Alain Touraine, las claves de uno de los sociólogos más influyentes de los siglos XX y XXI que analizó los cambios sociales del mundo
El intelectual francés murió a los 97 años. Estudió los movimientos que definieron parte del futuro tras la Segunda Guerra Mundial. WMagazín publica pasajes de ideas clarificadoras de tres de sus obras esenciales: '¿Qué es la democracia?', 'Crítica de la modernidad' y '¿Podremos vivir juntos?' (Fondo de Cultura Económica)
Presentación WMagazín El francés Alaine Touraine, uno de los grandes pensadores que iluminó la realidad social e intelectual de Occidente desde la segunda mitad del siglo XX, murió a los 97 años, el 9 de junio de 2023, en París. Nacido en Hermanville-sur-Mer, Normandía (Francia), el 3 de agosto de 1925, fue un sociólogo y economista que difundió el concepto de sociedad post-industrial, estudios sobre la sociología del trabajo y el desarrollo de una sociología llamada accionalista. Supo ver los nuevos actores y cambios sociales del mundo desde la segunda mitad el siglo XX.
Creó, en 1958, el Taller de Sociología Industrial de París, el cual terminaría llamándose Centro de Análisis de Intervención Sociológica, que dirigió hasta 1993. En una de sus últimas reflexiones, en una entrevista al diario español El País, en 2020, se refirió a los movimientos sociales y al mundo actual en estos términos:
“No existe un movimiento populista, lo que hay es un derrumbe de lo que, en la sociedad industrial, creaba un sentido: el movimiento obrero. Es decir, hoy no hay ni actores sociales, ni políticos, ni mundiales ni nacionales ni de clase. Por eso, lo que ocurre es todo lo contrario de una guerra, con una máquina biológica de un lado y, del otro, personas y grupos sin ideas, sin dirección, sin programa, sin estrategia, sin lenguaje. Es el silencio”.
«Hemos vivido dos buenos siglos en la sociedad industrial, en un mundo dominado por Occidente durante unos 500 años. Hoy hemos creído, y fue el caso en los últimos 50 años, que vivíamos en un mundo americano. Ahora quizá viviremos en un mundo chino, pero tampoco estoy en absoluto seguro. América se hunde y China está en una situación contradictoria, que no puede durar eternamente: quiere practicar el totalitarismo maoísta para gestionar el sistema mundial capitalista. Nos encontramos en ningún lugar, en una transición brutal que no ha sido preparada ni pensada».
WMagazín rinde homenaje a este intelectual a través de la lectura de pasajes de tres de sus obras clave y de gran vigencia, publicadas en el Fondo de Cultura Económica:
¿Qué es la democracia?, Crítica de la modernidad y ¿Podremos vivir juntos?:
Sociedad, democracia y modernidad
Por Alain Touraine
¿Qué es la democracia?
Durante varios siglos hemos asociado la democracia a nuestra liberación de las cárceles de la ignorancia, la dependencia, la tradición y el derecho divino, gracias a la unión de la razón, el crecimiento económico y la soberanía popular. Queríamos poner en movimiento a la sociedad, económica, política y culturalmente, y liberarla de los absolutos, las religiones y las ideologías de Estado, para que no estuviera sometida más que a la verdad y a las exigencias del conocimiento. Teníamos confianza en los lazos que parecían unir la eficacia técnica, la libertad política, la tolerancia cultural y la felicidad personal.
Pero desde hace ya mucho, ha llegado el tiempo de las inquietudes y los temores: la sociedad, liberada de sus debilidades, ¿no se convirtió en esclava de su fuerza, de sus técnicas y, sobre todo, de sus aparatos de poder político, económico y militar? Los obreros sometidos a los métodos taylorianos, ¿podían ver en la racionalización industrial la victoria de la razón, cuando aquélla les hacía sufrir el peso de un poder social disfrazado de técnica? ¿Podía la burocracia ser acabadamente definida como la autoridad racional legal, cuando las administraciones públicas y privadas controlaban y manipulaban la vida personal, haciendo prevalecer al mismo tiempo sus propios intereses sobre su papel de gestión? Las revoluciones populares, ¿no se convirtieron en todas partes en dictaduras sobre el proletariado o sobre una nación, y la bandera roja no ondea con más frecuencia en los tanques que aplastan los levantamientos populares que en las manifestaciones de los obreros sublevados?
