobre el juicio apareció en una serie de cinco artículos para la revista New Yorker, entre el 15 de febrero y el 16 de marzo de 1963. La versión en forma de libro, Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal, se publicó en mayo.

Al final de Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt rechaza el juicio y la condena de Eichmann y propone la suya propia:

«Porque la política no es un jardín de infancia; en política, la obediencia y el apoyo son lo mismo. Y así como usted apoyó y ejecutó una política de no compartir la Tierra con el pueblo judío y con los pueblos de otras naciones —como si usted y sus superiores tuvieran algún derecho para decidir quién debe y quién no debe habitar el mundo—, consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana querrá compartir la Tierra con usted. Esta es la razón, y la única razón, por la que debe morir en la horca».

Arendt sitúa la cuestión de los crímenes de guerra fuera del ámbito legal, como un asunto relacionado con compartir un mundo en común con otros seres humanos. Eichmann tenía que morir porque sus acciones no podían ser reconciliadas con el mundo que debemos compartir. Violó el principio fundamental de la condición humana: la pluralidad. Su sentencia no es una sentencia legal; se dirige tanto contra Eichmann como contra el tribunal que lo juzgó. Para Arendt, la justicia es una cuestión de juicio, y le preocupaba la forma en que los juicios de posguerra se estaban llevando a cabo, como si fuesen espectáculos, en los que, por un lado, se reclamaba justicia, mientras que, por el otro, no se juzgaban los crímenes en cuestión. Su argumento era que la sentencia ya se había dictado antes de que comenzara el proceso».

***

Vida y pensamiento

“¿Cuál es el objeto de nuestro pensamiento? ¡La experiencia! ¡Nada más!”, afirmó Hannah Arendt en 1972 en la conferencia La Obra de Hannah Arendt, organizada por la Toronto Society for the Study of Social and Political Thought. Habían llamado a Arendt para que asistiese a la conferencia como invitada de honor, pero ella insistió en intervenir como ponente.

En muchos sentidos, la obra de Hannah Arendt trata del pensar. En su Denktagebuch (Diario filosófico) pregunta: “Gibt es ein Denken das nicht tyrannisches ist?” (¿Hay alguna forma de pensar que no sea tiránica?). Al principio de La condición humana, plantea: “Lo que propongo, por tanto, es muy simple: nada más que pensar lo que hacemos”. Cuando cubrió el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén para el New Yorker, descubrió que Eichmann carecía de la capacidad de involucrarse en un pensamiento autorreflexivo, de imaginar el mundo desde la perspectiva del otro. La última obra de Arendt, La vida del espíritu, empieza con un tratado titulado El pensamiento.

Pero para Hannah Arendt el pensamiento y la experiencia van de la mano, y parece claro que las circunstancias sociales y políticas del siglo XX moldearon su vida y su obra. Nacida en Alemania en 1906 en una familia judía laicizada y bien arraigada, Arendt sintió desde muy joven que era diferente, una marginal, una rebelde o, como llegaría a decir más tarde, una paria y una proscrita. Los acontecimientos de su vida no desmienten esta afirmación. A los catorce años, la expulsaron del Gymnasium por liderar una protesta contra un profesor que la había ofendido. Cuando su primer marido, Günther Anders, abandonó Berlín en 1933, ella se quedó y convirtió su apartamento en una parada clandestina para ayudar a los comunistas que huían del país. Ese mismo año la Gestapo la arrestó por recopilar ejemplos de propaganda antisemita en la Biblioteca Estatal de Prusia. Huyó a París, donde aprendió francés y estudió hebreo, mientras trabajaba con la Aliá Joven para ayudar a jóvenes judíos a emigrar a Palestina. Con 33 años fue internada durante cinco semanas en Gurs, en el sur de Francia, antes de participar en una fuga masiva. Emigró a Estados Unidos en el verano de 1941 y trabajó como empleada doméstica para aprender inglés antes de empezar a escribir para numerosas publicaciones judías. Aceptó un empleo en la Conferencia sobre las Relaciones Judías para ayudar a familias y organizaciones judías a reclamar sus bienes robados e impartió cursos sobre historia europea, mientras escribía su primera gran obra, Los orígenes del totalitarismo.

Su buena amiga, la autora estadounidense Mary McCarthy, la describió como una “fulgurante diva de la escena”. El filósofo alemán Hans Jonas dijo que tenía “una intensidad, un impulso interno, un instinto para la calidad, un tacto para la esencia, un afán de profundizar, que la hacían mágica”. Julia Kristeva, la filósofa búlgaro-francesa, escribió: “Muchos de los contemporáneos de Arendt hablaron de su atractivo femenino; en los salones intelectuales de Nueva York se rumiaba sobre la flapper de Weimar”. El dramaturgo Lionel Abel la llamó “Hannah Arrogant”. El FBI la describió como “una mujer pequeña, robusta, de hombros caídos, con el pelo cortado a cepillo, voz masculina y una mente maravillosa”. Quizá lo más difícil de comprender de la figura de Hannah Arendt es que fue sui generis en todo. Absolutamente incomparable.

