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El poeta inglés John Keats (1795-1821) retratado por William Hilton. /WMagazín

John Keats: clásico del Romanticismo y su visión sobre la poesía y el amor en cartas inéditas

Se cumplen 200 años de la muerte de uno de los grandes poetas, el 23 de febrero. Recordamos su vida con cartas editadas por Alianza y los momentos trágicos que influyeron en su obra y cómo logró la narratividad de su poesía con un lenguaje elegante en busca de la humanidad más profunda

¡Oh, Soledad! Si contigo debo vivir,
Que no sea en el desordenado sufrir
De turbias y sombrías moradas,
Subamos juntos la escalera empinada;
Observatorio de la naturaleza,
Contemplando del valle su delicadeza,
Sus floridas laderas,
Su río cristalino corriendo

Es el comienzo del poema Soledad escrito por uno de los más grandes poetas del Romanticismo: John Keats. Una soledad reflejo de su propia existencia. Incomprendido en vida, su obra elegante y profunda se alza como una de las mejores y más bellas de la poesía que alcanza una mayor admiración al recordar que Keats murió con tan solo 25 años. Un clásico de la literatura recordado en el bicentenario de su muerte el 23 de febrero de 1821.

Para John Keats “la poesía debiera ser grande y discreta, algo que penetra en nuestra alma y que no la sorprende o sobrecoge por sí misma sino por su tema.¡Qué maravillosas son las flores solitarias! ¡Qué pronto perderían su belleza si se agolpasen en el camino gritando, ¡admiradme, soy una violeta! ¡Adoradme, soy una prímula!”.

Es la mirada de Keats sobre este arte que lo convirtió en clásico y que plasma en una de sus cartas inéditas publicada por Alianza en Cartas. Antología de John Keats (Alianza), con edición, traducción e introducción del poeta y crítico español Ángel Rupérez.

WMagazín publica dos cartas inéditas (al final de este artículo). La citada y dirigida a su amigo John Hamilton Reynolds, donde expresa su visión de la poesía y la literatura, y la que escribe al amor de su vida, Fanny Brawne, en la cual expresa su visión de la belleza como nacimiento del amor.

Tres libros le bastaron a John Keats para convertirse en clásico: Poemas (1817), Endymion (1818) y Lamia, Isabella, la víspera de santa Inés y otros poemas (1820) que incluye algunos de sus mejores títulos como Oda a Psique, Oda al otoño, Oda a una urna griega, Oda a la melancolía y Oda a un ruiseñor.

Nacido en Londres el 31 de octubre de 1795, Keats vivió una existencia atribulada desde pequeño por la tragedia familiar a la que siempre intentó sobreponerse. Cuando tenía 7 años murió su padre, su madre volvió a casarse y al fracasar abandonó a sus hijos en casa de sus padres. Cuando Keats tenía 13 años ella volvió, pero pronto enfermó de tuberculosis y murió cuando él tenía 15 años. Luego murió uno de sus hermanos.

John Keats se entregó al cuidado de ambos y vio cómo sus vidas se iban sin que su dedicación y esfuerzo fueran recompensados. Supo del vacío, la orfandad y cómo la pérdida física ahonda el dolor del alma. Un niño y joven que anhela expresar y recibir afecto sin suerte.

Quizás todo esto, el querer descubrir y conocer los mecanismos de la vida física, lo llevaron a estudiar medicina. Lo hizo, pero un día tuvo una especie de epifanía y se entregó a la poesía.

Encontró en los versos, en los sonetos, en los cantos y en las odas la forma sublime de expresar lo que llevaba dentro y tratar de entender la existencia. Su obra entrelaza un lenguaje sencillo, elegante y aire melancólico despojado del adorno en sí mismo que busca iluminar la naturaleza humana y de la vida que lo rodea en su magnitud.

“Su pretendida fragilidad es incompatible con su condición combativa, de la que dio sobradas muestras, entre otras sacando adelante una obra muy por encima de los agasajos que nunca recibió”, escribe Ángel Rupérez en Cartas. Antología.

Keats “nunca se hundió, aunque se deprimiera muchas veces”, afirma Rupérez. “Su misión como poeta estaba muy por encima de las recompensas porque estaba convencido de su supervivencia literaria: ‘Sé que, después de muerto, estaré entre los poetas ingleses’, le escribe a su hermano George. Esa convicción le guio y le hizo fuerte frente a la adversidad”.

