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Paisaje de Cuzco, en Perú.

Por qué es importante ‘Los ríos profundos’, de Arguedas, y la literatura neoindigenista

La edición conmemorativa de esta novela clásica del Perú (RAE, ASALE y Alfaguara), con motivo del IX Congreso Internacional de la Lengua Española, recuerda el engranaje de la convivencia de la cultura tradicional andina y la española. WMagazín publica sus claves y un pasaje del libro

Presentación WMagazín Los engranajes de la convivencia entre la cultura andina, indigenista y la española implantada en Perú es uno de los temas centrales de Los ríos profundos, de José María Arguedas (Andahuaylas, 1911 – Lima, 1969), considerada su obra maestra. Publicada en 1958, la novela abre, junto con la obra de Juan Rulfo, el capítulo de la literatura neoindigenista en América Latina. Una obra capital para conocer y entender las raíces, identidad y evolución de la idiosincrasia de Perú, y asomarse a la el resto del continente. Con motivo del IX Congreso Internacional de la Lengua Española la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua hicieron una edición conmemorativa (editada por Alfaguara) debido a que el encuentro se iba a realizar en Arequipa, pero en diciembre de 2022 se canceló por la inestabilidad política del país y, finalmente, se realizó en Cádiz (España) del 27 al 30 de marzo de 2023.

WMagazín publica algunos pasajes clave de los textos introductorios de María Vargas Llosa, Sergio Ramírez y Santiago Muñoz Machado; y un par de páginas de la novela donde se aprecia el estilo y nivel de la narración.

Los ríos profundos «aborda la figura del indio y sus problemas desde una perspectiva cercana y realista. Narra el paso a la edad adulta de un chico de catorce años que descubre las injusticias presentes en el mundo y elige su camino. El relato recorre la geografía del sur de Perú en un viaje itinerante que le lleva a él y a su padre en busca de una vida nueva. En Abancay ingresa en un internado donde pasa a formar parte de un microcosmos que refleja cómo es la sociedad peruana y cuáles son las normas que imperan, su crueldad y su violencia. Fuera del colegio, los conflictos sociales forzarán su toma de conciencia», resume la editorial.

El escritor peruano José María Arguedas. /Foto cortesía Casa de las Américas – Alfaguara

Tema: indigenismo (RAE y ASALE)

«Desde este punto de vista, la obra de Arguedas integra el mundo indígena de manera natural, como realidad completa y compleja siempre presente, que desarrolla un punto de vista propio, y huye de mostrar exclusivamente el aspecto racial del indio, victimizado y marginal. Los personajes de Arguedas nos muestran su propia perspectiva, su particular visión del mundo. Ernesto nos transmite cómo María Angola, la campana de la catedral de Cuzco, puede oírse no solo en todos los Andes, sus ondas «abrazaban al mundo»; las piedras del muro incaico «se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan»; y el zumbayllu, el trompo infantil —imagen que ilustra la cubierta de nuestra edición, bañado en las ondas de los ríos y las de su propio sonido—, «hablaba con voz dulce, que parecía traer al patio el canto de todos los insectos alados que zumban musicalmente entre los arbustos floridos» y al que «tú le hablas primero en uno de sus ojos, le das tu encargo, le orientas al camino, y después, cuando está cantando, soplas despacio hacia la dirección que quieres; y sigues dándole tu encargo. Y el zumbayllu canta al oído de quien te espera», porque su «zumbido […] penetraba en el oído como un llamado que brotara de la propia sangre del oyente»

En palabras de Rodríguez-Luis [2004: 138], este neoindigenismo dio lugar al testimonio indígena novelizado; testimonio que «escapa de la sujeción a las convenciones que exige el desarrollo de una narración novelística, y también de la necesidad de la denuncia política como consustancial a su existencia». Y es José María Arguedas «el primer escritor que nos introduce en el seno mismo de la cultura indígena y nos revela la riqueza y la complejidad anímica del indio, de la manera viviente y directa con que solo la literatura puede hacerlo» [Vargas Llosa, 1964: 5].