En su autorretrato juvenil Die Schatten (Las sombras), Hannah Arendt describe su sed de experiencia en el mundo como un estar “atrapada en un anhelo”. Lo que la impulsó a trabajar desde joven fue un deseo insaciable de experimentar y comprender la vida. Como más tarde llegaría a afirmar, el trabajo de comprender, a diferencia del deseo de saber, requiere un compromiso incesante con la actividad de pensar; exige estar siempre dispuesto a empezar de nuevo.

En muchos aspectos, Arendt se convirtió en escritora por accidente. Decía que escribía para acordarse de lo que pensaba, para registrar lo que valía la pena recordar, y que escribir era una parte integral del proceso de comprensión. Esto queda patente en sus diarios y trabajos publicados, en los que se dedicaba a lo que solía llamar “ejercicios de pensamiento”.

En el prefacio de Entre pasado y futuro: ocho ejercicios de pensamiento político, escribió que “el propio pensamiento surge de los incidentes de la experiencia vivida y debe permanecer unido a ellos como único punto de referencia para orientarse”. Para Arendt, los ejercicios de pensamiento eran una manera de comprometerse con el trabajo de comprensión, y eran una manera de liberarse de su formación en la tradición de la filosofía alemana.

Tras el incendio del Reichstag en 1933, Arendt abandonó el mundo de la filosofía académica para dedicarse al pensamiento político. Estaba horrorizada por la ceguera de los “pensadores profesionales” ante el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania y su contribución a la nazificación de las instituciones culturales y políticas. En lugar de protestar contra el surgimiento del régimen de Hitler, se dejaron arrastrar por la corriente de la historia. Arendt decidió renunciar a este ambiente y afirmó que “no volvería a involucrarse en ningún tipo de empresa intelectual”. La pregunta que Arendt había anotado en su diario filosófico “¿hay alguna forma de pensamiento que no sea tiránica?”, iba seguida de la siguiente afirmación: “La cuestión es cómo evitar, a toda costa, dejarse llevar por la corriente”. El pensamiento como actividad no pertenece al ámbito enrarecido de los filósofos profesionales. Para ella, intelectual era una palabra detestable. Creía que todos somos capaces de ejercer un pensamiento crítico autorreflexivo, y que era necesario ejercerlo para resistirse a la corriente del pensamiento ideológico y defender la responsabilidad personal frente al fascismo.

Arendt no solía hablar de su metodología. Su pensamiento político no se articulaba a partir de un punto analítico predeterminado. No tenía marcos fijos. No escribía para resolver problemas políticos prácticos, ni escribía filosofía sistemática para teorizar conceptos como la verdad, la belleza o el bien.

Su trabajo era espiritualmente socrático: dialógico, abierto a la contradicción y siempre volviendo al principio. En un seminario que impartió en 1955 sobre historia de la teoría política, comenzó diciendo que los conceptos no son fines en sí mismos, sino manantiales a partir de los cuales comenzamos a pensar. Esto implica que no puede haber algo como “la verdad”, porque la verdad debe ser constantemente repensada desde la perspectiva de nuestras experiencias más recientes.

En su ensayo Walter Benjamin, describió esta forma de pensar como “pescar perlas”, haciéndose eco de las palabras de Shakespeare en La tempestad (Acto 1, escena 2):

A cinco brazas yace tu padre,
Sus huesos son de coral;
Son perlas lo que fueron sus ojos:
Nada de él se ha desvanecido,

Mas ha sufrido una transformación marina
En algo rico y extraño.

La obra de Arendt se ocupa de esos elementos del pasado que han sufrido un “cambio radical”. No podemos buscar en el pasado analogías con el presente, ni tampoco una cadena causal y lineal de razonamientos para explicar un acontecimiento histórico como el surgimiento del totalitarismo. “Pescar perlas” es una forma fragmentaria de aproximarse a la historia, para poder sacar a la superficie esas joyas valiosas y extrañas que podrían ofrecer algún tipo de luz.

Para Arendt, la tarea de pensar y comprender requiere soledad. Hizo una clara división entre las cuatro paredes del ámbito privado y el espacio público de las apariencias. Y desde muy joven, hubo una tensión entre su apetito de soledad y su deseo de reconocimiento. Incluso la lectura de un libro, reflexionaba Arendt, requiere cierto grado de aislamiento. Para dedicarse a la actividad de pensar, hay que retirarse de la fuerte luz de lo público para experimentar el diálogo silencioso del pensamiento. Arendt llamaba este diálogo “dos-en-uno”: la conversación que uno tiene consigo mismo. El pensamiento es también un proceso de autoconocimiento, un conocimiento consigo mismo. Cuando se experimenta el diálogo silencioso del pensamiento, el sujeto pensante se divide en dos, y cuando uno reaparece en el mundo, el sujeto recobra su unidad.

  • Hannah Arendt. Samantha Rose Hill. Traductor: Sergio Sánchez Benítez (Báltica).

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Samantha Rose Hill
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