Su creatividad y genio se expresan, sobre todo, entre los 21 y los 25 años, poco antes de morir. En su poesía, explica Rupérez, hay una tendencia a la narratividad, a contar historias con un lenguaje envolvente, a veces hipnótico, para dar una visión humana y celebratoria de la existencia. Así se aprecia, con su pátina de misterio, en Endymion:

Una cosa bella es un goce eterno:
Su hermosura va creciendo
Y jamás caerá en la nada;
Antes conservará para nosotros
Un plácido retiro,
Un sueño lleno de dulces sueños,
La salud, un relajado alentar.
Así, cada mañana trenzamos una
Guirnalda de flores que nos ata a la tierra,
A pesar del desaliento, a la inhumana
Falta de naturalezas nobles,
A los días nublados,
A todos los caminos insanos y lóbregos
Abiertos a nuestra búsqueda:
Si, pese a todo, alguna bella forma
Alza el paño mortuorio
De nuestro espíritu ensombrecido.
Como el sol, la luna, los árboles ancianos y los nuevos
Tendiendo su sombra cálida sobre los rebaños;
Como también los narcisos
Y el universo verde en el que moran,
Y los claros arroyos que fluyendo
Frescos hacia el estío,
Y el claro en medio del bosque
Manchado de rosas silvestres;
Y así el sublime destino
Que imaginamos para los grandes muertos;
Todos los deliciosos cuentos que oímos o leímos:
Fuente eterna de una linfa inmortal
Que cae sobre nosotros desde la orilla del cielo…

La vida de Keats, dice Rupérez, fue “luminosa hacia fuera y tenebrosa hacia dentro, feliz unas veces, deprimido otras, con fe en sí mismo en ocasiones, con dudas corrosivas en otras”.

Busca lo humano. Le interesa la poesía de Milton, recuerda Rupérez, «pero este es para él un poeta excesivamente basado en la fastuosidad del lenguaje, y hay un momento en que se da cuenta de que eso no es lo que necesita ni le basta. Keats buscaba lo humano profundo, busca la santidad de los afectos del corazón que encuentra en Wordsworth, al que luego también abandona para ir más allá del lenguaje en sí». Como en Oda a la melancolía:

No vayas al Leteo ni exprimas el morado
acónito buscando su vino embriagador;
no dejes que tu pálida frente sea besada
por la noche, violácea uva de Proserpina.
No hagas tu rosario con los frutos del tejo
ni dejes que polilla o escarabajo sean
tu alma plañidera, ni que el búho nocturno
contemple los misterios de tu honda tristeza.
Pues la sombra a la sombra regresa, somnolienta,
y ahoga la vigilia angustiosa del espíritu.
..

Una vez un lector conoce la obra de Keats se queda con ella para siempre. El caso de Javier Setó, editor de la Colección El Libro de Bolsillo de Alianza, es un ejemplo: «Fue a raíz de la lectura casual de la Oda a una urna griega, en la cual hallé recogidas muchas de las emociones que había sentido y aún siento al enfrentarme a las silenciosas expresiones de piedra que han logrado sobrevivir tantos siglos desde la antigüedad, cuando pensé que me hallaba frente a un poeta con una sensibilidad extraordinaria y que, al igual que la urna griega, era capaz de conectar con seres de otras épocas alejados en el tiempo. Y vi ante mí, una vez más, el milagro de la literatura».

John Keats dejó Londres cuando le descubrieron que la tuberculosis, enfermedad que había matado a su madre y hermano, también estaba en él. Marchó hacia tierras más secas tras despedirse de su amada, Fanny Brawne. El amor forjó en él poemas como este:

¡Ten compasión, piedad, amor! ¡Amor, piedad!
Piadoso amor que no nos hace sufrir sin fin,
amor de un solo pensamiento, que no divagas,
que eres puro, sin máscaras, sin una mancha.
Permíteme tenerte entero… ¡Sé todo, todo mío!
Esa forma, esa gracia, ese pequeño placer
del amor que es tu beso… esas manos, esos ojos divinos
ese tibio pecho, blanco, luciente, placentero,
incluso tú misma, tu alma por piedad dámelo todo,
no retengas un átomo de un átomo o me muero,
o si sigo viviendo, sólo tu esclavo despreciable,
¡olvida, en la niebla de la aflicción inútil,
los propósitos de la vida, el gusto de mi mente
perdiéndose en la insensibilidad, y mi ambición ciega!

Se instaló en Roma en el otoño de 1820 y murió allí, el 23 de febrero de 1821. Está enterrado en el cementerio protestante de la capital italiana en cuya lápida, según su deseo, dice: “Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua”.