Las grandes esperanzas revolucionarias se transformaron en pesadillas totalitarias o en burocracias estatales. La revolución y la democracia se revelan enemigas, en vez de que una abra el camino a la otrá. Y el mundo, harto de llamados a la movilización, se contentaría de buen grado con paz, tolerancia y bienestar, reduciendo la libertad a la protección contra el autoritarismo y la arbitrariedad.
***
Crítica de la modernidad
¿Qué es la modernidad, cuya presencia es tan central en nuestras ideas y nuestras prácticas desde hace más de tres siglos y que hoy es puesta en tela de juicio, repudiada o redefinida? La idea de modernidad, en su forma más ambiciosa, fue la afirmación de que el hombre es lo que hace y que, por lo tanto, debe existir una correspondencia cada vez más estrecha entre la producción —cada vez más eficaz por la ciencia, la tecnología o la administración—, y la organización de la sociedad mediante la ley y la vida personal, animada por el interés, pero también por la voluntad de liberarse de todas las coacciones. ¿En qué se basa esta correspondencia de una cultura científica, de una sociedad ordenada y de individuos libres si no es en el triunfo de la razón? Sólo la razón establece una correspondencia entre la acción humana y el orden del mundo, que era lo que buscaban no pocos pensamientos religiosos que habían quedado, sin embargo, paralizados por el finalismo propio de las religiones monoteístas fundadas en una revelación. Es la razón la que anima la ciencia y sus aplicaciones; es también la que dispone la adaptación de la vida social a las necesidades individuales o colectivas; y es la razón, finalmente, la que reemplaza la arbitrariedad y la violencia por el Estado de derecho y por el mercado. La humanidad, al obrar según las leyes de la razón, avanza a la vez hacia la abundancia, la libertad y la felicidad.
(…)
Desde su forma más dura a su forma más suave, más modesta, la idea de modernidad, cuando es definida por la destrucción de los órdenes antiguos y por el triunfo de la racionalidad, objetiva o instrumental, ha perdido su fuerza de liberación y creación. Ofrece poca resistencia tanto a las fuerzas adversas como a la apelación generosa a los derechos del hombre o al crecimiento del diferencialismo y del racismo.
Pero, ¿habrá que pasar al otro campo y adherirse al gran retorno de los nacionalismos, de los particularismos, de los integrismos religiosos o no religiosos que parecen progresar casi en todas partes, tanto en los países más modernizados como en aquellos que se ven más brutalmente perturbados por una modernización forzada? Comprender la formación de semejantes movimientos exige, por cierto, una interrogación crítica sobre la idea de modernidad tal como se desarrolló en Occidente, pero de ninguna manera puede justificar el abandono de la eficacia de la razón instrumental, de la fuerza liberadora del pensamiento crítico y del individualismo.
Y así hemos llegado al punto de partida de este libro. Si nos negamos a retornar a la tradición y a la comunidad, debemos buscar una nueva definición de la modernidad y una nueva interpretación de nuestra historia “moderna” tan a menudo reducida al auge, a la vez necesario y liberador, de la razón y de la secularización. Si no puede definirse la modernidad sólo por la racionalización y si, inversamente, una visión de la modernidad como flujo incesante de cambios hace caso omiso de la lógica del poder y de la resistencia de las identidades culturales, ¿no resulta claro que la modernidad se define precisamente por esa separación creciente del mundo objetivo (creada por la razón de acuerdo con las leyes de la naturaleza) y del mundo de la subjetividad, que es ante todo el mundo del individualismo o, más precisamente, el de una invocación a la libertad personal? La modernidad ha quebrado el mundo sagrado, que era a la vez natural y divino, creado y transparente a la razón. La modernidad no lo reemplazó por el mundo de la razón y de la secularización al remitir los fines últimos a un mundo que el hombre ya no podría alcanzar; ha impuesto la separación de un sujeto descendido del cielo a la tierra, humanizado, y del mundo de los objetos manipulados por las técnicas.
La modernidad ha reemplazado la unidad de un mundo creado por la voluntad divina, la razón la Historia, por la dualidad de la racionalización y de la subjetivación.
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¿Podremos vivir juntos?