Estilo, narrador e intención (Mario Vargas Llosa)

«El libro seduce por la elegancia de su estilo, su delicada sensibilidad y la gama de emociones con que recrea el mundo de los Andes. Por su historia desfilan los contrastados grupos sociales de la sierra —indios, colonos y gamonales, mestizos artesanos y propietarios pobres y medianos, soldados y chicheras, curas y autoridades, comerciantes, músicos y santeros ambulantes—, pero su núcleo son las crueles e inocentes ceremonias de la pubertad y el aprendizaje que hace un niño del mundo adulto, entramado social de rígidas jerarquías, impregnado de violencia y racismo.

Esa larga lucha por la expresión que, según dijo Arguedas en su ensayo de 1950, lo llevó a elegir «el castellano como medio de expresión legítimo del mundo peruano de los Andes» [Arguedas, 1950: 160], cristaliza en esta novela en un estilo de gran eficacia artística. No es más ni menos castellano que el de Yawar Fiesta o el de los cuentos de Agua, ni del que empleará en sus novelas futuras: es distinto, más controlado, funcional y flexible, y expresa con más matices la pluralidad de asuntos, personas y particularidades del mundo —medio real, medio inventado— de Los ríos profundos.

El narrador, bilingüe, traduce al castellano lo que algunos personajes dicen en quechua, incluyendo a veces en cursiva dichos parlamentos en su lengua original. No lo hace con demasiada frecuencia, de modo que las incrustaciones lingüísticas quechuas no estorban la fluencia narrativa, pero sí con la periodicidad necesaria para configurar el ambiente de sociedad dividida en dos pueblos, dos lenguas y dos culturas».

Paisaje y lenguaje (Sergio Ramírez)

«Pero, más que eso, siente el llamado de quienes habitan ese paisaje porque son los suyos, son sus manes y son sus pares, habla desde dentro de ellos porque está marcado por su lengua; y la gran hazaña de Arguedas es tejer el lenguaje de Los ríos profundos con los hilos de ambas lenguas, español y quechua, tomando vocablos y recursos sintácticos para situarlos donde se les necesita, para transponerlos en la urdimbre de manera que cumplan una función musical, que suenen al oído como el zumbido del zumbayllu, el trompo que en su murmullo es capaz de atravesar leguas de distancia entre los filos y hondonadas de las sierras para llegar hasta el oído de su padre errante. Abandona el esquema tradicional y previsible de la literatura de matrícula indigenista, que reduce a los personajes a un esqueleto didáctico, para entregarlos a la narración a la vez aguda e inocente de Ernesto, el niño, o del adulto que recuerda con la memoria del niño. Solo la memoria del niño puede ver de tan distintas maneras al padre Augusto Linares, el anciano cura rector del colegio, una de las figuras memorables de la novela, el santo de Abancay».

Convivencia de culturas (Santiago Muñoz Machado)

«Bastantes escritos de Arguedas repiten su convicción de que la cultura andina tiene fuerza para resistir la integración en la cultura europea y para modular y recrear mitos nuevos partiendo de ideas traídas por los colonizadores. Mostró cierto gusto por un ejemplo que expone en su artículo El indigenismo en el Perú (1967). (…)

Se ha dicho que la transculturación de Arguedas es más potente que la de cualquier otro literato, pero esto no redujo su obstinación por mantener su convicción de que las culturas quechua y criolla o misti en Perú tendrían que convivir en régimen de separación, asegurando los gobiernos un respeto suficiente a la cultura originaria andina. El empleo conjunto en sus escritos del quechua y el español es una muestra máxima de este tipo de indigenismo tan característico de Arguedas».