John Keats, recuerda Rupérez, no tuvo apenas formación literaria y estaba fuera del circuito oficial. Tuvo la capacidad propia de construir un mundo de conocimiento profundo de la poesía y de la literatura en general y la poesía en particular. «Expresó la genialidad como poeta y en las cartas dejó ver que no tenía una ambición premeditada. En las que envió a unos y otros fue desgranando una visión de la literatura y la poesía”.

Así se aprecia en las dos cartas inéditas que publica WMagazín y que forman parte del volumen de la editorial Alianza: Cartas. Antología. Una es la dirigida a su amigo John Hamilton Reynolds sobre su concepción de la poesía y la otra a Fanny Brawne sobre el nacimiento del amor a partir de la belleza del amado:

Portada de 'Cartas. Antología', de John Keats.

'Cartas inéditas'. John Keats

Para J. H. Reynolds

3 de febrero de 1818

 

Mi querido Reynolds:

Gracias por tu plato de avellanas –ojalá pudiera tener una canasta entera llena de ellas, a modo de postre, para el día a día, por la suma de dos peniques35. Seríamos algo así como cerdos etéreos y nos soltaríamos para alimentarnos de espirituales hayucos y bellotas, lo que ocurriría si fuéramos únicamente ardillas y nos alimentáramos de avellanas, pues una ardilla no es otra cosa que un cerdo aéreo o una avellana una especie de arcangélica bellota.

En cuanto a que merezca la pena cascar las nueces, todo lo que puedo decir es que donde hay una multitud de deliciosas imágenes preparadas, la sencillez es lo único que importa. La primera es la mejor por estar en primera línea y la «flecha desprovista de su astado alimento» y además (y esta es la única palabra –quizás con otra– que encuentro fallida, sobre todo porque he tenido un montón de razones para huir de ella como de arenas movedizas) la última tiene «ternura y verdad». Debemos suprimirla y evitar cualquier otra palabra parecida y con un encanto igualmente engañoso. Se puede decir que debemos leer a nuestros contemporáneos, que Wordsworth, etc., debería recibir nuestra aprobación, pero ¿vamos a dejarnos intimidar por una filosofía engendrada en los antojos de un egoísta gracias a unos pocos pasajes domésticos o hermosamente imaginativos? Todos hacemos nuestras especulaciones pero no todos les damos mil vueltas y nos pavoneamos de ellas hasta convertirlas en moneda falsa, engañándonos a nosotros mismos. Todos podemos viajar hasta las mismísimas fronteras del cielo y, sin embargo, necesitamos confianza para poner por escrito todo lo que allí hemos visto. Sancho, como cualquiera, también acabará inventando su particular viaje hacia el cielo. Odiamos la poesía que se nos impone con su diseño palpable y que, si expresamos nuestro desacuerdo, parece que mete la mano en el bolsillo de su pantalón. La poesía debiera ser grande y discreta, algo que penetra en nuestra alma y que no la sorprende o sobrecoge por sí misma sino por su tema. ¡Qué maravillosas son las flores solitarias! ¡Qué pronto perderían su belleza si se agolparan en el camino gritando «¡admiradme, soy una violeta! ¡Adoradme, soy una prímula!». Los poetas modernos son en esto distintos de los isabelinos.

Un poeta moderno, como un compromisario de Hannover, gobierna su pequeña propiedad y conoce cuántas numerosas pajas son barridas diariamente en las calzadas de sus dominios y experimenta la continua comezón de que todas las amas de casa debieran tener perfectamente limpias sus vasijas de cobre. Los antiguos eran emperadores de vastas provincias, las más remotas de las cuales solo las conocían de oídas y a las que no tenían la más mínima intención de visitar. Quiero cortar con todo esto. En particular no quiero tener nada ni de Wordsworth ni de Hunt. ¿Por qué deberemos formar parte de la tribu de Manasseh si podemos vagar con la de Essau? ¿Por qué dar patadas contra unos pinchos cuando podemos caminar sobre rosas? ¿Por qué deberíamos ser lechuzas cuando podríamos ser águilas? ¿Por qué dejarse hacer bromas con las aguzanieves de «hermosa mirada» cuando tenemos a la vista «la contemplación de los Querubines»? ¿Por qué con «Mateo con una rama silvestre en su mano», de Wordsworth, cuando podemos estar con Jacques «bajo un roble, etc.»? El secreto de la rama silvestre atravesará ahora mismo tu cabeza aún más rápidamente que mi propia escritura.

