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Autorretrato del pintor español Joaquín Sorolla (1863-1923). /Foto de Wikipedia

Joaquín Sorolla: la vida del pintor que convirtió el dolor y la ausencia en luz

En el centenario de la muerte del artista español, 1923-2023, publicamos un pasaje significativo de la biografía novelada 'Cómo cambiar tu vida con Sorolla' de Suárez. Cuando el joven pintor es testigo de los funerales de Victor Hugo y del torrente de emociones y vida que caracterizan su obra

PRESENTACIÓN WMAGAZÍN En el tiempo en que España vivía el ocaso de lo que había sido su imperio y el mundo entraba en una nueva época y se enrutaba hacia la modernidad, Joaquín Sorolla plasmó en su pintura el lado más vital, alegre, sensible y luminoso de las cosas sencillas y del rumor de la vida. César Suárez lo refleja en Cómo cambiar tu vida con Sorolla (Lumen), una biografía novelada, entre el ensayo y la ficción, llena de detalles, investigada y analizada con gran sensibilidad narrativa y argumental. El libro llega justo en el centenario de la muerte del pintor español, el 10 de agosto de 1923, en Cercedilla, Madrid. Tenía sesenta años. Había nacido el 27 de febrero de 1863 en Valencia, en la costa mediterránea donde el sol expresa toda su luminosidad con el mar y las nubes.

Joaquín Sorolla transitó del impresionismo al luminismo, pasando por el postimpresionismo, a través de más de 2.200 obras catalogadas. No lo tuvo fácil en sus comienzos. Esta biografía lo cuenta de manera muy natural, sigue sus pasos, desde aquel niño que a los dos años quedó huérfano de sus dos padres, fallecidos por una epidemia de cólera. Él y su hermana fueron acogidos por su tía Concha, hermana de su madre, y su marido cerrajero.

Aunque su tío trató de inculcarle la cerrajería, el joven Sorolla se decantó por reflejar la vida en los cuadros. En sus comienzos no logró el buen reconocimiento de la crítica, pero antes de acabar el siglo XIX todo empezó a cambiar, y su prestigió trascendió las fronteras españolas con su estilo propio, al margen de modas, rupturas y vanguardias.

La vida de Joaquín Sorolla es la de una persona que exorcizó el dolor y la ausencia en algo bello y optimista. César Suárez cuenta cómo ocurrió todo esto, cómo el niño, el joven y el adulto impregnó de fervor su vida, y la manera en que su esposa, Clotilde García del Castillo, fue su gran apoyo. En estas páginas se ve cómo forjó su carácter, de dónde provenían sus hallazgos artísticos, por qué prefirió la luz a las sombras en la pintura, mientras a su alrededor España cambiaba, el mundo se transformaba y la vida tomaba un nuevo camino. Su tiempo fue el del remolino de esa revolución impulsada por el despegue de la industrialización y todo lo que ello trajo a su alrededor.

No falta en este libro, que es suma de géneros literarios, la presencia de la Sociedad Hispánica de América en la vida del artista y todo lo que significó: el encargo de un gran mural que representa en diferentes paneles cada una de las regiones de España. Sorolla, España y la pintura viven allí.

Como homenaje al artista, WMagazín publica un pasaje de Cómo cambiar tu vida con Sorolla donde se aprecia cómo el joven pintor estaba muy atento al acontecer de la vida, al flujo de los días. Una escena reveladora ocurre cuando él tiene 22 años y está en París: la despedida que Francia le da a su amado escritor Victor Hugo. En ese momento, 1 de junio de 1885, Sorolla es testigo del cortejo fúnebre en las calles parisinas, pero, sobre todo, del torrente de emociones y estampas del discurrir de la existencia. De los contrastes del dolor y la gracia. El siguiente es el pasaje:

'Cómo cambiar tu vida con Sorolla'

Por César Suárez

La fina lluvia primaveral de París se convirtió en un aguacero la madrugada del 1 de junio de 1885. Miles de personas aguantaron el chaparrón para asegurarse un buen sitio ante el paso del cortejo fúnebre. Otros alquilaron sillas en balcones para tener una posición privilegiada. Tras seis discursos, la procesión comenzó a rodar. A las principales figuras de la política y las artes de Francia se unieron decenas de embajadores y mandatarios de otros países. Varias bandas de música siguieron el cortejo acompañadas de unos muchachos con vestimentas griegas que habían velado el féretro por turnos bajo el Arco de Triunfo. El monumento se había adornado con un gigantesco crespón negro. El catafalco estaba custodiado por un cuerpo de coraceros a caballo.