La desocialización de la cultura de masas nos sumerge en la globalización, pero también nos impulsa a defender nuestra identidad apoyándonos sobre grupos primarios y reprivatizando una parte y, a veces, la totalidad de la vida pública, lo que nos hace participar a la vez en actividades completamente volcadas hacia el exterior e inscribir nuestra vida en una comunidad que nos impone sus mandamientos. Nuestros sabios equilibrios entre la ley y la costumbre, la razón y la creencia, se derrumban como los estados nacionales, por un lado, invadidos por la cultura de masas y por el otro fragmentados por el retorno de las comunidades. Nosotros, que desde hace mucho estamos acostumbrados a vivir en sociedades diversificadas, tolerantes, en que la ley garantiza las libertades personales, nos sentimos más atraídos por la sociedad de masas que por las comunidades, siempre autoritarias. Pero el vigoroso retorno de éstas se observa también en nuestras sociedades, y lo que llamamos prudentemente minorías tiende a afirmar su identidad y a reducir sus relaciones con el resto de la sociedad.
Estamos atrapados en un dilema. O bien reconocemos una plena independencia a las minorías y las comunidades y nos contentamos con hacer respetar las reglas del juego, los procedimientos que aseguran la coexistencia pacífica de los intereses, las opiniones y las creencias, pero renunciamos entonces, al mismo tiempo, a la comunicación entre nosotros, puesto que ya no nos reconocemos nada en común salvo no prohibir la libertad de los otros y participar con ellos en actividades puramente instrumentales, o bien creemos que tenemos valores en común, más bien morales, como estiman los estadounidenses, más bien políticos, como estiman los franceses, y nos vemos llevados a rechazar a quienes no los comparten, sobre todo si les atribuimos un valor universal. O bienvivimos juntos sin comunicarnos de otra manera que impersonalmente, por señales técnicas, o bien sólo nos comunicamos dentro de comunidades que se cierran tanto más sobre sí mismas por sentirse amenazadas por una cultura de masas que les parece ajena. Esta contradicción es la misma que vivimos durante nuestra primera gran industrialización, a fines del siglo XIX y hasta la guerra de 1914. La dominación del capital financiero internacional y la colonización entrañó el ascenso de los nacionalismos comunitarios, a la vez en países industriales como Alemania, Japón o Francia, y en países dominados, cuyas revoluciones antiimperialistas a menudo habrían de conducir, en el transcurso del siglo XX, a comunitarismos totalitarios.
¿Estamos ya reviviendo la historia de esa ruptura de las sociedades nacionales en beneficio, por un lado, de los mercados internacionales y, por el otro, de los nacionalismos agresivos? Esta ruptura entre el mundo instrumental y el mundo simbólico, entre la técnica y los valores, atraviesa toda nuestra experiencia, de la vida individual a la situación mundial. Somos a la vez de aquí y de todas partes, es decir, de ninguna. Se debilitaron los vínculos que, a través de las instituciones, la lengua y la educación, la sociedad local o nacional establecía entre nuestra memoria y nuestra participación impersonal en la sociedad de producción, y nos quedamos con la gestión, sin mediaciones ni garantías, de dos órdenes separados de experiencia. Lo que hace pesar sobre cada uno de nosotros una dificultad creciente para definir nuestra personalidad que, en efecto, pierde irremediablemente toda unidad a medida que deja de ser un conjunto coherente de roles sociales. Con frecuencia, esa dificultad es tan grande que no la soportamos y procuramos escapar a un yo demasiado débil, demasiado desgarrado, mediante la huida, la autodestrucción o la diversión agotadora.
Lo que denominábamos política, la gestión de los asuntos de la ciudad o la nación, se desintegró de la misma manera que el yo individual. Gobernar un país consiste hoy, ante todo, en hacer que su organización económica y social sea compatible con las exigencias del sistema económico internacional, en tanto las normas sociales se debilitan y las instituciones se vuelven cada vez más modestas, lo que libera un espacio creciente para la vida privada y las organizaciones voluntarias. ¿Cómo podría hablarse aún de ciudadanía y de democracia representativa cuando los representantes electos miran hacia el mercado mundial y los electores hacia su vida privada? El espacio intermedio ya no está ocupado más que por llamamientos cada vez más conservadores a valores e instituciones que son desbordados por nuestras prácticas.
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