A continuación un pasaje de Los ríos profundos:

'Los ríos profundo'

Por José María Arguedas

Entramos al Cuzco de noche. La estación del ferrocarril y la ancha avenida por la que avanzábamos lentamente, a pie, me sorprendieron. El alumbrado eléctrico era más débil que el de algunos pueblos pequeños que conocía. Verjas de madera o de acero defendían jardines y casas modernas. El Cuzco de mi padre, el que me había descrito quizá mil veces, no podía ser ese.

Mi padre iba escondiéndose junto a las paredes, en la sombra. El Cuzco era su ciudad nativa y no quería que lo reconocieran.  Debíamos de tener apariencia de fugitivos, pero no veníamos derrotados sino a realizar un gran proyecto.

—Lo obligaré. ¡Puedo hundirlo! —había dicho mi padre. Se refería al Viejo.

Cuando llegamos a las calles angostas, mi padre marchó detrás de mí y de los cargadores que llevaban nuestro equipaje.

Aparecieron los balcones tallados, las portadas imponentes y armoniosas, la perspectiva de las calles, ondulantes, en la ladera de la montaña. Pero ¡ni un muro antiguo! Esos balcones salientes, las portadas de piedra y los zaguanes tallados, los grandes patios con arcos, los conocía. Los había visto bajo el sol de Huamanga. Yo escudriñaba las calles buscando muros incaicos.

—¡Mira al frente! —me dijo mi padre—. Fue el palacio de un inca.

Cuando mi padre señaló el muro, me detuve. Era oscuro, áspero; atraía con su faz recostada. La pared blanca del segundo piso empezaba en línea recta sobre el muro.

Lo verás, tranquilo, más tarde. Alcancemos al Viejo —me dijo. Habíamos llegado a la casa del Viejo. Estaba en la calle del muro inca.

Entramos al primer patio. Lo rodeaba un corredor de columnas y arcos de piedra que sostenían el segundo piso, también de arcos, pero más delgados. Focos opacos dejaban ver las formas del patio, todo silencioso. Llamó mi padre. Bajó del segundo piso un mestizo, y después un indio. La escalinata no era ancha, para la vastedad del patio y de los corredores.

El mestizo llevaba una lámpara y nos guio al segundo patio. No tenía arcos ni segundo piso, solo un corredor de columnas de madera. Estaba oscuro; no había allí alumbrado eléctrico. Vimos lámparas en el interior de algunos cuartos. Conversaban en voz alta en las habitaciones. Debían ser piezas de alquiler. El Viejo residía en la más grande de sus haciendas del Apurímac; venía a la ciudad de vez en cuando, por sus negocios o para las fiestas. Algunos inquilinos salieron a vernos pasar.

Un árbol de cedrón perfumaba el patio, a pesar de que era bajo y de ramas escuálidas. El pequeño árbol mostraba trozos blancos en el tallo; los niños debían de martirizarlo. El indio cargó los bultos de mi padre y el mío. Yo lo había examinado atentamente porque suponía que era el pongo. El pantalón, muy ceñido, solo le abrigaba hasta las rodillas. Estaba descalzo; sus piernas desnudas mostraban los músculos en paquetes duros que brillaban. «El Viejo lo obligará a que se lave, en el Cuzco», pensé. Su figura tenía apariencia frágil; era espigado, no alto. Se veía, por los bordes, la armazón de paja de su montera. No nos miró. Bajo el ala de la montera pude observar su nariz aguileña, sus ojos hundidos, los tendones resaltantes del cuello. La expresión del mestizo era, en cambio, casi insolente. Vestía de montar.

Nos llevaron al tercer patio, que ya no tenía corredores. Sentí olor a muladar allí. Pero la imagen del muro incaico y el olor a cedrón seguían animándome.

—¿Aquí? —preguntó mi padre.
—El caballero ha dicho. Él ha escogido —contestó el mestizo.
Abrió con el pie una puerta. Mi padre pagó a los cargadores y los despidió.

  • Los ríos profundos. José María Arguedas (RAE- ASALE/ Alfaguara).

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ESPECIAL IX Congreso Internacional de la Lengua Española en Cádiz 2023

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