La multitud se extendía a lo largo de varios kilómetros hasta el Panteón. Algunos fueron aplastados por la muchedumbre en su intento de ganar una mejor posición. Miles de parisinos querían despedir al «primer escritor de Francia». Otros celebraban el tumulto sin que les importara el motivo. Victor Hugo había muerto. En su testamento dejó su voluntad de ser conducido al cementerio en el coche fúnebre de los pobres, y así se hizo. Rechazó las oraciones de todas las iglesias y pidió una plegaria a todos los vivos. «Creo en Dios», concluyó.

—¿A qué se debe todo este jaleo? —preguntó Sorolla, que estaba allí, a su amigo Pedro Gil.

—Van a enterrar a Victor Hugo en el Panteón —contestó Pedro—. Aquí le adoran. ¿No has visto el retrato mortuorio de Nadar en los periódicos? Según he leído, Hugo dijo: «Veo una luz negra», y después exhaló el último suspiro.

—¿Crees que será así? —continuó Sorolla.

—¿El qué?

—El final, como una luz negra. Yo preferiría una claridad…

—¡Qué cosas dices, Joaquín! Anda, vamos a almorzar, que nos espera mi madre.

Sorolla había llegado a París hacía unas semanas, en abril de 1885, y aún estaba algo aturdido por la efervescencia de la ciudad. Tenía veintidós años. Había conocido a Pedro Gil en enero en Roma, donde este pasaba los inviernos. Gil, que pertenecía a una familia de banqueros, se dedicaba a administrar su patrimonio y a pintar, pero era bastante mejor detectando talentos ajenos que luciendo el propio. Enseguida se dio cuenta de las facultades de su nuevo amigo para la pintura. Sorolla acababa de descubrir el epicentro del mundo, donde abriría por primera vez los ojos al incipiente nacimiento de la pintura moderna.

De camino al almuerzo con su madre, Pedro Gil, que poseía una cultura tan refinada como su agenda de contactos aristocráticos, le habló a su amigo de Victor Hugo. Si iba a pasar una temporada en París, era imprescindible saberlo todo del hombre más idolatrado de Francia. Le dijo que los franceses consideraban al escritor un héroe de la República, aunque en realidad fuera más agasajado que leído; que defendía a los desfavorecidos; y que había vivido durante dos años en Madrid, entre los nueve y los once, ya que su padre fue oficial de las tropas napoleónicas, y por eso hablaba español y poseía algunos grabados de Goya. Cuando cumplió ochenta y tres años, tres meses antes de morir, más de seiscientos mil parisinos desfilaron por delante de su residencia en el número 124 de la avenida que llevaba su mismo nombre.

—Además, he oído que también pintaba, aunque era reacio a mostrar en público sus dibujos y los regalaba a amigos y familiares —dijo Pedro—. Hemos llegado.

Sorolla está impresionado por el hormigueo de gente en las calles. Le gustan los bulevares por su cadencia de luces. Prefiere pintarlos al anochecer, bajo las tenues lámparas de gas. Esta luz del norte le parece fría. Trabaja de manera vertiginosa, haciendo estudios por el día en su taller y tomando apuntes a lápiz de todo lo que ve. Le llama la atención la piedra caliza de los nuevos edificios, que varía su tono del amarillo crema al gris ceniza; los ómnibus tirados por caballos; el intenso tráfico de bateaux y gabarras de colores brillantes en el Sena; los vestidos sin corsé y las mangas abullonadas de las señoras; los adornos de encajes de las enaguas que se vislumbran cuando alguna dama se remanga la falda con la mano para cruzar la calle; los velocípedos con las dos ruedas de igual tamaño; los carteles de los teatros y cabarets; el bullicio de los cafés a cualquier hora del día o de la noche; las conversaciones de los artistas y literatos en los salones; los circos asentados en la colina de Montmartre, donde se está construyendo una ambiciosa basílica; las carreras de caballos en el Bois de Boulogne. París es un escenario y «el pintor de la vida moderna debe captar las imágenes fugaces de la ciudad contemporánea», según Baudelaire.

Aunque a Sorolla le asombra el ambiente artístico de París, no se deja seducir por su hedonismo. Ese hervidero de energías que anuncia la modernidad le entretiene, pero no le cautiva. En todo espectáculo hay cierta impostura con la que él no se identifica. De hecho, desprecia toda esa teatralidad. Siente curiosidad por la multitud, pero prefiere la intimidad. Y, por encima de todo, está decidido a aprovechar el tiempo al máximo. Ver y aprender. Con su amigo Pedro, visita los museos y el Salón de París, donde no están esos a los que llaman impresionistas, que exponen por su cuenta. Sus vivencias de la primavera al otoño de 1885 en París determinan la senda que tomará su arte. En Roma no encontró lo que buscaba, pero su estudio de los maestros italianos le ayudará a vislumbrar que su sitio no está en la pintura académica. Intuye que tiene que encontrar su propio camino, y las pistas están en París.

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César Suárez
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