El viejo Mateo le habló hace años de cierta nadería, y porque en un paseo vespertino le aconteció imaginar la figura de un viejo, tuvo que estamparlo en blanco y negro y, a partir de entonces, es sagrado. No pretendo negar la grandeza de Wordsworth ni el mérito de Hunt, pero lo que pretendo decir es que no necesitamos que nos tomen el pelo con la grandeur y el mérito cuando podemos tenerlos incontaminados y discretos. Tengamos a los viejos poetas y a Robin Hood. Tu carta y los sonetos en ella me dieron más placer que el cuarto libro de Childe Harold y el todo de una vida cualquiera y sus opiniones. De vuelta a tu plato de avellanas, he reunido unos pocos amentos. Espero que tengan buena pinta.

 

A J. H. R. En respuesta a sus Sonetos sobre Robin Hood.

No, se han ido aquellos días… Espero que te gusten; al menos han sido escritos con espíritu bandolero. Estos son los versos de las doncellas Almas de Poetas ya muertos y ya idos, etc. Te visitaré mañana a las 4, y caminaremos juntos porque no es cuestión de ser un extraño en el país de los clavicémbalos. Espero también llevarte mi segundo libro. Con la esperanza de que estos garabatos te sirvan de distracción en esta tarde, sigo copiando en la colina

Tu sincero amigo y coescritorzuelo

John Keats

 

 

Para Fanny Brawne

8 de julio de 1819

Mi dulce muchacha:

Tu carta me proporcionó más placer que cualquier otra cosa en el mundo, con la única excepción del que tú misma me podrías proporcionar; de hecho, estoy casi asombrado de que alguien que está ausente como tú tenga el tremendo poder sobre mis sentidos que ahora sien-to. Incluso cuando no pienso en ti recibo tu influencia y la naturaleza más tierna se hace fuerte en mí. Todos mis pensamientos, mis días y noches más infelices no me han curado del todo de mi amor por la belleza, sino que lo han intensificado tanto que me siento un miserable si tú no estás conmigo; o más bien respiro una especie de sombría paciencia a la que no puedo llamar vida. Nunca he sabido qué era el amor hasta que tú me lo has hecho sentir. Nunca creí en él. Mi fantasía le temía, para que no me quemara. Pero si tú me amaras del todo, incluso aunque me quemara en tu fuego, no sería insoportable porque me aliviaría la humedad y el rocío del placer. Mencionas a la «gente horrible» y me preguntas si de ellos depende que yo pueda volver a verte. Mi amor, te pido que me comprendas. Te tengo tan dentro en mi corazón que necesito convertirme en tu tutor cuando veo alguna posibilidad de que algo te cause daño. Solo querría ver placer en tus ojos, amor en tus labios, y felicidad en tus pasos. Desearía verte entre esas diversiones que se ajustan a tus inclinaciones y estados de ánimo, de tal modo que nuestro amor sería una delicia en medio de placeres fundamentalmente agradables y no una fuente de contrariedades y cuidados. Pero dudo mucho de que, en el peor de los casos, yo fuera tan buen filósofo como para seguir mis propias lecciones. No podría hacerlo si viera que mis resoluciones te causaran algún dolor. ¿Por qué no hablar de tu belleza puesto que, sin ella, no podría haberte amado? No puedo concebir que el punto de partida del amor que siento por ti no sea el de la belleza.

Puede haber una clase de amor por el que, sin el más mínimo asomo de desdén, siento el más alto respeto, y hasta puedo admirarlo en otros, pero que, aun con todo, no tiene la riqueza, la frescura, la forma completa, el encantamiento del amor por ti que siento en mi corazón. Así que permíteme que hable de tu belleza, aunque corra el peligro de que tú decidas ser tan cruel conmigo que acabes probando en otros su poder. Dices que tienes miedo a que yo piense que no me amas. Al hablar así aumenta aún más el dolor de estar junto a ti. Me encuentro ahora en el uso diligente de mis facultades, y no pasa ni un solo día sin que surjan nuevos versos blancos o añada algunas nuevas rimas; y debo confesar ahora que (puesto que acabo de citarlo) te amo aún más porque creo que te gusto por lo que soy por mí mismo y no por nada más. He conocido a mujeres de las que he llegado a pensar que les encantaría casarse con un poema o ser poseídas por una novela. He visto tu cometa, y solo deseo que fuera una señal de que el pobre Rice se repondría de una enfermedad que le había convertido más bien en una compañía melancólica; o, más aún, que sería una señal para conquistar sus sentimientos y ocultármelos a mí, por decirlo con un forzado juego de palabras. Besé tu escrito con la esperanza de que me hubieras complacido dejando en él un rastro de miel. ¿Cuál fue tu sueño? Cuéntamelo y yo te diré mi interpretación.

¡Siempre tuyo, mi amor!

John Keats

No me acuses de retrasarme. No tenemos aquí todos los días la oportunidad de enviar cartas.

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Winston Manrique Sabogal

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